Pero ?hubo una cultura de la Transici¨®n?
La reducci¨®n de las obras literarias a una dimensi¨®n ideol¨®gica prescindiendo de su elemento trascendente conlleva en ¨²ltimo t¨¦rmino encerrarlas en una atm¨®sfera ¡®guerracivilista¡¯
La cr¨ªtica de la cultura de la Transici¨®n ha sido uno de los temas estrella tanto en el ¨¢mbito period¨ªstico como en el acad¨¦mico durante la d¨¦cada pasada. El 15-M impuls¨® una nueva oleada de cr¨ªticas que crecieron en la frontera entre el periodismo y la academia. Era la reproducci¨®n del debate pol¨ªtico entre partidarios de la Transici¨®n y sus detractores. Y, visto de lejos, los argumentos de fondo eran los mismos, solo que en la esfera cultural iban acompa?ados de otros espec¨ªficos del medio. Como suele suceder con los debates en torno a acontecimientos pol¨ªticos, ambos debates, el estrictamente pol¨ªtico y el cultural, pero m¨¢s este segundo, tienen su fundamento y, sobre todo, sus trampas. Y de esas trampas me propongo tratar.
La primera tiene que ver con el concepto de cultura. Es este un t¨¦rmino especialmente ambiguo. En el lenguaje period¨ªstico expresa una secci¨®n que no para de crecer y que puede contener desde cr¨®nicas taurinas a desfiles de moda, pasando por las artes y las ciencias. En ciertos dominios acad¨¦micos tiene un sentido mucho m¨¢s amplio que, a veces, se confunde con ideolog¨ªa. Para los cr¨ªticos de la cultura de la Transici¨®n suele tener un sentido muy pr¨®ximo al concepto m¨¢s claro y estable de corte. Se trata de las afinidades de individuos creadores con los centros de poder (partidos y grupos medi¨¢ticos) que conforman grupos de presi¨®n. Como ocurre con las sociedades cortesanas amplios sectores quedan extramuros, los sectores populares. Y la consecuencia de esta concepci¨®n cortesana lleva a dibujar l¨ªneas rojas entre los que se cobijan intramuros y los que son expulsados o se exilian, que ser¨ªan los buenos. Es un criterio f¨¢cil. El alineamiento se convierte en regla de valoraci¨®n. Esa es la primera trampa.
La segunda tiene que ver con el concepto de Transici¨®n. Si el primer concepto es espacial el segundo es temporal. Una de las primeras tareas de los cr¨ªticos consiste en poner l¨ªmites temporales al proceso hist¨®rico. Y, por desgracia, no suelen resultar muy convincentes esos l¨ªmites ni por su principio ni por su final. Es lo que Jos¨¦-Carlos Mainer ha llamado ¡°superstici¨®n cronol¨®gica de los divulgadores y de los periodistas¡±, que no es otra cosa que un recurso del cr¨ªtico para imponer sus criterios acerca del contenido y de los personajes de una f¨¢bula con pretensiones. Existe, en cambio, cierto consenso en que la apertura pol¨ªtica que propici¨® la transici¨®n institucional hacia 1977 estuvo precedida desde bastante antes por una apertura art¨ªstica y cultural. Algo l¨®gico si tenemos en cuenta que la senilidad del r¨¦gimen franquista no le permit¨ªa ejercer el control social que tuvo en la posguerra. Pero es que estos acontecimientos pol¨ªticos, por trascendentes que sean para la vida nacional, no marcan los procesos est¨¦ticos ¡ªlos que rigen la literatura o el arte¡ª, aunque s¨ª otros procesos culturales, los paraest¨¦ticos, lo que en el lenguaje corriente llamamos ¡°modas¡±: el mercado editorial, musical o art¨ªstico y, en parte, las costumbres. Y no es que los procesos est¨¦ticos sean aut¨®nomos de la vida social. Es que forman parte de un proceso de car¨¢cter internacional y de alcance temporal mucho m¨¢s amplio (la era moderna, con su doble tendencia a la igualdad y a la libertad). Incluso en reg¨ªmenes tan sanguinarios como el estalinista florecieron obras muy libres, como las de Bulg¨¢kov y Pasternak. La reducci¨®n de esos procesos complejos a marcos coyunturales nacionales expresa la resistencia a la complejidad que todav¨ªa domina en nuestro tiempo las humanidades.
