Los mapas ya no son firmes
Con el cambio clim¨¢tico se erosionan las costas, se reducen las masas verdes, se van agostando los r¨ªos. Result¨® que al tiempo que mejor¨¢bamos el estudio cient¨ªfico de lo que nos rodeaba, lo ¨ªbamos destruyendo

Entre las explicaciones biologicistas que se han dado al comportamiento humano est¨¢ la extraviada idea de que el clima modifica la lengua y es responsable de cambios ling¨¹¨ªsticos. Una no sabe si sonrojarse o arrojar airadamente los papeles por el aire cuando lee o escucha en circuitos de pseudociencia ideas como que el calor en las casas y la (?consecuente?) convivencia callejera hace que los andaluces hablemos mucho y que por eso gastamos los sonidos (como si abanicarse fuera erosionando las eses finales) o que en los climas tropicales las lenguas son m¨¢s simples o que a m¨¢s fr¨ªo mayor complejidad gramatical. Folclore, supremacismo y una especie de creencia determinista en la interrelaci¨®n entre la posici¨®n de la Tierra y el comportamiento ling¨¹¨ªstico dieron lugar, sobre todo en el siglo XIX, todav¨ªa sin una Ling¨¹¨ªstica desarrollada como ciencia, a estas ideas peregrinas, que de vez en cuando alg¨²n iluminado por la bombilla de la ocurrencia defiende en alguna red social.
Y no, no es as¨ª, el calor y el fr¨ªo no determinan la arquitectura de nuestras lenguas ni nuestra pronunciaci¨®n. En Andaluc¨ªa perdemos las consonantes finales porque ese es un proceso secular de modificaci¨®n de la estructura de las s¨ªlabas del espa?ol, que afecta a muchos dialectos hisp¨¢nicos, no exclusivamente al andaluz; las lenguas que se hablan en zonas tropicales pueden tener estructuras de casos tan aparentemente complejas como las que se usan en algunos idiomas centroeuropeos y pasar fr¨ªo o calor no implica ninguna pronunciaci¨®n particular. El clima no cambia la lengua.
Pero, a su manera, en la lengua s¨ª rebotan los hechos meteorol¨®gicos que han preocupado a nuestros antepasados. Atenazados hoy por los incendios y por una inquietante subida de las temperaturas, se nos olvida que mirar al cielo y preguntarse por lo que ven¨ªa es un gesto humano secular, que la gente de campo (la mayor¨ªa de la poblaci¨®n, por cierto, hasta el siglo XX) cifraba en los vaivenes de lluvia y sol su cosecha, que era lo mismo que decir su futuro, su tierra firme, y que, sin el desarrollo cient¨ªfico de lo que hoy llamamos meteorolog¨ªa, se fue elaborando un conocimiento del entorno ambiental inmediato basado en la mera observaci¨®n emp¨ªrica; los ciclos de temperatura eran nombrados de forma impresionista, definidos con principios a modo de refranes, sin la precisi¨®n y el refrendo de la meteorolog¨ªa pero con notable pericia. La meteorolog¨ªa recibe su nombre del griego mete¨®ros (lo que est¨¢ en el aire), ayer y hoy miramos al cielo con la misma inquietud, pero cambian los instrumentos con que podemos describir los hechos.
La ciencia nos ha cambiado la forma de presentar el tiempo y de representarlo. El l¨¦xico meteorol¨®gico ha salido del di¨¢logo de los especialistas y, a veces con bastantes imprecisiones, se ha colado en nuestro vocabulario: desde los frentes fr¨ªos a las masas de aire, las precipitaciones o la presi¨®n atmosf¨¦rica. La iconograf¨ªa meteorol¨®gica tambi¨¦n ha cambiado nuestra forma de representar la realidad, y eso es a¨²n m¨¢s importante que el vocabulario. Esos pron¨®sticos que nuestros abuelos llamaban el parte del tiempo popularizaron en los medios (primero la prensa, luego la televisi¨®n) la presencia de mapas; la cartograf¨ªa, vetusta pr¨¢ctica de siglos, trascendi¨® los ¨¢mbitos aplicados en que viv¨ªa (la estrategia militar, la mariner¨ªa) y pas¨® de ser herramienta cosmogr¨¢fica a, tambi¨¦n, herramienta meteorol¨®gica.
Es un logro de la meteorolog¨ªa la transici¨®n entre esa especializaci¨®n de la cartograf¨ªa y su generalizaci¨®n actual. Hoy podemos ver nuestro pa¨ªs representado en bloque o en detalle, como poco, en media docena de mapas del tiempo dentro de un solo telediario y se ha expandido el uso de mapas a disciplinas que no usaban en principio de esas representaciones geogr¨¢ficas. Eso es un enorme cambio comunicativo, aunque no estrictamente ling¨¹¨ªstico. Desde el siglo XX ha ido creciendo el uso de mapas (la dialectolog¨ªa hace mapas ling¨¹¨ªsticos, la econom¨ªa desarrolla mapas de ¨ªndices socioeducativos...); los aeroplanos empiezan a poder fotografiar superficies amplias y los mapas entran como objetos decorativos en las casas. Entendiendo que los mapas son gu¨ªas, actualmente hay incluso quien habla de mapas de comportamiento o de mapas de titulaciones universitarias, sin que haya siquiera una representaci¨®n cartogr¨¢fica subyacente.
Vivimos en un tiempo de mapas. Viejo patrimonio de los navegantes, los portulanos, libros que recopilaban los mapas de redes de puertos, son sustituidos por nuestros actuales navegadores por sat¨¦lite. Todos llevamos ya un portulano encima. Pero, a lo que parece, el cambio clim¨¢tico va a ir modificando esos portulanos: se erosionan las costas, se reducen las masas verdes, se van agostando los r¨ªos. Nos parec¨ªan inalterables las masas de tierra firme y agua de los planisferios. Y result¨® que al tiempo que mejor¨¢bamos el estudio cient¨ªfico de lo que nos rodeaba, lo ¨ªbamos destruyendo y ni la cartograf¨ªa tiene ya la tierra firme bajo sus pies. La tierra de los mapas est¨¢ tan en el aire como la rosa de los vientos.
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