La ciudad privatizada
Los caf¨¦s, las ferreter¨ªas, las tiendas de tejidos, los ultramarinos, ahora son franquicias; de las casas de comidas no queda ni rastro; los vecinos han muerto, o se han marchado, y las viviendas ahora est¨¢n ocupadas por pisos tur¨ªsticos
Me da algo de verg¨¹enza reconocer que una mirada en exceso literaria o est¨¦tica sobre las ciudades no me ha dejado ver muchas veces la realidad cruda de lo que estaba sucediendo en ellas, los mecanismos poderosos que las iban volviendo m¨¢s hostiles para la mayor parte de las personas que las habitaban. He amado las ciudades con un amor adolescente que duraba mucho m¨¢s all¨¢ de la madurez, con ese deslumbramiento parad¨®jico que lo ciega a uno hacia la persona misma que lo ha provocado. He ido por las ciudades como por los escenarios de una novela o de una cr¨®nica de viajes en la que yo mismo era el protagonista perspicaz. He visto en las ciudades las novelas que se hab¨ªan escrito sobre ellas, y tambi¨¦n otras que yo mismo imaginaba durante mis caminatas y escrib¨ªa luego con ese fervor en el que se mezcla la invenci¨®n y el recuerdo. Muchos a?os despu¨¦s de marcharme de algunas de ellas las he seguido visitando en sue?os en los que casi siempre es de noche, y en los que ando perdido, sin reconocer los lugares que frecuentaba, sin encontrar la direcci¨®n ni la llave de la casa en la que hab¨ªa vivido. Cuando era muy joven, reci¨¦n llegado a Madrid o a Granada, me ve¨ªa a m¨ª mismo como en el interior de una pel¨ªcula, quiz¨¢s porque en esos a?os ciudades y pel¨ªculas reci¨¦n estrenadas compart¨ªan la misma arrebatadora novedad.
Como ven¨ªamos del pueblo, y hasta del campo, era preciso hacerse urbanos cuanto antes, alimentar una especie de poligamia de ciudades. Viv¨ªas en una con el desasosiego de irte cuanto antes a vivir en otra, en una huida instintiva y sin pausa de tu provincia originaria, en una b¨²squeda de lo que siempre estaba m¨¢s all¨¢, en esos lugares lejanos y de nombres tentadores en los que parece que de verdad est¨¢n sucediendo las cosas. Por amor a la literatura y por amor al arte y, tambi¨¦n a la libertad del anonimato, al alivio de desprendernos de sofocantes lazos familiares, nos embriag¨¢bamos de las ciudades extranjeras cuando por fin logr¨¢bamos viajar a ellas, sin necesidad de ning¨²n otro estimulante, que en cualquier caso apenas nos hubi¨¦ramos podido permitir. Viniendo de los arduos secanos de Ja¨¦n, la simple contemplaci¨®n del T¨¢mesis, del Sena, del T¨ªber, me enaltec¨ªa de felicidad fluvial.
Era una felicidad bien barata, y en muchos casos gratuita. Ahora es dif¨ªcil concebir una ¨¦poca en la que se pod¨ªa ser pobre y vivir en las ciudades, y disfrutar de ellas. Con una beca escasa yo pude defenderme en Granada durante los a?os de la carrera, aunque no habr¨ªa podido terminarla si hubiera tenido que pagarme esos m¨¢steres obligatorios que son ahora una privatizaci¨®n tramposa de la universidad p¨²blica. Unos a?os despu¨¦s, teniendo un trabajo modesto, pude alquilar un piso sin agobio, en una nueva barriada de protecci¨®n oficial. Por las ma?anas, en la media hora del desayuno, iba a cafeter¨ªas de toda la vida, con una clientela rumorosa y fiel de funcionarios y comerciantes de los negocios del centro. A mediod¨ªa almorzaba en casas de comidas muy parecidas a las que hab¨ªa frecuentado en los tiempos de estudiante, con men¨²s simples, sabrosos y honrados. La holganza era uno de los saberes arraigados en aquel vecindario. En las plazas con tilos los ociosos charlaban en grupos por las esquinas y los abuelos solitarios se sentaban al sol. Probablemente la vida no era ¡°noble, ni buena, ni sagrada¡±, como dice Lorca en su oda a Walt Whitman, pero s¨ª era m¨¢s barata, y la ciudad algo m¨¢s habitable para los que viv¨ªamos en ella.
