Estatuafobia e historia
Por el bien de todos, hay que poner coto a estas actuaciones y, desde luego, debe desmentirse su car¨¢cter de acciones legitimadas por la Historia o lo que pasa por ella en algunas mentes maniqueas y simplistas
Alrededor del a?o 1460 antes de Cristo, en pleno Imperio Nuevo, Egipto tuvo como fara¨®n a una de las pocas mujeres que ejercieron ese cargo y de cuyo nombre se tiene constancia: Hatshepsut, esposa del fallecido Tutmosis II y madrastra de su coregente, el ni?o que subir¨ªa luego al trono como Tutmosis III. A ella se debe el grandioso templo funerario de Deir el-Bahari, en las orillas del Nilo a la vera de Tebas, construido con toda probabilidad con trabajadores forzados m¨¢s que voluntarios, como los que hab¨ªan hecho un milenio antes las grandes pir¨¢mides de Giza. Solo gracias a la moderna investigaci¨®n hist¨®rica conocemos su existencia y su obra, puesto que su hijastro destruy¨® en cuanto pudo casi todo recuerdo de ella (acaso tambi¨¦n su vida) en una de las m¨¢s completas operaciones de lo que en Roma se acabar¨ªa llamando la damnatio memoriae: la condena al olvido de gobernantes previos por alg¨²n motivo, con borrado de su nombre o destrucci¨®n de sus retratos en todo soporte y formato.
Ni que decir tiene que hoy Hatshepsut es no solo una figura bien conocida de las dinast¨ªas fara¨®nicas, sino tambi¨¦n un ejemplo inspirativo de lo que ha logrado la renovada mirada historiogr¨¢fica sobre el protagonismo femenino siempre subyacente bajo la superficie de la supremac¨ªa masculina en los relatos oficiales. Pero sin que esa mirada revalorizadora haya significado (hasta ahora) ninguna mengua de la aportaci¨®n a la historia egipcia de su sucesor, cuyos retratos p¨¦treos (por ejemplo, los conservados en el Museo Brit¨¢nico o en el Museo de Historia del Arte de Viena) son considerados cumbres de la estatuaria egipcia de todos los tiempos. Y no parece que haya motivo, tantos milenios despu¨¦s, para que el aprecio de una implique el desprecio de otro, al menos desde el rasero cr¨ªtico-racional de la perspectiva historiogr¨¢fica contempor¨¢nea, que trata de entender los fen¨®menos sin emitir condenas morales anacr¨®nicas o impulsar sentencias ejecutorias iconocl¨¢sticas.
Desde luego, los movimientos iconoclastas (del vocablo griego que define al ¡°destructor de im¨¢genes¡±) han estado presentes en la historia desde los primeros tiempos conocidos y tuvieron especial protagonismo en ciertas ¨¦pocas cr¨ªticas de alteraciones socio-econ¨®micas y cambio de valores ideol¨®gicos: la querella de los iconos en el Imperio Bizantino en el siglo VIII fue especialmente relevante, al igual que los episodios iconocl¨¢sticos de la reforma protestante en el siglo XVI (y todav¨ªa es impactante ver en el Museo del Castillo de Marburgo las estatuas de santos retirados de las iglesias y decapitados por ese fervor anic¨®nico). El proceso ha seguido su curso hasta la m¨¢s reciente actualidad, como permite recordar la destrucci¨®n por los talibanes de las dos grandes estatuas de Buda en Bamiy¨¢n, en 2001, o el derribo, decapitaci¨®n y hasta linchamiento de las estatuas de supuestos o reales ¡°racistas¡± de las ¨²ltimas semanas de este mes de junio de 2020 en diversas ciudades de Estados Unidos o del Reino Unido.
