Democracia, instituciones, equilibrio de poderes
Cuando el Gobierno o los tribunales faltan al principio de no interferir en la esfera del otro, o lo hacen los partidos bloqueando los mecanismos en aras de su estrategia, parecen no entender el Estado de derecho
Vivimos bajo el signo de la advertencia de Brecht: estos son tiempos dif¨ªciles, en los que hay que luchar por verdades de Perogrullo como si fueran revelaciones in¨¦ditas y desafiantes. Comencemos por esta: la pol¨ªtica no se reduce a la gesti¨®n del Estado, ni a su primac¨ªa, porque es sobre todo el arte de construir la mejor res publica. Por tanto, la ¡°raz¨®n pol¨ªtica¡± no debe confundirse con la raz¨®n de Estado. Sumemos esta otra: la pol¨ªtica no se reduce a la dominaci¨®n, al modo de conquistar el pode...
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Vivimos bajo el signo de la advertencia de Brecht: estos son tiempos dif¨ªciles, en los que hay que luchar por verdades de Perogrullo como si fueran revelaciones in¨¦ditas y desafiantes. Comencemos por esta: la pol¨ªtica no se reduce a la gesti¨®n del Estado, ni a su primac¨ªa, porque es sobre todo el arte de construir la mejor res publica. Por tanto, la ¡°raz¨®n pol¨ªtica¡± no debe confundirse con la raz¨®n de Estado. Sumemos esta otra: la pol¨ªtica no se reduce a la dominaci¨®n, al modo de conquistar el poder y mantenerse en ¨¦l, por mucho que ese objetivo, el poder, sea condici¨®n sine qua non para conformar la cosa p¨²blica. Y a?adamos una tercera: en la medida en que la actividad pol¨ªtica se encamina a asegurar el ¨®ptimo posible de la res publica ¡ªo reducir al m¨ªnimo el da?o¡ª, que es lo que los cl¨¢sicos teorizaron como bien com¨²n, el objetivo de la pol¨ªtica, como ha insistido Ranci¨¨re, no puede ser otro que el de democratizar la cosa p¨²blica, hacer que sea decisi¨®n com¨²n lo que ata?e a todos: la democracia consiste en el quehacer continuo del pueblo para constituirse como poder, en vencer el miedo al pueblo como soberano. Todo ello explica que un cometido b¨¢sico de lo que entendemos por pol¨ªtica consista en el esfuerzo por realizar el programa de democratizar la pol¨ªtica y, a fortiori, democratizar el Estado. Como quer¨ªan los revolucionarios norteamericanos, ninguna estructura estatal es soberana; solo lo es el pueblo.
La democratizaci¨®n recorre la v¨ªa de la divisi¨®n y control de ese poder, a fin de someterlo a l¨ªmites, tal y como supieron ver Montesquieu y una parte de los revolucionarios norteamericanos que construyen el sistema de checks and balances, una rep¨²blica en la que, conforme a las propuestas de Hamilton en The Federalist, y desde la Constituci¨®n federal de 1787, la soberan¨ªa es dividida, limitada, compartida. El Estado de derecho es un paso clave en ese sentido, porque su leitmotiv es la divisi¨®n de poderes y el control del poder, sobre todo el del Leviat¨¢n que encarna el gobierno. El problema, como sabemos, es que la l¨®gica del poder viene definida por un rasgo: es insaciable, tal y como explicara lord Acton en su conocido aserto.
El poder quiere m¨¢s poder, quiere dominaci¨®n absoluta: tiende a concebir al otro en t¨¦rminos de sumiso lacayo/esclavo, o enemigo a reducir y le repugnan la resistencia, la disidencia e incluso la cr¨ªtica. El poder exige obediencia absoluta incluso cuando, como admite Federico II, promueva la discusi¨®n intelectual, las luces. Solo el Estado de derecho puede disciplinar ese ansia del poder.
Puede decirse que esa tarea de democratizaci¨®n recorre otras dos v¨ªas. La primera fue avizorada ya por Plat¨®n: el mejor l¨ªmite del poder es el gobierno de leyes, contra el que se rebela, claro, el soberano que se quiere absoluto, lo que quiere decir, precisamente y sobre todo, solutus a(b) legibus. Por eso, es necesario que la voluntad del que gobierna no sea omn¨ªmoda, que tenga por fundamento y l¨ªmite la ley. De ah¨ª el car¨¢cter central del imperio de la ley como n¨²cleo del Estado de derecho, algo que hoy reformulamos como imperio de la Constituci¨®n (y de las normas supranacionales, como las del Derecho internacional de los derechos humanos). Leyes, Constituci¨®n, normas de derecho supraestatal, limitan el exceso al que tiende de suyo la soberan¨ªa tout court: es lo que algunos reformulan como Estado constitucional.
