Los incendios cercanos
Cuanto m¨¢s empe?o ponen los gobiernos en abrir fosos y levantar alambradas con p¨²as y cuchillas, m¨¢s velozmente se extienden los desastres clim¨¢ticos por encima de cualquier frontera. Lo que se respiraba en Madrid ven¨ªa de Canad¨¢
Tristemente hace a?os que no veo a mi amigo Carlos P¨¦rez, un joven f¨ªsico catal¨¢n de alma pensativa y alegre al que conoc¨ª cuando trabajaba en la NASA, no en esas intalaciones de lanzamiento de cohetes de Houston o Cabo Ca?averal, sino en unas oficinas sin mucho lustre en un edificio an¨®nimo de la parte alta de Broadway, a un paso de la Columbia University. La mitad del edificio pertenec¨ªa a la escuela de negocios de la universidad ¡ªla Business School, como se dice ahora en espa?ol¡ª y resplandec¨ªa de paneles de vidrio y espacios abiertos con superficies de aluminio y de maderas nobles. La otra mitad, la cient¨ªfica, por comparaci¨®n, estaba hecha una pena: despachos y pasillos angostos, escritorios met¨¢licos en el l¨ªmite de la vida ¨²til, muchos de ellos atestados de papeles, pizarras con marco de madera, con repisas para las tizas y los borradores, muy usados las unas y los otros. En esa ¨¦poca, har¨¢ unos diez a?os, no quedaba una consejer¨ªa de educaci¨®n espa?ola que un hubiera inundado las aulas de pizarras digitales y port¨¢tiles, pero en aquella sede neoyorquina de la NASA en la que trabajaban varios premios Nobel les cient¨ªficos a los que Carlos me iba presentando ten¨ªan los dedos manchados de tiza y las pizarras inundadas de aterradoras ecuaciones que borraban muy r¨¢pido, levantando un polvo que por cierto ten¨ªa mucho que ver con la especialidad de mi amigo. En casi todos los despachos hab¨ªa tambi¨¦n una bicicleta.
Carlos P¨¦rez, miembro de esa di¨¢spora de la mejor inteligencia espa?ola que va desarrollando por el mundo capacidades deslumbrantes, se hab¨ªa consagrado al estudio de los aerosoles, las part¨ªculas de materia en suspensi¨®n en el aire, las org¨¢nicas y las minerales, las originadas en la naturaleza y las derivadas de la actividad humana. El polvo de tiza que se sacud¨ªa de la pechera de la bata blanca era un fen¨®meno del m¨¢ximo inter¨¦s para ¨¦l. Tambi¨¦n empez¨® a serlo para m¨ª en cuanto escuch¨¦ algunas de sus explicaciones. Carlos es una de esas personas que han transportado intacta a la edad adulta la curiosidad y el asombro de la infancia. Oy¨¦ndolo me lo imaginaba de ni?o, absorto en un rayo de sol que atravesara la penumbra en una siesta de verano, observando la danza silenciosa de las motas de polvo convertidas en puntos de luz. Me habl¨® de cenizas de incendios subiendo hasta la estratosfera y atravesando oc¨¦anos y continentes, y aloj¨¢ndose durante millones de a?os en burbujas de aire apresadas a mucha profundidad en el hielo de la Ant¨¢rtida. Ese polvo de tiza que le manchaba los dedos ten¨ªa su origen en las conchas de moluscos despositados en los sedimentos de los mares calientes que cubr¨ªan una gran parte de la superficie terrestre durante el per¨ªodo Cret¨¢cico. Fragmentos infinitesimales de esas conchas llegaban a la Pen¨ªnsula Ib¨¦rica con los vientos ardientes del Sahara, y eran filtrados por la membranas de nuestros pulmones. Los pulmones, los humanos y los de otros animales,han ido desarrollando, gracias a la selecci¨®n natural, membranas protectoras lo bastante tupidas para detener las part¨ªculas vegetales o minerales. Caminando vigorosamente por la acera de Broadway, Carlos se?alaba el humo negro del escape de un cami¨®n que oscurec¨ªa el aire, y me explicaba que el peligro de las part¨ªculas de gasolina quemada era su tama?o, mucho menor que el de cualquier part¨ªcula natural, y por lo tanto capaz de infiltrarse hasta lo m¨¢s hondo en todo nuestro cuerpo a trav¨¦s de los pulmones. En esa ¨¦poca estaba trabajando en un modelo matem¨¢tico para predecir el desplazamiento de los aerosoles en las masas horizontales de aire en las ciudades, Cuanto m¨¢s empe?o ponen los gobiernos en abrir fosos y levantar alambradas con p¨²as y cuchillas, m¨¢s velozmente se extienden los desastres clim¨¢ticos por encima de cualquier frontera, teniendo en cuenta, entre otras variables, la temperatura y el rozamiento sobre el asfalto, y el trazado de las calles.
