Visitando al viejo Faulkner
No hay un autor m¨¢s determinante que el escritor estadounidense para la generaci¨®n latinoamericana de autores como Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes y adem¨¢s, a algunos, nos ha ense?ado a leerlos
De manera que all¨ª est¨¢bamos, caminando por un cementerio poco antes de la medianoche, aguantando la lluvia que nos emborronaba la visi¨®n escasa y desafiando la alerta de tornado que el Estado de Mississippi acababa de anunciar en todos los tel¨¦fonos m¨®viles. Busc¨¢bamos la tumba de William Faulkner, pero el alumbrado p¨²blico era d¨¦bil y la noche era oscura, y en alg¨²n momento nos tuvimos que preguntar para qu¨¦ lo est¨¢bamos haciendo: y si no lo hicimos, creo yo, fue por evitarnos la verg¨¹enza de aceptar que no ten¨ªamos ninguna raz¨®n sensata para andar persiguiendo la l¨¢pida de un escritor entre las de otras buenas gentes, por m¨¢s importante que el escritor fuera para nosotros. Estar¨ªamos a punto ya de desistir cuando un rel¨¢mpago ilumin¨® el cielo nublado, y el escritor Charles McNair, mi amigo y mi gu¨ªa, exclam¨®: ¡°Aqu¨ª est¨¢¡±. Y era verdad: en la punta de su zapato terminaban las palabras William Cuthbert Faulkner, y debajo de ellas aparec¨ªan las fechas que enmarcan una vida: Septiembre 25, 1897. Julio 6, 1962.
Suelo recordar con precisi¨®n el descubrimiento de los autores que m¨¢s me han importado, pero el caso de Faulkner se me pierde en la memoria. Tuvo que ser a trav¨¦s de Garc¨ªa M¨¢rquez, se me ocurre ahora. A ning¨²n autor, con la excepci¨®n de Hemingway, le regal¨® Garc¨ªa M¨¢rquez tantos elogios a lo largo de su vida; con ninguno estuvo tan dispuesto a reconocer deudas e influencias. Es verdad que no le dedic¨® una columna de prensa en el d¨ªa de su muerte, como s¨ª lo hizo memorablemente con Hemingway, pero en cambio lo us¨® para cerrar su discurso de Estocolmo, que es uno de los m¨¢s bellos que se hayan pronunciado en la Academia sueca. Por otra parte, tambi¨¦n Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa tienen en com¨²n el hecho simple de haber le¨ªdo a Faulkner con admiraci¨®n y provecho. Dir¨ªa m¨¢s: lo leyeron con deslumbramiento ¡ªVargas Llosa suele decir que fue el primer autor que ley¨® con l¨¢piz en la mano, para desentra?ar sus estructuras y comprender sus mecanismos¡ª y con algo parecido al culto.
Lo digo en otras palabras: no hay un autor m¨¢s determinante que William Cuthbert Faulkner para esa generaci¨®n latinoamericana. ?Pero cu¨¢l es la importancia de Faulkner, o la raz¨®n de su influencia? En 1967, cuando se encontraron casi por azar en Lima, Mario Vargas Llosa le pregunt¨® a Garc¨ªa M¨¢rquez sobre la presencia de Faulkner en la nueva literatura latinoamericana. ¡°Yo creo que es el m¨¦todo¡±, dijo Garc¨ªa M¨¢rquez. ¡°El m¨¦todo faulkneriano es muy eficaz para contar la realidad latinoamericana¡±. Y a?ade: ¡°En el fondo, no es muy raro esto, porque no se me olvida que el condado Yoknapatawpha tiene riberas en el mar Caribe; as¨ª que de alguna manera Faulkner es un escritor del Caribe, de alguna manera es un escritor latinoamericano¡±. El error es bell¨ªsimo, por no decir deliberado. No, el condado ficticio donde ocurren las ficciones de Faulkner no tiene riberas en el mar Caribe: en el mapa que dibuj¨® ¨¦l mismo, y que acompa?a cuando es posible las ediciones de ?Absal¨®n, Absal¨®n!, se ve claramente que Yoknapatawpha est¨¢ rodeado de tierra por los cuatro costados.
Pero ese intento de apropiaci¨®n era lo m¨ªnimo que se pod¨ªa esperar del joven Garc¨ªa M¨¢rquez, cuya obra habr¨ªa sido muy distinta si no hubiera descubierto, en la desorientaci¨®n de sus 20 a?os, una serie de novelas del sur de Estados Unidos que parec¨ªan hablarle de su propia experiencia en la costa Caribe de Colombia. Se las presentaron los amigos del grupo de Barranquilla, que las hab¨ªan conocido gracias a un exiliado catal¨¢n llamado Ram¨®n Vinyes, capit¨¢n de una librer¨ªa por la cual entraba a Colombia toda la literatura que el franquismo no permit¨ªa. Y en esas novelas ¡ªMientras agonizo, digamos, o Luz de agosto¡ª, Garc¨ªa M¨¢rquez descubri¨® un mundo de guerras civiles, de pasados llenos de fantasmas, de plantaciones que eran de algod¨®n en un lado y de banano en el otro, y ese mundo le result¨® tan familiar, o tan reconocible, que a su inventor se refer¨ªa con un apelativo de intimidad caribe?a: el viejo Faulkner.
