Perduraci¨®n de una f¨¢bula
Los villancicos tradicionales enunciaban verdades amargas, cantaban historias de intemperie y de desamparo con las que aprendimos las primeras nociones sobre la bondad y la justicia, sobre la frontera entre los protegidos y los expulsados, los ricos y los pobres
Hay una particular intensidad de s¨ªmbolos en estos d¨ªas cercanos al final del a?o; una gravitaci¨®n de leyendas antiguas sobre nuestra conciencia laica. Lo que no es m¨¢s que una divisi¨®n ilusoria de fechas en el calendario cobra una presencia inmediata de umbral y paso fronterizo. Por debajo de todo late la evidencia astron¨®mica del solsticio de invierno, la noche m¨¢s larga y m¨¢s oscura del a?o, que a partir de ahora ir¨¢ retrocediendo muy gradualmente seg¨²n avance la duraci¨®n solar de los d¨ªas. Las leyendas originarias tienen sobre nosotros un influjo tan poderoso, y tan inadvertido, como las leyes de la naturaleza, que por frivolidad o soberbia tecnol¨®gica no nos cuesta nada ignorar. Lo queramos o no, igual que no podemos ignorar la alternancia cotidiana entre el d¨ªa y la noche, que rigen nuestros ritmos vitales, tampoco podemos librarnos del influjo de las historias que vienen transmiti¨¦ndose desde hace milenios, y a las que respondemos de una manera tan instintiva como a la m¨²sica.
Los historiadores nos ense?an que en la Roma de los primeros tiempos del cristianismo se celebraba ya el Natalis Solis invicti, el nacimiento o el renacer del sol despu¨¦s del d¨ªa m¨¢s corto del a?o. Encima de ese sustrato se cuenta la historia equivalente del nacimiento de Cristo en una noche cerrada de invierno, del mismo modo en que sobre el mismo solar en el que hubo un templo pagano se erige una iglesia. Como ha explicado hace poco Juan Arias en estas mismas p¨¢ginas, con la sabidur¨ªa cordial que pone en todo lo que escribe, la mayor parte de los detalles familiares del relato navide?o son imaginarios, y ni siquiera est¨¢n fundamentados en la autoridad de los Evangelios. Pero son esos detalles circunstanciales los que alimentan la fuerza po¨¦tica y narrativa de una f¨¢bula que nos estremece m¨¢s a¨²n porque su antig¨¹edad hist¨®rica tiene su equivalencia con la lejan¨ªa de su arraigo en nuestra memoria personal: y no ya con la memoria consciente, tan limitada y tan infiel, sino con la otra m¨¢s profunda, la que responde a la m¨²sica y a los olores y sabores que el recuerdo voluntario no puede invocar.
A Cyril Connolly, tan ingl¨¦s en su desapego ir¨®nico, tan exigente en sus criterios de calidad literaria, lo estremec¨ªa la belleza simple del villancico castellano: ¡°La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va. / Y nosotros nos iremos / y no volveremos m¨¢s¡±. Cuando encontr¨¦ esos versos en la obra maestra casi secreta de Connolly, The Unquiet Grave, tuve la sensaci¨®n de reconocer una voz conocida y querida en un lugar extranjero. La congoja s¨²bita que expresan sobre el paso del tiempo contrasta con el j¨²bilo de la m¨²sica y del estribillo que los acompa?an. Al ni?o que le presta atenci¨®n por primera vez, ese villancico lo sobrecoge porque le confirma la revelaci¨®n dolorosa del hecho de la muerte, que suele llegarle con tan innecesaria precocidad hacia los cuatro o los cinco a?os. Las cosas no seguir¨¢n siendo siempre igual que son ahora, en la arcadia sin tiempo del presente infantil. Los padres se har¨¢n viejos y morir¨¢n, igual que morir¨¢n el perro o el gato de la familia, y aunque parezca incre¨ªble tambi¨¦n se morir¨¢ uno mismo, y no volveremos m¨¢s.
