?Qu¨¦ hacemos con las estatuas?
El movimiento antirracista est¨¢ derribando los s¨ªmbolos de las que considera opresiones pasadas. Pero es preferible mantener esos testigos y hacerlos inteligibles para que se sepa c¨®mo y por qu¨¦ se construyeron
Las estatuas importan. Nos hablan del pasado, pero tambi¨¦n de lo que ocurre en el presente y de c¨®mo nos imaginamos el futuro. Cuando se erigen, se utilizan, se mueven y se eliminan. En las revoluciones y protestas contempor¨¢neas, la violencia se ceba en ellas: son pintarrajeadas, destruidas, mutiladas. Todos recordamos la estrepitosa ca¨ªda de la efigie de Sadam Husein en 2003, sello de la victoria en la invasi¨®n de Irak lanzada por George W. Bush y sus aliados. En abril de 1931, la proclamaci¨®n de la Segunda Rep¨²blica espa?ola se vio acompa?ada por una ola iconoclasta que acab¨® en pocas horas con los emblemas mon¨¢rquicos. La multitud derrib¨® en Madrid la figura ecuestre de Felipe III, en la Plaza Mayor, y arrastr¨® por las calles la de Isabel II, que, no sin iron¨ªa, fue a parar al convento de las Arrepentidas. El fin de un orden pol¨ªtico, v¨ªctima de la ruptura, suele borrar del espacio urbano sus s¨ªmbolos para sustituirlos por los de la nueva situaci¨®n.
A¨²n no sabemos si el movimiento antirracista desencadenado en Estados Unidos ¡ªy con repercusiones en otros puntos del planeta¡ª cambiar¨¢ algo substancial, pero por ahora ha malogrado los monumentos a los generales confederados en la Guerra de Secesi¨®n, adalides de la esclavitud, y algunos de los consagrados a Crist¨®bal Col¨®n, cuya gesta se considera el inicio de un genocidio ¨¦tnico. Tampoco parecen a salvo otras muchas estatuas relacionadas, de un modo u otro, con el racismo y la supremac¨ªa blanca, como las de Leopoldo II de B¨¦lgica, colonizador del Congo, o incluso las de Winston Churchill, que defendi¨® con ardor, adem¨¢s de la democracia parlamentaria frente al nazismo, las virtudes del imperio brit¨¢nico. Sin necesidad de un trastorno radical en los reg¨ªmenes correspondientes, la sensibilidad social ha mutado y nos aboca a un debate sobre qu¨¦ hacer con esos elementos simb¨®licos, que pasan desapercibidos en mitad del paisaje hasta que un trastorno cultural como este los hace de repente visibles y pol¨¦micos.
Esta discusi¨®n p¨²blica deber¨ªa tener en cuenta al menos dos dimensiones del asunto: la estrictamente pol¨ªtica y la patrimonial. Por un lado, cada monumento supone honrar a un personaje o un hecho hist¨®rico que representa los valores de la comunidad, o al menos de su sector dominante, de la ideolog¨ªa que sea. Desde luego, el nacionalismo ha sobresalido por su incansable producci¨®n monumental, dedicada a cantar las glorias de la patria, sus momentos fundacionales, las luchas con sus enemigos y a sus h¨¦roes y m¨¢rtires. No es casualidad que Berl¨ªn dedique una enorme columna a las victorias sobre Austria y Francia, o que en las Am¨¦ricas abunden los retratos de los prohombres de la independencia. Eso que llamamos de manera imprecisa memoria colectiva o hist¨®rica, y que ser¨ªa mejor denominar relatos compartidos sobre el pasado, se nutre de episodios materializados en una estatuoman¨ªa que eclosion¨® en el siglo XIX y a¨²n persiste.
Los problemas sobrevienen cuando una parte de la sociedad se rebela contra la imposici¨®n de esos relatos o cuando un cambio pol¨ªtico los trastoca. Una minor¨ªa no soportar¨¢ la exaltaci¨®n de sus opresores, los dem¨®cratas abominar¨¢n de los homenajes a las dictaduras. Hay casos que, por su extremosidad, no admiten discrepancia: s¨®lo unos pocos tolerar¨ªan una estatua de Adolf Hitler. Pero, fuera de esas excepciones, todo est¨¢ sometido a deliberaci¨®n, posible tan s¨®lo en democracia. Resulta dif¨ªcil, por ejemplo, cuestionar en China las efigies de Mao Zedong, cada vez m¨¢s gigantescas. Si triunfa el movimiento contra el racismo, los monumentos a sus encarnaciones m¨¢s se?eras desaparecer¨¢n, de manera inevitable.