De pronto ir paseando por ah¨ª era participar en un experimento de crucial importancia: qu¨¦ part¨ªculas invisibles y t¨®xicas estar¨ªamos respirando, desde qu¨¦ estensi¨®n oce¨¢nica o continental ven¨ªa el viento helado que nos asaltaba al doblar las esquinas.
Hace unos d¨ªas, el martes pasado, en una tarde irrespirable, pens¨¦ en mi amigo Carlos por primera vez en mucho tiempo. Sal¨ª del metro cuando a¨²n quedaba algo de sol y el calor no ced¨ªa, y en el aire hab¨ªa un brillo como de ¨¢mbar sucio, una gasa turbia que desdibujaba mi sombra alargada en la acera. incluidas las de esos mares en los que se ahogan los que vienen buscando refugio. El martes por la tarde, seg¨²n los sat¨¦lites de la NASA, el humo de los incendios en Canad¨¢, que ya ha sumergido en una niebla rojiza muchas ciudades en Estados Unidos, estaba llegando a Portugal, a Espa?a, al sur de Francia, sur de Europa, tra¨ªdo por las poderosas corrientes atmosf¨¦ricas. Saliendo del metro de Madrid yo respiraba part¨ªculas de ceniza de los ¨¢rboles quemados en los bosques de Canad¨¢, que a¨²n siguen ardiendo con una furia que no se hab¨ªa visto nunca. Hay ahora mismo en Canad¨¢, casi quinientos incendios activos, la mitad de ellos fuera de control, que han quemado ya cincuenta millones de hect¨¢reas, y forzado el desplazamiento de m¨¢s de treinta mil personas. La superficie de bosque quemada es, en este principio de verano, diez veces superior a la extensi¨®n total del a?o pasado. No somos capaces de imaginar la devastaci¨®n y el terror que se contienen en esas cifras. No podemos saber cu¨¢l ser¨¢ esa negra contabilidad dentro de unos meses en Espa?a, en este costado sur de Europa tan propenso a las grandes sequ¨ªas y a los grandes incendios, y tan acomodado p¨²blicamente a la conformidad y a la indiferencia, a la superstici¨®n de que las grandes cat¨¢strofes o suceden muy lejos o llegar¨¢n, si acaso, en un futuro igual de distante. Me acuerdo de un verano en que vi caer una lluvia lenta y tupida de ceniza, de un cielo color de eclipse, sobre un jard¨ªn en la Sierra de Madrid. El incendio estaba a unos pocos kil¨®metros, brillando de noche como en los horizontes infernales del Bosco. Cerr¨¢bamos las ventanas para no respirar las part¨ªculas de ceniza de las agujas y los troncos de los pinos quemados.
Pero ya no hay distancia, y si queda tiempo no sabemos si ser¨¢ suficiente para remediar en algo lo que ya es noticia urgente de cada d¨ªa y no vaticinio de un porvenir que puede no llegar. En la atm¨®sfera mesetaria de Madrid se respiran la ceniza de los inmensos bosques boreales, de los arces y los robles monumentales de Canad¨¢ aniquilados por el fuego. El crecimiento de las cosas es muy lento. La destrucci¨®n es casi instant¨¢nea. Basta un disparo para acaban con una vida entera. Un ¨¢rbol que tard¨® siglos en alcanzar su plenitud magn¨ªfica es talado en un rato por una motosierra o consumido sin remedio por una gran llamarada favorecida por el viento. Los mismos que se ensa?an abriendo fosos y erigiendo murallas de alambres afilados y electrificados contra la gran migraci¨®n hacia el norte de los pobres del mundo son los que sabotean cualquier medida que haga menos venenoso el aire o signifique un freno o un alivio contra el alud ya en marcha del cambio clim¨¢tico. Pero qui¨¦n puede poner puertas al campo, o fronteras a los incendios o a las migraciones de los perseguidos y expulsados, o a las corrientes atmosf¨¦ricas en las que viajan de un lado a otro del planeta los aerosoles que apasionan a mi amigo Carlos P¨¦rez.
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