M¨²sicos callejeros
Una orquesta de cuerda de cinco miembros en Madrid me recuerda a int¨¦rpretes de conservatorio arrastrados por la adversidad a las calles en Colombia o Venezuela, o a la orquesta Ram¨ªrez que lideraba mi abuelo
En la amplia acera frente a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez y cuando a los goyas que hay all¨ª, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desaf¨ªa con la mirada a quien la contempla, tan antigua y tan viva en la pared, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcal¨¢ y relampaguea en los cristales de los autos que vienen y van, est¨¢n en la acera opuesta de la calle unos m¨²sicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y aqu¨ª tengo conmigo ahora la foto que les tom¨¦, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton donde el oto?o empieza a te?ir el follaje de ocre y roja herrumbre y oro viejo.
Son cinco. Hacia la izquierda, bastante separado de los dem¨¢s, un violinista de chaqueta oscura, de mediana edad, a cuyos pies se halla el estuche del instrumento, que sirve para recoger el dinero que les van dejando. Enseguida, apoyado en la pared, de espaldas a una ventana de rejas, otro violinista, m¨¢s joven que el anterior, m¨¢s moreno y de barba oscura, de gastados zapatos deportivos, que bien podr¨ªa ser venezolano, o dominicano. Luego, sentado en un asiento port¨¢til est¨¢ el cellista, quiz¨¢s sesenta a?os, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distra¨ªdo. Sigue el otro cellista, gorro de monta?a, la barba blanca y el aire tambi¨¦n ausente, se dir¨ªa melanc¨®lico, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadura del m¨¢stil, y maneja el arco. Y por ¨²ltimo el contrabajista, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol, y esboza una media sonrisa.
Mi memoria pesca que lo que tocan es el Vals n? 2 de Shostak¨®vich, en Espa?a una canci¨®n de estudiantina que, seg¨²n se alega, fue compuesta m¨¢s bien por un m¨²sico gallego, y parte del repertorio de la cantante de variedades de los a?os treinta Paquita Robles, llamada La Pitusilla por su escasa estatura, hoy olvidada; pero la historia es a¨²n m¨¢s larga porque el o¨ªdo tambi¨¦n me recuerda que el vals est¨¢ en la banda sonora de Eyes Wide Shut de Stanley Kubrick, tal como As¨ª hablaba Zaratustra de Richard Strauss entr¨® en 2001: Odisea del Espacio.
Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que anoche he estado leyendo Lady Macbeth de Mtzensk, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostak¨®vich compuso una ¨®pera que no le gust¨® a Stalin. Sino que estos m¨²sicos de conservatorio han sido arrastrados hasta la calle por alguna suerte adversa, y c¨®mo habr¨¢ llegado hasta ellos el venezolano o dominicano, no lo s¨¦ porque no voy a interrumpir su concierto al aire libre para preguntarles y hacerles perder as¨ª los euros que van cayendo en el estuche.
Orquestas de c¨¢mara en media calle vi por primera vez a comienzos de los noventa en la Postdamerplatz de Berl¨ªn donde los nuevos edificios de la ¡°reconstrucci¨®n cr¨ªtica¡± empezaban a alzarse entre centenares de gr¨²as, y entonces la ciudad estaba llena de polacos que colmaban los supermercados para regresar a trav¨¦s de la frontera con sus compras, y de conjuntos de m¨²sicos emigrados que tocaban vestidos de frac los hombres y de trajes largos de noche las mujeres, aunque fuera a pleno d¨ªa.
O el muchacho de T¨¢chira, otro cellista, graduado de una academia en San Crist¨®bal, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la carrera S¨¦ptima en Bogot¨¢, y a ¨¦l s¨ª me acerqu¨¦ en uno de sus descansos y es que hab¨ªa salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aqu¨ª hace algo por mi vida la vida. Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ram¨ªrez, y a mis t¨ªos m¨²sicos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ram¨ªrez. De ellos tambi¨¦n tengo una foto de por all¨ª de 1953, tomada con una Kodak Brownie a mis 11 a?os.
Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi t¨ªo Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto a pesar de ser un alegre bohemio empedernido, sostiene con la otra mano el m¨¢stil del instrumento. Enseguida mi t¨ªo Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del viol¨ªn, el traje color crema, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 a?os. Mi abuelo est¨¢ al centro, tambi¨¦n de blanco, los faldones del saco de lino arrugado al aire, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi t¨ªo Alejandro, la flauta en los labios, lee la partichela que uno ni?o sostiene frente a ¨¦l; es el ¨²nico, los dem¨¢s usan su memoria. Luego mi t¨ªo Carlos Jos¨¦, el menor de todos, con el clarinete. El cuadro lo cierra un viejo cuyo nombre no recuerdo, pero su rostro s¨ª, que escucha con unci¨®n la m¨²sica, alg¨²n himno religioso debe ser, el sombrero bajo el brazo.
O La Granadera, el himno liberal de la anticlerical y ya disuelta rep¨²blica federal centroamericana, y que mi abuelo hac¨ªa pasar por m¨²sica sacra.
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