La persistencia del 11 de septiembre
Para inmenso pasmo de quienes vemos a Chile desde fuera, todav¨ªa hay l¨ªderes pol¨ªticos con innegable influencia que defienden en p¨²blico el legado de Pinochet e incluso lo llaman estadista sin ruborizarse
El lunes pasado, cuando faltaban algunos minutos para el mediod¨ªa en Santiago de Chile, se cumplieron 50 a?os del momento en que empez¨® el bombardeo de los golpistas contra el Palacio de la Moneda, y a mi tel¨¦fono m¨®vil llegaron varios mensajes de amigos chilenos que recordaban o conmemoraban la magnitud de la tragedia. Yo me hab¨ªa pasado la tarde leyendo la nueva novela de Ariel Dorfman, Allende y el museo del suicidio, donde un personaje llamado Ariel Dorfman recibe de un millonario exc¨¦ntrico el encargo de averiguar si es verdad ¡ªsi es la verdad definitiva e inapelable¡ª que Salvador Allende se mat¨® de un tiro, o si otra versi¨®n de las cosas es posible: si es posible, por ejemplo, que lo hayan asesinado los militares que invadieron el palacio. ?Fue la muerte de Allende tr¨¢gica o ¨¦pica?, se pregunta el millonario exc¨¦ntrico en el pasado reciente de la novela. Para ¨¦l es de enorme importancia llegar a una conclusi¨®n precisa, no solo por razones hist¨®ricas, sino tambi¨¦n personales. Y alrededor de esa pregunta ¡ªdel descubrimiento de esas razones¡ª gira la intriga inicial de esta novela impredecible que luego tiene m¨¢s, mucho m¨¢s, que ofrecer.
Hoy sabemos, con toda la certeza que es posible tener, que Allende se quit¨® la vida a la 1.40 de la tarde, y que lo hizo con una ametralladora que le hab¨ªa regalado Fidel Castro. Pero no siempre fue as¨ª en el imaginario de Am¨¦rica Latina. En su discurso del 28 de septiembre que sigui¨® al golpe, Castro sostuvo frente a todo el mundo que Allende hab¨ªa muerto en combate, llevando en las manos la ametralladora regalada; y Garc¨ªa M¨¢rquez escribi¨®, en el reportaje que la revista colombiana Alternativa public¨® en 1974, una escena que durante muchos meses pareci¨® ser la versi¨®n oficial. A eso de las cuatro de la tarde del 11 de septiembre, escribe Garc¨ªa M¨¢rquez, el general golpista Javier Palacios se encuentra con Allende en el segundo piso del palacio; Allende, que lleva la ametralladora de Fidel en la mano, lo llama traidor, le dispara y lo hiere, y entonces se produce el intercambio de tiros en el que muere el presidente. ¡°Luego¡±, escribe Garc¨ªa M¨¢rquez, ¡°todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por ¨²ltimo, un suboficial le destroz¨® la cara con la culata del fusil¡±. Pero Ariel Dorfman, narrador de la novela de Ariel Dorfman, se pregunta si Garc¨ªa M¨¢rquez no habr¨¢ adornado la escena con exageraciones literarias que no corresponden a la verdad.
Allende y el museo del suicidio es una met¨¢fora extraordinaria del lugar que ocupa ese episodio en la conciencia de Chile: el suicidio de Salvador Allende, el m¨¦dico mas¨®n que quiso llevar a su pa¨ªs por el camino de un socialismo democr¨¢tico y pac¨ªfico, se ha convertido en un mito, y es la herida central del inmenso trauma que es el golpe de Estado. Y el golpe de Estado, seguido de los 17 a?os de la dictadura asesina de Augusto Pinochet, es uno de los grandes traumas de la historia latinoamericana, uno de esos momentos que no solo marcaron a un pa¨ªs, sino que se convirtieron desde la hora cero en parte de nuestra conciencia colectiva. En cierto sentido, el golpe chileno nos ocurri¨® a todos los latinoamericanos, y no me sorprendi¨® sentir el pasado 11 de septiembre que as¨ª sigue siendo: nos sigue ocurriendo a todos. Y es posible que nos ocurra cada vez m¨¢s, a medida que se vayan iluminando las sombras de ese espacio de la Guerra Fr¨ªa. S¨ª: porque el Palacio de la Moneda es incomprensible sin la presencia en el teatro de Henry Kissinger y de Richard Nixon y de las fuerzas sin control de la paranoia, que se hicieron presentes en el mundo entero durante esos a?os malhadados.
