La posibilidad de lo bien hecho
Viena nos recuerda que lo mejor del pasado es tambi¨¦n una promesa para el porvenir, la prueba fehaciente de que algunas cosas necesarias pueden hacerse, y hacerse bien, y perdurar
Nadie llega por primera vez a Viena. El pasado de la ciudad se extiende en tantas direcciones distintas que cada caminata es un viaje en el tiempo y casi cada esquina es el escenario evidente o invisible de una conmemoraci¨®n. Yo sal¨ª del hotel en mi primera ma?ana de domingo de mayo en la ciudad y en el otro lado de la calle estaba el enf¨¢tico edificio de la ?pera, coronado por una estatua de bronce de Apolo a caballo. Ese esplendor austroh¨²ngaro es en gran parte un simulacro, porque el edificio, arrasado por los bombardeos de la aviaci¨®n aliada, fue meticulosamente reconstruido despu¨¦s de la ...
Nadie llega por primera vez a Viena. El pasado de la ciudad se extiende en tantas direcciones distintas que cada caminata es un viaje en el tiempo y casi cada esquina es el escenario evidente o invisible de una conmemoraci¨®n. Yo sal¨ª del hotel en mi primera ma?ana de domingo de mayo en la ciudad y en el otro lado de la calle estaba el enf¨¢tico edificio de la ?pera, coronado por una estatua de bronce de Apolo a caballo. Ese esplendor austroh¨²ngaro es en gran parte un simulacro, porque el edificio, arrasado por los bombardeos de la aviaci¨®n aliada, fue meticulosamente reconstruido despu¨¦s de la guerra. En Viena hay un pasado invisible de ruinas y escombros como del fin del mundo, y otros pasados que se muestran o se esconden seg¨²n las conveniencias del presente o el grado inconfesable de verg¨¹enza que siga segregando lo m¨¢s negro de la historia. En la fachada del Hotel Imperial hay una noble placa de m¨¢rmol con un bajorrelieve de Wagner de perfil y una inscripci¨®n que recuerda las muchas veces que se aloj¨® en ¨¦l, pero el elemento de mayor relevancia hist¨®rica de esa fachada es el gran balc¨®n donde no hay rastro expl¨ªcito de la figura que se asom¨® a ¨¦l triunfalmente un d¨ªa de marzo de 1938. En las fotograf¨ªas, en las im¨¢genes de los noticiarios, se ve a Hitler en el balc¨®n del Hotel Imperial, saludando a la gran multitud que inunda la avenida y las calles laterales, el buen pueblo de Viena que recibe en masa al liberador reci¨¦n llegado, el d¨ªa de la anexi¨®n de Austria al Reich alem¨¢n. ¡°No hay documento de civilizaci¨®n que no sea a la vez un documento de barbarie¡±, dice Walter Benjamin, que sab¨ªa bien de qu¨¦ hablaba, habiendo conocido tan profundamente las dos cosas. Este bulevar ancho y arbolado por el que paseo en el calor excesivo de un mediod¨ªa de mayo, con sus aceras anchas, sus carriles bici, sus bellos tranv¨ªas con dise?os modernistas de los a?os treinta, sus terrazas de caf¨¦s, fue tambi¨¦n el escenario de una jubilosa rendici¨®n colectiva a la mayor barbarie que ha conocido el mundo.
En el aire matinal del domingo hay un brillo satinado como de postal o folleto tur¨ªstico que acent¨²a el esplendor de m¨¢rmol de los edificios y es un fondo ideal para los selfis de los turistas. Entro en el primer caf¨¦ vien¨¦s de mi vida, con un espacio interior hospitalario y al mismo tiempo luminosamente despejado, y resulta ser el Caf¨¦ Museum, que parece de los a?os veinte por sus l¨ªneas tan puras, pero que fue dise?ado en 1899 por Adolf Loos. Los camareros con chaquetilla y pajarita negra tienen un porte de solistas de m¨²sica de c¨¢mara. Entre las mesas circulan comedidos turistas chinos y coreanos y turistas occidentales con camisetas y tatuajes, todos ellos mezcl¨¢ndose, sin llegar a verlos, con los espectros numerosos e insignes de antiguos habituales del caf¨¦, Alban Berg, leo luego en mi gu¨ªa, Elias Canetti, Franz Werfel, Joseph Roth, casi todos ellos arrojados a una di¨¢spora sin regreso, tan lejos de este caf¨¦ y de su atm¨®sfera sosegada y afable.
Con ese atisbo de melancol¨ªa de quien pasa mucho tiempo a solas en una ciudad extra?a, me pregunto si no habr¨¢ algo de morboso en esta obstinaci¨®n por rememorar pasados que van volvi¨¦ndose remotos, por ver lo que desapareci¨® y no lo que se tiene delante de los ojos. Cerca de la ?pera, en la calle Mahler, est¨¢ la casa donde vivi¨® Gustav Mahler, y junto a ella una tienda de zapater¨ªa y de art¨ªculos de piel que se llama Stefan Zweig. Bien es verdad que en la esquina pr¨®xima un Starbucks suntuoso desbarata la inmersi¨®n en el pasado. El mundo de ayer es el decorado para el mundo de hoy.
