Guerras culturales
Desde finales de los sesenta se produjo un desplazamiento de la lucha de clases a la lucha de identidad cuyas consecuencias est¨¢n hoy muy presentes y explican lo que est¨¢ sucediendo en la opini¨®n p¨²blica
Aunque nominalmente recuerde a la Kulturkampf de Rudolf Virchow, la expresi¨®n ¡°guerra cultural¡±, hoy tan extendida, procede en su significado actual de lo que en las d¨¦cadas de 1960-70 se llam¨® ¡°revoluci¨®n cultural¡±. Originada en la China de Mao, en las democracias occidentales de esas d¨¦cadas la f¨®rmula designaba la estrategia adoptada por la izquierda revolucionaria para contrarrestar su declive en unos pa¨ªses en los que los partidos comunistas iban camino de la irrelevancia electoral o eran ya extraparlamentarios, y su implantaci¨®n se reduc¨ªa casi exclusivamente al sector cultural (espect¨¢culos y universidades).
La raz¨®n era evidente: el proletariado, se?alado por el Dios del materialismo hist¨®rico como sujeto de la revoluci¨®n, se aburguesaba y perd¨ªa su conciencia de clase elegida a medida que el estado de derecho se convert¨ªa en estado del bienestar. S¨®lo esa minor¨ªa cultural revolucionaria defend¨ªa que los derechos civiles y la redistribuci¨®n fiscal de la renta eran un cebado consumista para mantener al pueblo narcotizado y que los dispositivos de protecci¨®n social encubr¨ªan mecanismos de control mental de la poblaci¨®n: ¡°Os mantienen drogados con la religi¨®n, el sexo y la televisi¨®n, y os cre¨¦is muy listos, desclasados y libres¡±, dec¨ªa John Lennon en 1970. No s¨®lo descre¨ªan de las pol¨ªticas constitucionales y parlamentarias de libertad civil y de lucha contra la desigualdad econ¨®mica como un signo de progreso social, sino que las experimentaban como el veneno que provocar¨ªa su extinci¨®n como grupo significativo. Por eso vieron su salvaci¨®n en el desplazamiento de la revoluci¨®n desde el frente pol¨ªtico al cultural o, lo que es lo mismo, desde la lucha de clases a la lucha de identidades.
Herbert Marcuse, pionero en la b¨²squeda de sujetos revolucionarios alternativos, propuso sustituir al proletariado que hab¨ªa traicionado su misi¨®n hist¨®rica por un conglomerado de identidades embrionarias que, a sus ojos, representaban la aut¨¦ntica oposici¨®n al capitalismo, aunque, como les sucedi¨® a los primeros obreros industriales, ellas a¨²n no lo sab¨ªan. Estaba seguro de que esta vez no se podr¨ªa drogar al nuevo sujeto revolucionario con religi¨®n, sexo y televisi¨®n, porque su rebeli¨®n no nac¨ªa de su conciencia sino que era vital, visceral, hormonal, sexual, racial o, como ¨¦l dec¨ªa, libidinal (los primeros divulgadores de Marcuse en castellano, llevados por su ebriedad militante, tradujeron simp¨¢ticamente: ¡°libidinosa¡±). Para estos nuevos izquierdistas, las reivindicaciones que hab¨ªan nacido precisamente de esas sociedades que llamaban ¡°capitalistas¡± (es decir, las sociedades ilustradas modernas), como la protecci¨®n del medio ambiente, la emancipaci¨®n de la mujer o los derechos civiles de las minor¨ªas marginadas, se convirtieron en la vanguardia de una revoluci¨®n que no solamente eliminar¨ªa el capitalismo y la propiedad privada, sino que derrotar¨ªa definitivamente a los instintos malignos en favor de un Eros libidinoso, aunque el propio Marcuse reconoc¨ªa que ello comportar¨ªa una larga y dolorosa guerra cultural entre identidades (j¨®venes y viejos, mujeres y varones, homosexuales y heterosexuales, blancos y negros, naciones oprimidas y estados, etc.).