Pero poner fronteras ¡ªidiom¨¢ticas, generacionales, ideol¨®gicas, nacionales¡ª suele parecer un ejercicio rentable, adem¨¢s de natural por lo habitual, y a ello se entregan periodistas y acad¨¦micos, deseosos de alcanzar posiciones m¨¢s s¨®lidas en la profesi¨®n. Acotar el territorio temporal, espacial y en sus personajes permite apropiarse de la escena que queda al servicio de los intereses del autor, a sus reivindicaciones y reclamos. El paso siguiente consiste en adornar el artefacto. La tarea del ornato, a base de met¨¢foras y otros recursos ret¨®ricos, permite el lucimiento del autor. Buena parte de los relatos cr¨ªticos de la cultura de la Transici¨®n se sustenta precisamente en ese ornato, proponiendo figuras como el trauma, el monstruo, la melancol¨ªa¡ que se elevan a la categor¨ªa de dogma mediante esa ley ret¨®rica que consiste en presentar el punto m¨¢s d¨¦bil de una argumentaci¨®n como su n¨²cleo duro. Esta es la tercera trampa de la micropol¨ªtica cultural.
Estos h¨¢bitos tienen sus consecuencias. Y tampoco esas consecuencias son privativas de la cultura de la Transici¨®n. Se trata, m¨¢s bien, de limitaciones que son moneda de uso com¨²n en los estudios literarios y culturales. La primera de esas limitaciones es la subordinaci¨®n al Zeitgeist o esp¨ªritu del tiempo. Todo tiene que adquirir sentido en el marco de su actualidad. Y, todav¨ªa m¨¢s, los actos culturales ¡ªy est¨¦ticos¡ª han de responder al dictado de la vida pol¨ªtica. Este principio es indiscutible en el marco de los actuales estudios culturales (a veces llamados ¡°nueva historia literaria¡±). Sin embargo, es un criterio viejo. Para el m¨¦todo hist¨®rico que cre¨® el siglo XIX (el m¨¦todo hist¨®rico-cr¨ªtico) la historia de la literatura y la historia del arte deb¨ªan ser meros ap¨¦ndices de la historia pol¨ªtica, y no pod¨ªan contradecir su dictado. Sin embargo, los fen¨®menos est¨¦ticos tienen su vida propia. Si fueran el mero resultado de un momento hist¨®rico dif¨ªcilmente mantendr¨ªan su inter¨¦s en ¨¦pocas alejadas de ese momento. Y eso sucede con las grandes obras literarias y art¨ªsticas, que acrecientan su significaci¨®n con los siglos. Las obras de Dante, Cervantes, Shakespeare o Goethe contienen ahora una dimensi¨®n superior a las que tuvieron en su momento, que apenas trascendi¨® el entretenimiento.
Por el contrario, si se prescinde de la dimensi¨®n trascendente de las artes reduciremos su sentido a la ideolog¨ªa, un concepto creado por la Modernidad y para la sociedad de los individuos. La ideolog¨ªa tiene sentido en el mundo de los vivos. En su versi¨®n m¨¢s exaltada permite dibujar l¨ªneas rojas. La dimensi¨®n est¨¦tica, por el contrario, adquiere sentido al hacer posible un di¨¢logo entre generaciones alejadas en el tiempo. Consiste en un di¨¢logo con los muertos. Claro que puede tener su dimensi¨®n ideol¨®gica, siempre que no la reduzcamos al habitual binomio conservador-progresista, derecha-izquierda, poderosos-oprimidos. Juzgados a ese nivel ideol¨®gico primario genios como Cervantes, Dostoievski o Unamuno resultan desesperantemente contradictorios. No es problema suyo sino de una interpretaci¨®n reductora, muy limitada en sus recursos. En realidad, reducir las obras literarias a esa dimensi¨®n ideol¨®gica conlleva en ¨²ltimo t¨¦rmino encerrarlas en una atm¨®sfera guerracivilista. Es, precisamente, en las guerras civiles donde solo caben dos polos, dos bandos, las l¨ªneas rojas, como puede apreciarse en nuestra historia no tan lejana, con las consecuencias empobrecedoras de todos conocidas.
Reducir la literatura, las artes, la cultura a ideolog¨ªa es muy mal negocio precisamente para la literatura, las artes y la cultura. Tampoco es buen negocio para la sociedad. Interpretar la vida social en clave de pugna ideol¨®gica exclusivamente no permite contemplar la evoluci¨®n. Y tampoco permite comprender que los fen¨®menos sociales son siempre complejos y, no pocas veces, contradictorios. Esa visi¨®n se estanca en lo actual. No permite comprender ni el pasado ni observar los retos del futuro.
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