Pero es en otro lugar apartado del centro donde me esperan las im¨¢genes m¨¢s indelebles que me llevar¨¦ de este viaje breve a Viena. Marta e Ignacio, anfitriones que conocen bien la ciudad y tienen el talento de saber ense?arla, me gu¨ªan otra ma?ana hasta el Karl-Marx-Hof, la gran manzana de viviendas para familias trabajadoras que dise?¨® el arquitecto Karl Ehn y se construy¨® entre 1927 y 1930. Las cosas que uno solo ha visto en fotograf¨ªas e imaginado con fervor no siempre est¨¢n a la altura de nuestras expectativas cuando por fin nos encontramos frente a ellas. Pero no hay im¨¢genes que hagan justicia a la realidad de esta invenci¨®n urbana que es a la vez visionaria y pragm¨¢tica, una declaraci¨®n de principios de modernidad est¨¦tica y compromiso social, enraizada en la artesan¨ªa de las pr¨¢cticas constructivas y en la realidad terrenal de las vidas y las necesidades de los trabajadores y sus familias, condenados hasta entonces al hacinamiento en suburbios insalubres. A Viena la llamaban en aquellos a?os ¡°Viena la roja¡±, porque a diferencia del resto del pa¨ªs estaba gobernada por los socialdem¨®cratas. Entre 1923 y 1933, a pesar de las grandes borrascas de la econom¨ªa y de la pol¨ªtica, el Ayuntamiento de la ciudad construy¨® 65.000 viviendas destinadas al alquiler social. Cinco mil personas viv¨ªan en la Karl-Marx-Hof, que ocupa 156.000 metros cuadrados, una gran parte de ellos dedicados a jardines y a zonas comunes. Para evitar el anonimato de la masificaci¨®n, los espacios est¨¢n divididos en unidades menores, en patios sucesivos que favorecen la proximidad vecinal. El sentido de la belleza y el de la justicia son inseparables. ¡°Sin pan, un trabajador se muere de hambre; sin belleza, se muere de tedio¡±, escribi¨® Simone Weil por aquellos a?os. La ambici¨®n del dise?o general se equilibra con el cuidado en los pormenores: esquinas de ladrillo, pomos de puertas de una forma ondulada que se ajusta a la mano, verjas de una herrer¨ªa eficiente e imaginativa, arcos de paso que sugieren al mismo tiempo la fortaleza y la gracia, letreros de una tipograf¨ªa rotunda y elegante.
En la Karl Marx-Hof hab¨ªa guarder¨ªas infantiles, lavander¨ªas comunes, dos piscinas cubiertas, zonas de juego al aire libre para ni?os, biblioteca p¨²blica, consultorio m¨¦dico, farmacia, centro social, oficina de correos, veinticinco comercios de todo tipo. L¨ªneas cercanas de trenes y tranv¨ªas conectaban el barrio con el centro de la ciudad. Se puede prometer el para¨ªso terrenal y desatar la opresi¨®n y el desastre y tambi¨¦n se pueden mejorar con modestia y sentido com¨²n las condiciones de la vida del mayor n¨²mero posible de personas. En febrero de 1934, tropas del ej¨¦rcito y milicias fascistas a las ¨®rdenes del Gobierno central asaltaron la Karl-Marx Hof persiguiendo a los dirigentes socialdem¨®cratas de Viena, que se hab¨ªan refugiado en el barrio. Lo reci¨¦n construido empez¨® muy pronto a convertirse en escombros: los dirigentes obreros no iban armados, pero los asaltantes usaron fuego de ametralladoras y de artiller¨ªa ligera en el ataque.
Pero ese pasado no es solo un escenario, ni un simulacro. Un siglo despu¨¦s, la Karl-Marx Hof sigue habitada por gente trabajadora, y en los patios muy amplios hay praderas de un verdor reluciente y ¨¢rboles colosales, tilos y casta?os sobre todo, que animan las perspectivas de los edificios, los muros y arcos y torreones pintados de colores suaves. Desde el balc¨®n de un primer piso nos miran con curiosidad los grandes ojos de un ni?o inmigrante. El esp¨ªritu de progreso social que prendi¨® en aquellos a?os no qued¨® aniquilado por el fascismo ni por la guerra. El 60% de la poblaci¨®n de Viena habita en viviendas p¨²blicas de alquiler. Lo mejor de aquel pasado es tambi¨¦n una promesa para el porvenir, la prueba fehaciente de que algunas cosas necesarias pueden hacerse, y hacerse bien, y perdurar.