No era una idea totalmente nueva: la ¡°teor¨ªa¡± marxista siempre hab¨ªa intentado destruir el concepto de ¡°ciudadan¨ªa¡± (igual que su pr¨¢ctica destru¨ªa los derechos de los ciudadanos all¨ª donde ostentaba el poder) con el de identidad, postulando que tras la presunta igualdad an¨®nima del sujeto de derechos se ocultaba la identidad de clase del burgu¨¦s explotador, y que la ¨²nica defensa contra esa explotaci¨®n no era la igualdad civil, sino la identidad de la clase obrera, cuyos intereses s¨®lo conoc¨ªa el Partido porque los trabajadores, pobrecitos, no sab¨ªan qui¨¦nes eran ni lo que de verdad les interesaba. Se trataba, entonces, de completar el retrato de Dorian Gray del ciudadano moderno a?adiendo al habano y la chistera del empresario avaricioso los rasgos del var¨®n blanco heterosexual acomodado, patriarcal, depredador y racista, para configurar con ellos lo que Pascal Bruckner llama ¡°un culpable casi perfecto¡±: el ciudadano. Pero hab¨ªa que evitar a toda costa que las reivindicaciones de las minor¨ªas elegidas fueran asumidas ¡ªcomo iba camino de ocurrir¡ª por la sociedad en su conjunto y que de ese modo alcanzasen la plena ciudadan¨ªa que se les hab¨ªa negado, pues en tal caso se aburguesar¨ªan y dimitir¨ªan de su papel revolucionario como hab¨ªan hecho los asalariados; y esa era ¡ªy sigue siendo¡ª la funci¨®n de las ¡°dolorosas¡± guerras culturales. No se puede negar a esta nueva izquierda su contribuci¨®n a la creaci¨®n de una conciencia social efectiva de la discriminaci¨®n y de la feroz naturaleza del imperialismo en sus protestas contra la guerra de Vietnam, pero tampoco que este ¨¦xito se debi¨®, en parte, a que quienes nos manifest¨¢bamos bajo la pancarta ¡°Indochina vencer¨¢¡± cerr¨¢bamos convenientemente los ojos ante las previsibles consecuencias de esa victoria en forma de jemeres rojos y similares porque, contra las apariencias, el destino de aquellos pueblos nos importaba m¨¢s o menos lo mismo que el del pueblo espa?ol les importa a Junqueras, Puigdemont y sus adl¨¢teres. Sin embargo, tras aquella primavera parisino-californiana, se tuvo la falsa impresi¨®n de que la izquierda cultural se replegaba a sus cuarteles universitarios y se disolv¨ªa sin consecuencias pol¨ªticas.
Yo descubr¨ª que no hab¨ªa sido as¨ª cuando, en 1998, tuve ocasi¨®n de escuchar a Richard Rorty describir la situaci¨®n pol¨ªtica en los Estados Unidos como la de una izquierda distra¨ªda en hostilidades identitarias (¨¦tnicas, religiosas y sexuales) mientras se invert¨ªa el proceso de aburguesamiento de los trabajadores y comenzaba el de proletarizaci¨®n de la burgues¨ªa. Rorty pronostic¨® entonces que volver¨ªan a ponerse de moda los chistes de mal gusto sobre mujeres y afroamericanos, que los trabajadores empobrecidos culpar¨ªan de su desdicha a la burocracia pol¨ªtica que teledirig¨ªa sus vidas, a los agentes de bolsa y a los profesores posmodernos, y que en ese caso podr¨ªan aparecer movimientos populistas que derrocasen a gobiernos constitucionales. Casi todos los que le escuchaban pensaron que eran exageraciones de un liberal decadente que sobrevaloraba a unos pocos intelectuales calenturientos de un pa¨ªs extraterrestre. Craso error.
En cuanto la situaci¨®n econ¨®mica empeor¨® (hasta desembocar en la crisis de 2008) y empez¨® a dificultar la prosecuci¨®n de la lucha contra las desigualdades ¡ªesa ¡°droga¡± que Lennon denunciaba¡ª, que hab¨ªa sido hasta entonces el fundamento de la democracia social y de la cohesi¨®n pol¨ªtica, volvi¨® a aparecer toda la artiller¨ªa ret¨®rica sesentayochesca de la revoluci¨®n cultural, que se ha revelado como una v¨ªa mucho m¨¢s f¨¢cil y r¨¢pida para alcanzar triunfos electorales, aunque sus costes sean la transformaci¨®n del estado del bienestar en estado del malestar, el enquistamiento de la discordia social y la conversi¨®n de la esfera p¨²blica en una confrontaci¨®n ¡°cultural¡± y libidinosa ¡ªahora decimos ¡°emocional¡±¡ª de identidades de todo g¨¦nero que corroe el r¨¦gimen de opini¨®n p¨²blica. Una confrontaci¨®n que ya no se llama ¡°revoluci¨®n¡±, sino ¡°guerra cultural¡±, porque ya no enarbola la enso?aci¨®n de una nueva humanidad redimida del pecado: aspira ¨²nicamente a servirse de unos conflictos cuya exacerbaci¨®n impide su resoluci¨®n por la v¨ªa del derecho para alcanzar cuotas de poder ef¨ªmeras, pero satisfactorias para quienes las disfrutan, y que garantizan la insatisfacci¨®n permanente de quienes las padecen.
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