B¨¦la Bart¨®k resume en tres los rasgos decisivos de la m¨²sica popular: desnudez formal, intensidad expresiva, ausencia de sentimentalismo. Ahora los villancicos suelen ser una cantinela de voces azucaradas y agudas que suena de fondo en un centro comercial, pero los que se cantaban todav¨ªa cuando yo era ni?o pod¨ªan enunciar verdades tan amargas como la de esa estrofa que entusiasm¨® a Cyril Connolly, y se correspond¨ªan exactamente con los rasgos que defini¨® B¨¦la Bart¨®k, que son m¨¢s o menos los mismos que atra¨ªan a los dos grandes indagadores espa?oles de la m¨²sica popular, Manuel de Falla y Federico Garc¨ªa Lorca. Yo despertaba una ma?ana de diciembre y sab¨ªa que estaban empezando las Pascuas, como se dec¨ªa entonces, porque ol¨ªa a ciertos dulces caseros que solo se hac¨ªan en esas fechas y porque las voces de las mujeres de mi casa iban cantando villancicos por las habitaciones seg¨²n hac¨ªan las tareas diarias.
En ellos, el contenido devocional era casi inexistente, m¨¢s all¨¢ de la proclamaci¨®n de la alegr¨ªa por el reci¨¦n nacido, en la que estaba cifrado todo el j¨²bilo y el asombro terrenal por ese hecho inusitado que es el nacimiento de una criatura. Lo que seduc¨ªa de aquellos villancicos eran sus historias de intemperie y de desamparo, y una riqueza de pormenores sobre la vida popular muy parecida a la que est¨¢ en los belenes napolitanos, en la pintura tardomedieval y del Renacimiento, y en esos pres¨¦pios o pesebres portugueses del siglo XVIII que son como enciclopedias visuales y documentos precisos sobre los oficios, las devociones y las fiestas de la gente trabajadora, los campesinos y los pastores que son los primeros en recibir la buena nueva del nacimiento de Cristo. Hab¨ªa un villancico de la Huida a Egipto en el que el ni?o lloraba de sed: ¡°No pidas agua mi ni?o / no pidas agua, mi bien / que los r¨ªos bajan turbios / y no se puede beber¡±. Hab¨ªa otro en el que el ni?o Jes¨²s aparec¨ªa aterido y desnudo a la puerta de una casa, y una mujer caritativa decid¨ªa acogerlo: ¡°Pues dile que entre / y se calentar¨¢ / porque en esta tierra / ya no hay caridad¡±.
De nuevo son palabras tremendas, que contrastan con la dulzura de la entonaci¨®n y de la melod¨ªa, y por eso se escuchan al final de la m¨¢s amarga f¨¢bula navide?a del cine, el Pl¨¢cido de Luis G. Berlanga, donde se les a?ade una apostilla sobre la caridad que tambi¨¦n cantaban a veces las mujeres en mi casa: ¡°Y nunca la ha habido/ y nunca la habr¨¢¡±. En Pl¨¢cido, mientras la gente de orden se pavonea exhibiendo la santurroner¨ªa de sus caridades mezquinas, una familia desvalida va de un lado a otro pidiendo una ayuda que nadie le concede, tan vagabunda en su pobre motocarro como Jos¨¦ y Mar¨ªa en el cuento evang¨¦lico, el carpintero sin trabajo y la embarazada muy joven a punto de parir que no encuentran un refugio donde pasar la noche y donde tal vez ella tenga que dar a luz. Escuchando los villancicos en el calor y la seguridad de su casa, en el abrigo de su familia, el ni?o intu¨ªa el espanto del desarraigo, la crueldad sin explicaci¨®n de un mundo en el que hab¨ªa personas sin un techo que las protegiera en las noches heladas de aquellos diciembres.
Al cabo de muchos a?os y mucho descreimiento me doy cuenta de que quiz¨¢s fue en los villancicos y en las artes populares de la Navidad donde a muchos de nosotros se nos transmitieron las primeras nociones sobre la bondad y la justicia, sobre la frontera radical entre los protegidos y los expulsados, entre los poderosos que cabalgan en comitivas cargadas de tesoros y los pobres que llevan al portal de Bel¨¦n la ofrenda tan valiosa de una cesta de huevos, o un queso, o una gallina. Al fondo de algunos cuadros de la Natividad, y de algunos pres¨¦pios portugueses, se ven escenas terribles de la Matanza de los Inocentes. La misma pareja errante que no encontr¨® albergue en Bel¨¦n tiene que salir huyendo a otro pa¨ªs con su hijo reci¨¦n nacido para escapar a la persecuci¨®n de un d¨¦spota homicida. Vlad¨ªmir Putin bombardeando escuelas y hospitales de maternidad es uno de los nombres variables de Herodes. Hay f¨¢bulas que duran siempre porque contienen una m¨¦dula contempor¨¢nea de verdad.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.