Para decirlo de otro modo, las conmemoraciones de estos d¨ªas han puesto en evidencia lo que, por distintas razones, hemos sabido los latinoamericanos desde hace mucho tiempo: que la Guerra Fr¨ªa sigue entre nosotros. Sigue dando coletazos, asomando la cabeza y neg¨¢ndose a enfriarse del todo. La Guerra Fr¨ªa est¨¢ presente en Nicaragua, en la forma involuntariamente par¨®dica de ese viejo revolucionario convertido en s¨¢trapa grotesco; est¨¢ presente en Cuba y en Venezuela; est¨¢ presente en Colombia, donde un conflicto de m¨¢s de medio siglo con las guerrillas marxistas cambi¨® de tercio con los acuerdos de 2016, pero nos arroja todos los d¨ªas revelaciones de espanto sobre lo que hemos sido capaces de hacernos los unos a los otros. Y en la caja de herramientas con la que hablamos del pasado siguen predominando las palabras viejas de esos a?os. El pasado en Am¨¦rica Latina es as¨ª: no se va nunca, se queda con nosotros, sigue tercamente moldeando nuestras conversaciones y nuestros desencuentros, sigue alimentando nuestras tensiones e incendiando nuestra convivencia.
Pero muchos hab¨ªan cre¨ªdo que sobre el 11 de septiembre hab¨ªa ciertos acuerdos m¨¢s o menos definitivos. En los ¨²ltimos tiempos ha resultado que no es as¨ª: todav¨ªa se debate sobre el significado o las consecuencias o la apreciaci¨®n de lo que pas¨®, y l¨ªderes pol¨ªticos de muchos seguidores e innegable influencia defienden ante los micr¨®fonos el legado de Pinochet, y hay quien lo llama estadista sin ruborizarse. Esto ocurre para inmenso pasmo de los que vemos a Chile desde fuera y no conseguimos entender que sea necesario ni aun permisible legitimar la violencia de esa dictadura para condenar las que cometen otras, o que un r¨¦gimen cruel y sanguinario, que destroz¨® las vidas de miles y sembr¨® un pa¨ªs de muertos y desaparecidos y hombres torturados y mujeres violadas, pueda maquillarse la cara con las cifras del producto interno bruto: como si las tres mil personas del informe Rettig no existieran, ni las casi treinta mil del informe Valech, ni los innumerables exiliados ¡ªno s¨¦ si est¨¦n en alg¨²n informe¡ª que han hecho su vida en otras tierras para que no los mataran en la suya, o despu¨¦s de haber sobrevivido al roce con la muerte.
Yo, como tantos latinoamericanos, los he conocido: en Suecia, en Alemania, en Suiza. He hablado con ellos y he escuchado sus historias de dolor, y me ha admirado la terca persistencia de su memoria, que responde ¡ªo esto me ha parecido¡ª a la intuici¨®n de que el tiempo lo suaviza todo, hasta la responsabilidad de los violentos: de que el paso del tiempo va atenuando los cr¨ªmenes en la memoria de una sociedad, tal vez porque nuestras historias, las historias de nuestros pa¨ªses latinoamericanos, producen nuevos dolores todo el tiempo, y hay que abrirles espacio a costa de los viejos. Ya han comenzado a morir los supervivientes de esos a?os de horror: los que vieron por dentro el estadio nacional convertido en campo de detenci¨®n y tortura, los que pasaron por el hoyo negro de Villa Grimaldi. ?Y qu¨¦ pasar¨¢ cu¨¢ndo ya no est¨¦n para contarnos o recordarnos lo que ocurri¨®, para dar testimonios como los que me ha tocado o¨ªr m¨¢s de una vez? ?Cu¨¢nto tiempo tardar¨¢ en morir tambi¨¦n la idea de que lo ocurrido el 11 de septiembre no puede repetirse?
Sea como sea, en eso s¨ª acert¨® Garc¨ªa M¨¢rquez. ¡°El drama¡±, escribi¨® en aquel art¨ªculo de 1974, ¡°ocurri¨® en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedi¨® sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se qued¨® en nuestras vidas para siempre¡±.
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