El racismo
Los prejuicios surgen de individuos que se odian a s¨ª mismos y se creen conectados con la mente de Dios
Cuando sabemos, desde Freud, que el odio al otro es simplemente la expulsi¨®n f¨ªsica y simb¨®lica del odio que sentimos hacia nosotros mismos, estamos obligados a pensar que los m¨¢s racistas son los que m¨¢s se odian a s¨ª mismos. ?Es una paradoja? No. Con toda evidencia, el odio a s¨ª mismo es de naturaleza suicida, y antes de quitarme la vida a m¨ª mismo se la quito al otro. Le transfiero mi muerte: se la vomito. El odio a s¨ª mismo estar¨ªa estrechamente vinculado a la pulsi¨®n de muerte, y podr¨ªa formularse as¨ª: odio la conciencia que tengo de mi propio ser, odio avanzar hacia el sepulcro, para eso ser¨ªa mejor no haber nacido, no haber salido de la soberana inconsciencia de la materia: siento nostalgia de cuando no era, siento nostalgia de la oscuridad, quiero volver a aquel reino primordial, quiero regresar a la nada.
Obviamente, nos hallamos ante una pulsi¨®n muy peligrosa y muy dif¨ªcil de gestionar, y son muchos los poetas que, desde el Romanticismo, inclinan la balanza hacia la nostalgia del fango en sus obras m¨¢s logradas. Lo que quiero decir lo expres¨® de forma admirablemente bien Rub¨¦n Dar¨ªo: ¡°Dichoso el ¨¢rbol que es apenas sensitivo, / y m¨¢s la piedra dura, porque ¨¦sa ya no siente, / pues no hay dolor m¨¢s grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente¡±. Me pregunto si alguna vez se ha descrito la pulsi¨®n de muerte de forma tan precisa y clarividente. En estos cuatro versos Rub¨¦n Dar¨ªo no se deja nada en el tintero. Un fil¨®sofo hubiese tenido m¨¢s problemas para expresarlo con esa belleza y esa profundidad que te dejan sin aliento. Dec¨ªa Eliot que todo buen poema ha de ser un epitafio. Este lo es: un epitafio a la vida consciente, que acarrea el dolor m¨¢s grande e insistente. Solo la muerte lo puede remediar, pues se trata del dolor de estar vivo, como declara el poeta.
Los individuos y las colectividades rara vez saben controlar esa pulsi¨®n permanente. Gravitamos en un mundo emocional donde el odio dual hacia uno mismo y hacia el otro (que forma una unidad dial¨¦ctica) convive con el temor a que el otro ocupe tu territorio, como el enemigo interior ocupa a veces todo tu cuerpo y toda tu mente. La pasi¨®n territorial y el miedo a que los dem¨¢s te roben lo que no tienes es una perversi¨®n vinculada a la imaginaci¨®n m¨¢s que a los hechos. ¡°?Los b¨¢rbaros van a tener m¨¢s ventajas que yo? ?Hasta aqu¨ª pod¨ªamos llegar!¡±. No son reales las ventajas, ni es real la barbarie que le atribuyes al otro, pero imaginas con precisi¨®n morbosa c¨®mo te quita el trabajo y c¨®mo abusa de tu hermana. Vino a decir Lacan que el racismo est¨¢ vinculado al placer que suponemos que el otro est¨¢ usurp¨¢ndonos. Una fantas¨ªa de la que emergen los prejuicios, o juicios que formulas mucho antes de que haya alguna raz¨®n para hacerlo. Eres la mirada de Dios, que puede adelantarse al tiempo. Los prejuicios surgen de individuos que adem¨¢s de odiarse a s¨ª mismos se creen conectados con la mente de Dios, y Dios no se equivoca, pues su miraba abarca toda la eternidad. Normalmente, siempre que nos colocamos a la altura de Dios nos convertimos en aniquiladores, porque empezamos a verlo todo desde las alturas. Y cuando te elevas mucho, los otros parecen hormigas, como le ocurre a aquel personaje de El tercer hombre, que observa a los transe¨²ntes desde lo alto de la noria del Prater. En los racistas, la alquimia de transmutar el odio a uno mismo en odio al otro conlleva otro fen¨®meno psicol¨®gico que consiste en agrandar el propio ser y reducir al otro a niveles por debajo de la humanidad. Se crea en la mente una mitolog¨ªa piramidal de tres elementos: Dios, los hombres y las bestias. No todos los que parecen hombres lo son, cree el racista, muchos son meras bestias. El racista tiene claro que hay colectividades aparentemente humanas que no est¨¢n conformadas por personas. A esos los expulsa de la humanidad porque se le antojan una estafa. As¨ª vieron el mundo gentes de la ¨¦poca de nuestros abuelos, pero ahora ese discurso se ha metamorfoseado, y los racistas se limitan a hablar de diferencias, que son siempre diferencias de grado vinculadas al mito de la superioridad.
Todo esto ocurre en un lugar de la mente cuyo sistema parece gobernado por el pensamiento m¨¢gico, a miles de a?os luz de cualquier forma de racionalidad. Si pensamos un poco en ello, forzoso va a ser reconocer la ambivalencia de las mitolog¨ªas, ya que muchas de ellas est¨¢n proyect¨¢ndose en el asesinato y la negaci¨®n del otro. Cuando no soporto el odio a m¨ª mismo, lo derivo en asco al otro (Freud), y cuando las sociedades se llenan de odios entre unos y otros, y todo es desuni¨®n, proyecto todo ese odio interior de mi tribu hacia otra tribu, y la declaro responsable de todas mis desgracias (Girard).
En ning¨²n momento salimos del pensamiento m¨¢gico. La raz¨®n es suplantada por un juego malabar bastante tosco. Cuando eso ocurre, toda una sociedad se puede dejar gobernar por una narraci¨®n delirante. Ha ocurrido muchas veces. Y cuanto m¨¢s delirante es la narraci¨®n, m¨¢s fervor irracional provoca. El pensamiento m¨¢gico sirvi¨® a nuestros antepasados para configurar el mundo, y a nosotros nos sirve para agredirnos y para ocultar, bajo capas de violencia imaginaria y real, el dolor de ser conscientes de nosotros mismos y de los dem¨¢s, sin hacer trampas simb¨®licas, desde la inseguridad fundamental que nos provocan tanto la gravedad de la existencia como su fragilidad.
Jes¨²s Ferrero es escritor.
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