Los novelistas del boom latinoamericano me ense?aron a leer a Faulkner. M¨¢s terror¨ªfico me parece que Faulkner me haya ense?ado a leer a los latinoamericanos. No s¨®lo al boom: pienso tambi¨¦n en sus mayores. No me refiero a Borges, que tradujo (o reescribi¨®) Las palmeras salvajes pero en realidad nunca apreci¨® la verbosidad de su autor; ni a Rulfo, que neg¨® siempre la influencia de Faulkner, a pesar de que sea tan f¨¦rtil leer Pedro P¨¢ramo a la luz de El ruido y la furia. Fue Juan Carlos Onetti, que dec¨ªa haber sido arrastrado por el boom, el primero en usar a Faulkner para dar forma a sus propios fantasmas; y desde luego que su ciudad de Santa Mar¨ªa, ese h¨ªbrido de Buenos Aires y Montevideo que yo conozco como si la hubiera visitado, es imposible sin Yoknapatawpha. Sin Faulkner no hay La vida breve, ni El astillero, ni Juntacad¨¢veres, ni Para esta noche, la m¨¢s faulkneriana de todas. Sin esos libros, exploradores adelantados que abrieron la trocha por donde despu¨¦s hemos pasado los dem¨¢s, nuestra literatura ser¨ªa un territorio distinto.
En 1998, cuando yo era un aprendiz de 25 a?os que trataba de encontrar su camino en la literatura, entrevist¨¦ en Madrid a Antonio Mu?oz Molina, cuyos libros hab¨ªa descubierto con admiraci¨®n pocos a?os atr¨¢s, pero que adem¨¢s hab¨ªa le¨ªdo a Faulkner como pocos en Espa?a. Me parec¨ªa, y me sigue pareciendo, que El jinete polaco era una de las grandes novelas de nuestro tiempo; y la historia de M¨¢gina, por su parte, me parec¨ªa incomprensible sin ?Absal¨®n, Absal¨®n!, que Mu?oz Molina hab¨ªa prologado por encargo justo en el momento en que acomet¨ªa la redacci¨®n definitiva de su propia novela. Hablamos durante dos horas, o me habl¨® ¨¦l con una generosidad y una paciencia que no me parecieron entonces tan inusuales como lo son, y al final me ense?¨®, como quien comparte una complicidad oscura, una hoja de ¨¢rbol enmarcada con cuidado: la hab¨ªa tra¨ªdo de Rowan Oak, la casa de Mississippi donde Faulkner vivi¨® y escribi¨® desde junio de 1930 hasta el d¨ªa de su muerte.
Record¨¦ inevitablemente esa conversaci¨®n madrile?a en marzo pasado, un cuarto de siglo m¨¢s tarde, cuando visit¨¦ Rowan Oak por primera vez. S¨¦ muy bien que no todo el mundo entiende estos entusiasmos m¨¢s o menos secretos de los novelistas (y no de todos: los hay sensatos), y me doy perfecta cuenta de que a veces se parecen demasiado a la superstici¨®n o al peregrinaje; pero no voy a ponerme a defender aqu¨ª la discreta emoci¨®n que sent¨ª frente a la pared donde Faulkner garabate¨®, en l¨¢pices de colores, la trama de Una f¨¢bula, o al sentarme brevemente frente a la m¨¢quina de escribir de donde salieron esas novelas que han dado forma a mi vocaci¨®n, y, lo que es m¨¢s importante, a tantos de los libros que m¨¢s me importan. Y no espero que nadie entienda el impulso que me llev¨® a recoger, cuando ya me alejaba de la casa, una hoja ca¨ªda de uno de los ¨¢rboles inmensos. La ten¨ªa en mi bolsillo al d¨ªa siguiente, cuando quise caprichosamente encontrar el nombre de Faulkner en el cementerio abierto donde est¨¢ enterrado, a pesar de que la oscuridad, la hora y el pron¨®stico del tiempo lo desaconsejaran. Y la tengo aqu¨ª, sobre mi escritorio, mientras escribo estas l¨ªneas, y mentir¨ªa si dijera que entiendo por qu¨¦ esta presencia amarillenta me llena de satisfacci¨®n.
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