Refugio en los libros
Cuando me mud¨¦ a Barcelona, pasaba los d¨ªas en bares y parques, y sobre todo en las bibliotecas p¨²blicas, donde buscan un sitio los estudiantes, pero tambi¨¦n personas de la calle
Es lunes por la ma?ana y desde lejos veo que la Biblioteca Joan Mir¨® est¨¢ cerrada. La persiana cubre como un manto negro la entrada. En mi espalda pesa la mochila con la computadora y los libros. Me acerco todav¨ªa m¨¢s. Hay alguien en la puerta. Un hombre de pelo blanco y barba crecida. Lleva una bolsa en la mano. Lo conozco. Los dos miramos el cartel con los horarios. Qu¨¦ pena, ni?a, dice. Mejor me voy a casa. Y entonces se despide y se sienta en uno de los bancos del parque que rodea la biblioteca. Saca...
Es lunes por la ma?ana y desde lejos veo que la Biblioteca Joan Mir¨® est¨¢ cerrada. La persiana cubre como un manto negro la entrada. En mi espalda pesa la mochila con la computadora y los libros. Me acerco todav¨ªa m¨¢s. Hay alguien en la puerta. Un hombre de pelo blanco y barba crecida. Lleva una bolsa en la mano. Lo conozco. Los dos miramos el cartel con los horarios. Qu¨¦ pena, ni?a, dice. Mejor me voy a casa. Y entonces se despide y se sienta en uno de los bancos del parque que rodea la biblioteca. Saca algo de la bolsa y come. Cruzo al caf¨¦ de enfrente. Estoy un par de horas, pero no logro concentrarme. Pienso en ese hombre. Tengo que haberlo visto antes. Salgo a dar otra vuelta al parque y lo descubro ahora recostado debajo de uno de los techos del edificio, en una de las esquinas, ah¨ª donde monta su refugio junto a otras personas de la calle.
Hace algunos meses, en una entrevista a la escritora ecuatoriana Natalia Garc¨ªa Freire, hablamos de c¨®mo se gest¨® su primer libro Nuestra piel muerta. Mencion¨® el m¨¢ster al que asisti¨® en Madrid, ah¨ª donde vivi¨® dos a?os, pero principalmente destac¨® las bibliotecas p¨²blicas. Dijo que eran un tesoro que no hab¨ªa en su pa¨ªs. Esto de pedir un libro y que lo busquen y lo presten por un mes, dos meses, tres.
Migr¨¦ con pocos libros. Alrededor de veinte. Mucho menos de lo que hubiera deseado. Una vez en Barcelona, alquil¨¦ una habitaci¨®n que no ten¨ªa luz. Tampoco cama. Ni privacidad. Pasaba los d¨ªas en bares, parques, pero sobre todo en bibliotecas. Siguiendo el consejo de Garc¨ªa Freire, lo primero que hice fue buscar la biblioteca p¨²blica m¨¢s cercana y hacerme socia.
Cada ma?ana, esperaba en la puerta y ve¨ªa pasar a la bibliotecaria y luego entraba, primera, cuando todav¨ªa estaban encendiendo las luces. Sab¨ªa con precisi¨®n los horarios de rutina. Imaginaba que pod¨ªan contratarme para repetir el paso de baile. Por las ma?anas dictaban clases de catal¨¢n o de tecnolog¨ªa. Los m¨¢s j¨®venes estudiaban en el piso de arriba, con m¨¢s privacidad. En la planta baja los que como yo prefieren el sol en la cara. Y no les importa compartir la mesa de estudio. Lo m¨¢s divertido: al mediod¨ªa, empezaba la m¨²sica. Casi siempre, un disco de Fito P¨¢ez. El volumen sub¨ªa de a poco, hasta que a la una y media ya era casi imposible leer o escribir y hab¨ªa que largarse. Entonces almorzaba en el bar de la esquina y dos horas despu¨¦s volv¨ªa. Durante un mes repet¨ª la rutina. Y las caras empezaron a hacerse conocidas.
Una ma?ana un hombre me pidi¨® permiso para sentarse junto a m¨ª. Saqu¨¦ mi bolso de la silla y dije s¨ª. Y se sent¨®. Al rato, empec¨¦ a sentir algo extra?o. Un olor intenso. Fuerte, como a guardado. Volv¨ª la vista a ¨¦l y entonces me di cuenta: el pantal¨®n cubierto de tierra, la campera con agujeros; el pelo seco y canoso. Y una bolsa de pl¨¢stico que apoyaba sobre la mesa, justo al lado del diario que estaba leyendo. No le¨ªa uno, le¨ªa tres a la vez. De principio a fin, no se salteaba ni una sola p¨¢gina. Como si fuera un libro.
Al tiempo pude encontrar un lugar mejor donde vivir. Consegu¨ª un escritorio. Una pizarra. Una biblioteca peque?a. Aun as¨ª segu¨ªa pensando en ese hombre. Daba vueltas con la idea de volver a encontrarlo. A veces volv¨ªa a la biblioteca a buscar libros, pero prefer¨ªa leerlos en mi casa. Estar tantos d¨ªas vagando en la calle me hab¨ªa cansado: prefer¨ªa el abrigo de un hogar. Hasta que un d¨ªa decid¨ª volver.
Es diciembre y me acerco a la bibliotecaria. Pregunto si tiene registro de cu¨¢nta gente de la calle viene a la biblioteca. Dice que no. Hay muchos, pero la mayor¨ªa no se registra. Al menos, conoce a tres hombres que cada d¨ªa vienen a leer. Los describe. Conozco a cada uno de ellos. La interrumpo: ?y qu¨¦ leen? No sabe. Llegan y agarran lo que est¨¢ a mano en las repisas.
Me siento en una mesa decidida a escribir esta columna. Pienso: ojal¨¢ venga. Un lugar no es refugio si no hay cierta permanencia. Pasa una hora. Dos horas. Me concentro en la p¨¢gina. Permiso, dice alguien, y es ¨¦l. Se sienta en la mesa a leer. Lleva en sus manos tres diarios. Pienso en hablarle, pero no quiero molestar. Tiene la barba a¨²n m¨¢s crecida. Un pullover abrigado debajo de la campera. Lee los diarios en orden, de la primera a la ¨²ltima p¨¢gina. Las cosas no cambian. O s¨ª. En un momento se para y devuelve los diarios y luego se detiene sobre uno de los estantes de libros. Arriba dice Narrativa, poes¨ªa i teatre. Con los brazos hacia atr¨¢s, las manos enlazadas en la espalda, recorre las hileras. Se detiene y observa. Elige uno. Poemes del retorn. Lee un buen rato. Cuando se hace la hora de irnos, devuelve el libro, junta la bolsa y camina a la salida. Buenas tardes, ni?a, dice. Espero verte pronto.