Entre ellos los de Leopoldo II, cabeza de un negocio colonial que se llev¨® por delante las vidas de millones de personas, sometidas a una explotaci¨®n de crueldad infame, como denunci¨® en su d¨ªa Roger Casement, investig¨® despu¨¦s el historiador Adam Hochschild e ilustran las novelas de Joseph Conrad y Mario Vargas Llosa. Lo que no est¨¢ claro es d¨®nde poner el l¨ªmite, pues eliminar las referencias a cualquiera que comulgase con la esclavitud obligar¨ªa a desmontar en Francia la tumba de Napole¨®n Bonaparte, que la restableci¨® en 1802, o a defenestrar a los founding fathers norteamericanos que pose¨ªan plantaciones, como ha comenzado a ocurrir con George Washington. Enmiendas en toda regla a las respectivas memorias nacionales.
Por otro lado, las estatuas pertenecen al patrimonio com¨²n, no s¨®lo por sus m¨¦ritos art¨ªsticos ¡ªque tambi¨¦n¡ª sino como parte de una historia que ha de comprenderse en su contexto, lo cual no significa ignorar sus lados oscuros. Un proceso m¨¢s complicado a¨²n que renovar el callejero. En este sentido, resulta preferible mantener esos testigos y hacerlos inteligibles por medio de las explicaciones pertinentes, que cuenten c¨®mo y por qu¨¦ se construyeron. Cuando las heridas abiertas impidan esa contextualizaci¨®n in situ, en vez de destruirlos o almacenarlos lejos de cualquier mirada, ser¨ªa conveniente su traslado a un museo, con fines did¨¢cticos. En Mosc¨² y en Budapest se llevaron las esculturas de la ¨¦poca comunista a parques que sobrecogen al paseante con sus muestras de realismo proletario. En cualquier caso, tanto las pol¨ªticas memor¨ªsticas como las patrimoniales han de respetar la pluralidad interpretativa, fluida y perfectible, y no caer en la tentaci¨®n del adoctrinamiento.
En Espa?a no nos libramos de estos dilemas, sino que las circunstancias nos obligan a afrontarlos. Hemos empezado con los signos y monumentos franquistas, cuya obra cumbre, el Valle de los Ca¨ªdos, est¨¢ destinada a convertirse en una instalaci¨®n muse¨ªstica donde se cuenten las ¨ªnfulas de la tiran¨ªa y su empleo de prisioneros pol¨ªticos. Una vez exhumados los restos del dictador, casi nadie propone ya su demolici¨®n. Pero nuestra historia tambi¨¦n alberga reminiscencias imperiales y esclavistas. Barcelona se enfrent¨® a ellas, sin demasiada sutileza, al retirar la imagen del marqu¨¦s de Comillas, acusado de negrero. Aunque el cap¨ªtulo m¨¢s delicado vendr¨¢ cuando se plantee en serio qu¨¦ hacer con Col¨®n y con las dem¨¢s huellas de la empresa americana.
Queramos o no, esa epopeya ocupa un lugar central en la identidad espa?ola y a ella se dedica, no ya un buen pu?ado de vistosas estatuas, sino la mism¨ªsima fiesta nacional. Hasta ahora, la voz cantante la han llevado los que reivindican la leyenda rosa frente a la negra, jaleados por el espa?olismo medi¨¢tico y acad¨¦mico en el combate contra el desaf¨ªo independentista catal¨¢n. Ah¨ª est¨¢n las ofrendas kitsch a Blas de Lezo o a los ¨²ltimos de Filipinas que han brotado en las plazas de Madrid. Tal vez sea hora de plantearse la cuesti¨®n en otros t¨¦rminos, que, en vez de preocuparse tan s¨®lo por establecer qui¨¦nes se merecen o no las estatuas, o de promover su destrozo, favorezcan el conocimiento de su significado hist¨®rico.
Javier Moreno Luz¨®n es catedr¨¢tico de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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