La dividida herencia de la Transici¨®n
Que el tr¨¢nsito al sistema de libertades se hiciera bien no implica necesariamente que la pos-Transici¨®n, esto es, la normalidad democr¨¢tica que le sigui¨®, se gestionara en su totalidad de manera adecuada
Antes se entraba en pol¨ªtica para hacer algo, y ahora se entra para ser alguien¡±, afirmaba hace unas semanas Jordi Sevilla en unas declaraciones a La Vanguardia. Pod¨ªa haber a?adido ¡ªaunque en realidad no hac¨ªa falta porque se le entend¨ªa todo¡ª que aspiran a ser alguien por medio de la pol¨ªtica quienes no alcanzar¨ªan a serlo por ning¨²n otro medio. Si nos qued¨¢semos en esta constataci¨®n, alguien podr¨ªa pensar que nos encontramos ante la en¨¦sima evocaci¨®n de car¨¢cter nost¨¢lgico referida a unos presuntos buenos tiempos perdidos en los que las cosas eran muy diferentes ¡ªpara mejor, obviamente¡ª a como son en nuestros d¨ªas. Pero semejante evocaci¨®n, al igual que otras muchas que se podr¨ªan plantear, resulta inane si no va m¨¢s all¨¢ de la mera constataci¨®n, esto es, si no da otro paso y se plantea la ineludible cuesti¨®n de los motivos por los que esa supuesta (y al parecer nefasta) deriva se ha producido.
Porque este relato, tan autocomplaciente para con los de antes, omite una cuesti¨®n fundamental, b¨¢sica. Una cuesti¨®n que, por enunciarlo de una forma extremadamente simple ¡ªlindando con el simplismo¡ª, podr¨ªa formularse as¨ª: todo eso que se les recrimina a los de despu¨¦s, ?d¨®nde lo aprendieron? ?Cabe hablar de responsabilidad por parte de algunos ¡ªal margen de los propios protagonistas, claro est¨¢¡ª en el tipo de pol¨ªticos que, aceptando el dibujo que de ellos presentaba Jordi Sevilla, en gran medida hoy ha terminado por ocupar nuestras instituciones? O, planteando esto mismo desde otro ¨¢ngulo, ?se pusieron en su momento los medios para que no terminara ocurriendo lo que ahora algunos lamentan?
En el fondo, este tipo de planteamientos, que da por descontada, sin explicaciones convincentes, la superior calidad pol¨ªtica de la generaci¨®n anterior, es perfectamente sim¨¦trico del que, desde el otro lado, da por descontada la superioridad moral de las nuevas generaciones, dispuestas, por fin, a emprender la regeneraci¨®n que acabe con las conchabanzas y connivencias en las que tan confortablemente estaban instalados los de antes. De ambos planteamientos se sigue id¨¦ntica conclusi¨®n: con esos no hay nada que hacer, sea por incompetentes (y escaladores, en la peor hip¨®tesis), sea por acomodados (y corruptos, asimismo en la peor hip¨®tesis). Mal asunto cuando un modelo de planteamiento puede dejar del todo satisfechos tanto a unos como a otros con solo cambiar una pieza: se?al de que estamos ante un esquema que persigue m¨¢s cargar de raz¨®n al que lo plantea que dar raz¨®n de la cosa misma planteada.
Tal vez la clave del malentendido radique en un presupuesto compartido por ambas posiciones sobre el que conviene no pasar de largo, no solo por su importancia sino tambi¨¦n por su radical falsedad. El presupuesto, que parece complacer a los dos grupos generacionales, es que uno y otro apenas coinciden en nada, constituyendo precisamente esta exterioridad rec¨ªproca su principal m¨¦rito a ojos de las respectivas parroquias. Pero los aspectos por completo reprobables en el funcionamiento de los nuevos partidos (y de algunos antiguos, presuntamente renovados), como, por ejemplo, su deriva cesarista, su proclividad hacia los superliderazgos o los dudosos criterios con los que seleccionan a sus equipos, no pueden ser despachados con afirmaciones como la de que ya no abundan pol¨ªticos de vocaci¨®n, sino tan solo profesionales de la pol¨ªtica. En realidad, tales aspectos forman parte de la herencia que unos han recibido de otros.