Entonces como ahora, el objetivo de esas acciones es destruir un resto del pasado considerado indigno, injusto y hasta odioso. A veces, la furia se abate sobre estatuas de figuras humanas. Otras veces, sino se ataja su din¨¢mica, tambi¨¦n afecta a conjuntos escult¨®ricos o arquitect¨®nicos. Sencillamente porque el iconoclasta vive como una insoportable afrenta existencial la presencia de esas figuras en cualquier formato p¨²blico (esto es: capaz de ser visto por otros). Las im¨¢genes son soportes de sentido y significado, de simbolismo, de valores y contravalores, todos elementos definitorios del mundo que habitan los seres humanos. Y cuando disgustan de manera extrema y escatol¨®gica, suele darse el paso a su destrucci¨®n violenta, como si fuera soluci¨®n mesi¨¢nica a los males de este mundo, pasados o presentes. Jean Delumeau defini¨® certeramente este car¨¢cter de los estallidos iconoclastas del siglo XVI: un ¡°rito colectivo de exorcismo¡± porque al maltratar estatuas o iglesias, ¡°la multitud se prueba a s¨ª misma su propio poder¡± y reduce su miedo a la par que libera su odio. Sobre todo porque esa multitud suele estar poblada por personas angustiadas por su situaci¨®n vital y temerosas de su porvenir, que encuentran en esos materiales inertes el ¡°chivo expiatorio¡± de sus frustraciones.
Por esa raz¨®n, la iconoclastia suele ser compa?era de la intolerancia fan¨¢tica, que no duda en la justicia de su causa (ni en la malignidad de su enemigo). Ejemplo cl¨¢sico de esta fusi¨®n fueron los reformadores religiosos de Tabor que a principios del siglo XV establecieron en Bohemia su ef¨ªmero reinado desangre y fuego bajo un art¨ªculo de fe: ¡°En este tiempo de venganza no se debe imitar a Cristo en su dulzura, mansedumbre y misericordia con los adversarios de la ley, sino en su celo, furia, crueldad y justa manera de retribuir¡±.
Una sociedad democr¨¢tica civilizada no puede dar cobijo a estallidos iconoclastas de este tenor sin entreabrir las puertas a infiernos conocidos. Primero, porque quienes hoy se toman la justicia por su mano revelan preocupantes dosis de ignorancia al desatender razones de contextualizaci¨®n hist¨®rica y evidenciar flagrante anacronismo presentista: ?qu¨¦ hombre o mujer de las sociedades occidentales anteriores al siglo XIX no era en alg¨²n grado xen¨®fobo o racista, t¨¢citamente machista, ignorante de las exigencias medioambientales o vulnerador de derechos hoy considerados imprescriptibles y casi nacidos con la hominizaci¨®n? Segundo, porque los procesos democr¨¢ticos permiten debatir la pertinencia de homenajes escult¨®ricos a figuras o ideas sin limitaci¨®n, siempre y cuando su posible eliminaci¨®n o resignificaci¨®n no suponga una vand¨¢lica destrucci¨®n del patrimonio hist¨®rico-cultural legado por el pasado y merecedor de mejor trato del que hemos visto en las pantallas recientemente: ?cabe entender un ataque a un busto de Cervantes que no destile un xen¨®fobo tufillo antihisp¨¢nico en ciertas geograf¨ªas?Y, tercero, porque los gustos en estos campos nunca son universalmente un¨¢nimes, con el resultado de que la pr¨¢ctica de la violencia para imponerlos abre la puerta leg¨ªtima a la respuesta de otros ultrajados arbitrariamente por esa acci¨®n: ?hay mayor absurdo que tildar sin m¨¢s de ¡°racista¡± a una figura como Churchill, que fue el gran art¨ªfice de la victoria sobre el mayor y m¨¢s genocida de los reg¨ªmenes racistas de toda la historia humana?
Por el bien de todos, hay que poner coto a estas actuaciones y, desde luego, debe desmentirse su car¨¢cter de acciones legitimadas por la Historia o lo que pasa por ella en algunas mentes maniqueas y simplistas.
Enrique Moradiello es historiador.
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