Lo que ha ocurrido desde entonces, lo que muchos no supimos ver con la debida claridad, distra¨ªdos en nuestras divagaciones y fantas¨ªas literarias ¡ªquiz¨¢s tambi¨¦n en nuestra complacencia de privilegiados¡ª lo resume muy bien Jorge Dioni L¨®pez en un libro que act¨²a sobre el lector como un redoble de conciencia, El malestar de las ciudades. Dioni L¨®pez naci¨® justo en los mismos a?os en los que yo aprend¨ªa a vivir poco m¨¢s que del aire en Madrid y en Granada, pero le dio tiempo, ya de adulto, a conocer una ¨¦poca en que un asalariado joven pod¨ªa alquilar, ¨¦l solo, un piso decente en una calle m¨¢s o menos c¨¦ntrica de Barcelona. De eso hace poco m¨¢s de veinte a?os: ahora esa vivienda ser¨ªa inaccesible para alguien como ¨¦l, y tambi¨¦n un trabajo digno y seguro como el que ten¨ªa. Lo que cuenta Dioni L¨®pez es el proceso met¨®dico de privatizaci¨®n de las ciudades, la transformaci¨®n de espacios p¨²blicos desarrollados a lo largo de siglos para la vida y el trabajo de quienes los habitan en materia prima de una explotaci¨®n que los convierte en mercanc¨ªas, bienes comunes usurpados y vendidos a los intereses de los poderosos del mundo, a trav¨¦s sobre todo del turismo de masas y la especulaci¨®n inmobiliaria. Las plazas de Granada en las que gustaba tanto pasear sin hacer nada ahora han sido parceladas y ocupadas completamente por terrazas de bares y restaurantes, como las de cualquier ciudad espa?ola; los caf¨¦s, las ferreter¨ªas, las tiendas de tejidos, los ultramarinos, ahora son franquicias, pastiches de locales morunos, tiendas de baratijas tur¨ªsticas; de las casas de comidas no queda ni rastro, y es muy dif¨ªcil encontrar una barra decente en la que tomar una cerveza y una tapa; los vecinos han muerto, o se han marchado, y las viviendas de esas calles rec¨®nditas ahora est¨¢n ocupadas por pisos tur¨ªsticos. Que apenas quede rastro de la ciudad del pasado es menos triste que la destrucci¨®n de la que habr¨ªa sido una ciudad posible del porvenir, m¨¢s habitable, m¨¢s abierta, tan hospitalaria para el residente como para el viajero o el turista respetuoso, interesado de verdad en ella, no en ese simulacro mercenario que la hace exactamente igual a cualquier otra.
Las terrazas, las franquicias, el tr¨¢fico sin control privatizan la ciudad y discriminan a quienes la habitan, porque no queda casi nada en ella que no deba ser pagado a un alto precio. Hasta la mirada la privatizan esas pantallas publicitarias que se multiplican por las esquinas. ¡°La ciudad deja de ser un espacio en el que se localizan actividades productivas y comerciales, y pasa a ser una mercanc¨ªa con capacidad de crear valor, algo que hay que vender, incluso desarticulando las actrividades productivas y comerciales que exist¨ªan¡±, escribe Dioni L¨®pez: ¡°As¨ª la ciudad pasa a ser un espacio cuyas funciones b¨¢sicas, vivir y relacionarse, quedan subordinadas respecto a su capacidad como producto¡±. La ciudad ya no es aquella amplitud acogedora y variada en la que tanto nos gustaba perdernos como reci¨¦n llegados. Ahora se establece en ella un apartheid en el que ni siquiera hay sitio para quienes ocupan las tareas antiguas y recobradas de sirvientes de los privilegiados. Dioni L¨®pez explica que ese deshaucio general de los pobres y los d¨¦biles, que tambi¨¦n afecta ya a la clase media, no habr¨ªa sido posible sin el desmantelamiento de la capacidades de las administraciones p¨²blicas, que antes se ocupaban de prestar servicios comunes y ahora sirven sobre todo como facilitadoras, a veces corruptas, de los intereses privados.
Pero no basta con carriles bici, con parques, con limitaciones al tr¨¢fico. Sin un grado decente de justicia social y de salud c¨ªvica la mirada est¨¦tica o literaria sobre la ciudad solo es un espejismo mentiroso. ¡°Trabajo garantizado, semana de cuatro d¨ªas, jornadas laborales de seis horas, salario y patrimonio m¨ªnimo y m¨¢ximo, servicio p¨²blico de vivienda y energ¨ªa¡±, exige ambiciosamente Dioni L¨®pez. Qu¨¦ m¨¢s quisiera uno que recuperar la plena ilusi¨®n del amor por las ciudades.
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