El problema de fondo es si los de despu¨¦s han aceptado como herencia lo mejor o lo peor de sus predecesores. Probablemente los predecesores de algunos de estos nuevos les legaron un cat¨¢logo de rencores y sentimientos de agravio comparativo por el escaso saldo que obtuvieron de la Transici¨®n. Y tambi¨¦n es probable que, por el otro lado, muchos de aquellos de los de antes que tan orgullosos est¨¢n de la tarea realizada entonces, y a los que tan bien les fue despu¨¦s en t¨¦rminos de poder, hayan olvidado los conocidos versos de Jos¨¦ ?ngel Valente que mejor sintetizan una determinada deriva: ¡°Lo peor es creer / que se tiene raz¨®n por haberla tenido¡±.
Alguna vez he referido la an¨¦cdota de que, durante mi etapa como diputado, en muchas ocasiones aquello que llamaba m¨¢s mi atenci¨®n de lo que se dec¨ªa en el Congreso no era tanto su radical novedad como su radical antig¨¹edad. En efecto, las palabras que escuchaba desde mi esca?o eran palabras dichas y repetidas mil veces. Algunas eran las mismas, exactamente iguales ¡ªsin la menor diferencia, lo puedo asegurar¡ª a las que muchos estudiantes de izquierdas pronunciaban en las aulas de mi universidad a finales de los a?os sesenta y principios de los setenta. Por supuesto que no habr¨ªa nada que objetar a las palabras antiguas si no fuera porque la realidad que describ¨ªan hace medio siglo no creo que se pueda decir que sea la misma que la de hoy. Tal vez, llegados a este punto, convendr¨ªa completar lo planteado con un matiz, antes apenas apuntado. Las referidas palabras dichas y repetidas son algo m¨¢s ¡ªmucho m¨¢s, en realidad¡ª que palabras transmitidas: son palabras ense?adas. No creo que se trate de un matiz irrelevante o banal, en la medida en que nos obliga a ampliar la n¨®mina de protagonistas de estos episodios, incluyendo en ella a quienes llevaron a cabo dicha ense?anza.
En efecto, no cabe obviar el papel que jugaron los que transmit¨ªan determinadas ideas, los que no supieron incorporar a sus ense?anzas el obligado complemento de la cr¨ªtica, quienes presentaban sus propuestas como verdades incontestables, fuera por su presunto car¨¢cter cient¨ªfico o por su insuperable calidad moral (?hay causa que pueda superar en virtud a la de ponerse del lado de los que sufren?). Y quede claro que no se trata de eximir a nadie de su responsabilidad, sino de distribuir ¨¦sta adecuadamente. Nada m¨¢s f¨¢cil, en efecto, que endosar en exclusiva a los reci¨¦n llegados la totalidad de sus defectos y errores, como si los hubieran tenido desde siempre o los hubieran cometido de manera espont¨¢nea, sin la menor influencia de nada ni de nadie. Pero poca cosa conseguiremos hacer con afirmaciones tan sumamente gen¨¦ricas que permitan inculpaciones o exculpaciones rotundas, categ¨®ricas, inequ¨ªvocas.
Atribuir responsabilidad no es repartir culpas sino instar a que los protagonistas se hagan cargo de las consecuencias de sus actos, tengan estos el signo que tengan, positivo o negativo. Lo que significa, aplicado a lo que venimos comentando, que de la misma forma que solemos afirmar que una persona, un grupo o una generaci¨®n por entero deben buena parte de sus m¨¦ritos a la influencia y el trabajo previos realizados por una persona, un grupo o una generaci¨®n que les precedi¨®, as¨ª tambi¨¦n se debe asumir exactamente ese mismo planteamiento cuando sea de dem¨¦ritos de lo que se hable. Que la Transici¨®n se hiciera bien no implica necesariamente que la pos-Transici¨®n, esto es, la normalidad democr¨¢tica que le sigui¨®, se gestionara en su totalidad de manera adecuada. Tal vez algunos de los que durante un rato se tuvieron por rigurosamente nuevos se empe?aron en denostar lo que no merec¨ªa ser denostado y en cambio asumieron ¡ªno ya sin cr¨ªtica sino incluso con entusiasmo¡ª buena parte de lo que reclamaba una profunda revisi¨®n. Probablemente por eso estamos como estamos.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE. Acaba de publicar Transe¨²nte de la pol¨ªtica (Taurus).
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