La otra v¨ªa es la que asegura que el com¨²n, los ciudadanos, el pueblo, pueda asumir su protagonismo en la actividad pol¨ªtica. Ello requiere informaci¨®n y educaci¨®n. La educaci¨®n es la v¨ªa para estar informados, para formarse en la capacidad de decidir por s¨ª mismos, de autodeterminarse, sin perjudicar a lo que es com¨²n. Y se completa con la instituci¨®n que asegura esa informaci¨®n: la prensa, elemento capital del proceso de democratizaci¨®n.
Pero el poder ¡ªno me refiero solo al Ejecutivo como arquetipo del poder pol¨ªtico, sino tambi¨¦n a otras diferentes formas del poder, como los agentes del mercado, o las iglesias¡ª sabe de la importancia de esos dos instrumentos, educaci¨®n y prensa, y por eso su esfuerzo por colonizarlos, por ponerlos a su servicio. De ah¨ª la importancia del pluralismo y ¡ªsobre todo en el ¨¢mbito de la educaci¨®n¡ª de la fortaleza de la presencia p¨²blica, para asegurar que esos dos bienes, informaci¨®n, educaci¨®n, est¨¦n al alcance de todos y no sean un coto de los privilegiados.
Es cierto que, sin el derecho universal al voto, primera herramienta de su acceso al poder de decisi¨®n ¡ªde autodeterminaci¨®n¡ª, esto es, sin urnas, no hay democracia. Pero no basta con ello: no tiene sentido contraponer las urnas con la separaci¨®n de poderes y el imperio de la ley. Estas dos condiciones, junto a la libertad de prensa y el acceso de todos a la educaci¨®n, son imprescindibles para que el pueblo pueda ser el soberano.
Claro que hay otro corolario a recordar: el equilibrio de las instituciones que encarnan la divisi¨®n de poderes, su prestigio y autoridad en el sentido de auctoritas, es indispensable para asegurar el esfuerzo de democratizaci¨®n. Por eso me parece tan grave la situaci¨®n que vivimos en este momento en nuestro pa¨ªs: parece en quiebra el respeto institucional que obliga a las instituciones que encarnan la separaci¨®n de poderes: respeto para consigo mismas y respeto mutuo, en aras del bien superior, la res publica.
Conforme a la Constituci¨®n, la soberan¨ªa popular encarna en las Cortes Generales. El Ejecutivo es el responsable de la acci¨®n de gobierno, desde la legitimidad que le otorga el Parlamento salido de las urnas. Los jueces no son en puridad un poder, sino el instrumento a trav¨¦s del cual se acerca el Derecho a los justiciables (los ciudadanos) y se controla que el Ejecutivo se atenga a la primac¨ªa de la ley. El (pen)¨²ltimo control ¡ªnegativo¡ª, no el de legalidad, sino el de constitucionalidad, corresponde al Tribunal Constitucional.
Pero ni los jueces ni el Tribunal Constitucional est¨¢n legitimados para ejercer las funciones que corresponde ejercer al Legislativo, ni las del Gobierno y para las que uno y otro cuentan con toda la legitimidad constitucional. Del mismo modo que el Gobierno debe respetar escrupulosamente la independencia de los tribunales, le gusten o no sus decisiones, aunque tiene a su alcance criticarlas y aun recurrirlas conforme a los procedimientos establecidos. Cuando el Gobierno o los tribunales faltan a ese respeto institucional, o cuando faltan a ese respeto los partidos pol¨ªticos en aras de su propia estrategia por alcanzar el poder ¡ªo por mantenerse en ¨¦l¡ª, por ejemplo, no poniendo en pr¨¢ctica la renovaci¨®n de los ¨®rganos constitucionales, no es que carezcan de sentido de Estado, es que no parecen entender ni el Estado de derecho ni la democracia.
Javier de Lucas es senador por el Partido Socialista Obrero Espa?ol y catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho y Filosof¨ªa Pol¨ªtica en la Universidad de Valencia.