Un duelo por hacer
Nos sentimos hu¨¦rfanos de ceremonias y despedidas. Arrullamos la ausencia de quienes no regresar¨¢n
Pienso mucho en c¨®mo narraremos estos d¨ªas de los que venimos. Qu¨¦ palabras encontraremos, cu¨¢les elegiremos, de qu¨¦ manera las usaremos; qu¨¦ narrativas dar¨¢n cobijo a lo que todav¨ªa hoy, aqu¨ª delante de la pantalla del ordenador, hace que siga siendo imposible encontrar las palabras justas o adecuadas para la multitud que no deja de murmullar aqu¨ª dentro. Escribo y por el cuaderno merodean hormigas, estos d¨ªas he puesto la mesa de trabajo justo delante de la huerta. Aqu¨ª, mi ¨²nica compa?¨ªa trabajando son las patatas y las calabazas, tambi¨¦n alguna mirla que cruza demasiado cerca, con un insecto en la boca llamando a las cr¨ªas que se esconden en los arriates debajo de los setos, indecisas todav¨ªa para volar y dependiendo de los padres que siguen cuid¨¢ndolos como si siguieran en el nido. En los surcos, las hortalizas, ajenas a todo, van creciendo sin prisa, en silencio, removiendo la tierra de forma suave, acomod¨¢ndose al sol y a la niebla, dej¨¢ndose hacer una y otra vez por el aire y la luz. Fantaseo con la idea de que esta presencia forastera influye en su desarrollo y crecimiento, y a ratos me sorprendo tarareando alguna nana o hablando conmigo misma en voz alta.
El primer d¨ªa del desconfinamiento camin¨¦ hasta que mis pies se tropezaron en el suelo con un nido abandonado de mito. Los p¨¢jaros los hacen de forma muy elaborada tejiendo musgo, ramitas, l¨ªquenes, pelos de mam¨ªferos y a veces tambi¨¦n usan hilos de telara?a. Por dentro usan plumas que pueden coger de pajareras donde hay palomas, de gallineros a los que acercan e incluso de desplumaderos de aves de presa. Tiene forma de coraz¨®n y as¨ª, vac¨ªo, sucio, lleno de algunos insectos, se convierte en algo distinto de lo que fue, un nuevo objeto bello e in¨²til, pero tambi¨¦n doloroso, porque no deja de recordar una ausencia que conlleva que aqu¨ª el regreso no es posible. Mientras lo recog¨ªa no dejaba de pensar en todas las casas que han quedado vac¨ªas, en todas las despedidas pendientes, en esos colchones reclinados en los contenedores de las calles, en todos esos animales solos porque su familia ya no volver¨¢, en las peque?as huertas y gallinas esperando la mano que les lleva el agua y el alimento, en los balcones cerrados pero llenos de macetas que se mueren poquito a poquito, quebr¨¢ndose, en los praditos sin segar, en tantos abrazos y l¨¢grimas que no pueden salir del cuerpo, y quiz¨¢s hacen que aparezca alguna mancha en el coraz¨®n porque el lenguaje se vuelve mudo.
Puede que, como estas palabras que se me escapan, todos nuestros duelos pendientes sigan aqu¨ª dentro, esperando; y puede que, mientras encuentran la palabra adecuada para ellos, sus historias se repliquen entre nuestras c¨¦lulas, agarr¨¢ndose a sus membranas, como un liquen que crece y crece sin soltarse del tronco de un ¨¢rbol, haciendo posible la supervivencia de la simbiosis entre un hongo y un alga. Y as¨ª, con las manos manchadas de tierra y de ceniza, me gustar¨ªa escribir uno a uno todos los nombres de quienes se fueron, arrullar la ausencia en este nido o en una pared vac¨ªa, encontrar un sentido a todas estas palabras nombrando a quienes no regresar¨¢n. Porque estos d¨ªas siguen convirti¨¦ndose en fantasmas, pegajosos como una herida cuesta arriba, como una ternura que duele y a la vez se vuelve gelatinosa, y se pega a la piel como el calor y la humedad. Como esa voz que irrumpe sola y libre de unos cascos sin herrar, o como la suciedad de los peque?os trapos ra¨ªdos que vendan las nuevas vidas que surgen de los injertos. Como esas historias antiguas que explican que todas las cosas naturales tienen sombras y esp¨ªritus. Quiz¨¢s por eso, esa costumbre de tantos pueblos de nuestro pa¨ªs de celebrar la vida y la muerte debajo de los ¨¢rboles. Tejos, olmos, fresnos¡ Ellos se convert¨ªan en el gran organismo bajo el cual se vertebraba y organizaba el d¨ªa a d¨ªa de la comunidad. Siempre la vida y la muerte una y otra vez jugando bajo la sombra entre sus ramas. El primer y ¨²ltimo organismo para la vida en com¨²n: en muchas aldeas se llevaba bajo el ¨¢rbol al beb¨¦ nada m¨¢s nacer y al muerto antes de partir al encuentro con la tierra.
Y ahora, como esos ¨¢rboles solos sin nadie que celebre una historia que nace o que se va, nos sentimos hu¨¦rfanos de ceremonias y despedidas, y yo quisiera un fr¨ªo reparador como el que cuentan tantos esquimales de esos osos polares que no dejan de ponerse nieve en las heridas para frenar las hemorragias. ?Qu¨¦ palabras nos servir¨¢n para el duelo que qued¨® para siempre aplazado? ?C¨®mo sostener el dolor enorme de una despedida sin cerrar? ?C¨®mo nombrar la p¨¦rdida, una a una? Pero vuelvo a los ¨¢rboles, y pienso en el peral chino que sembr¨® mi abuelo hace m¨¢s de 30 a?os, el d¨ªa en que yo nac¨ª, lejos de donde estoy ahora, y me aferro a su insistencia, a esa man¨ªa tan bonita de seguir sembrando ¨¢rboles aunque pocos nietos contin¨²en haci¨¦ndolo, a esos frutos que brillan quiz¨¢s porque saben que nadie ya ir¨¢ a recogerlos, a ese hacer tan fuerte de la vida abri¨¦ndose paso, haciendo que un d¨ªa m¨¢s ¨¦l siga creciendo salvaje y solo. Como un pellizco esa insistencia. O, como dec¨ªa Heine, un dolor de dientes en el coraz¨®n.
Mar¨ªa S¨¢nchez es veterinaria de campo y escritora. Es autora de Tierra de mujeres (Seix Barral) y Cuaderno de campo (La Bella Varsovia).
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