Caminos de la imaginaci¨®n
Soy hijo de la radio, del cine, de los c¨®mics, de los libros. Piezas todas de la misma dichosa experiencia de aprender
En los a?os cincuenta del siglo pasado, en un pueblo peque?o como el m¨ªo en Nicaragua, antes de la llegada de la televisi¨®n la radio lo era todo, y la familia se congregaba a horas rituales del d¨ªa para escuchar los noticieros, las radionovelas y la m¨²sica de moda alrededor del aparato de baquelita conectado a la antena en el techo de la casa. Se trataba de una experiencia colectiva, y las mismas voces de los locutores, actores y cantantes se escuchaban en todo el vecindario a alto volumen.
En la radio las voces lo eran todo. ...
En los a?os cincuenta del siglo pasado, en un pueblo peque?o como el m¨ªo en Nicaragua, antes de la llegada de la televisi¨®n la radio lo era todo, y la familia se congregaba a horas rituales del d¨ªa para escuchar los noticieros, las radionovelas y la m¨²sica de moda alrededor del aparato de baquelita conectado a la antena en el techo de la casa. Se trataba de una experiencia colectiva, y las mismas voces de los locutores, actores y cantantes se escuchaban en todo el vecindario a alto volumen.
En la radio las voces lo eran todo. En ¡°las p¨¢ginas sonoras¡± de las radionovelas, como enunciaba el locutor que daba la entrada a cada cap¨ªtulo entre los acordes del primer movimiento del Concierto para piano de Chaikovski, uno deb¨ªa imaginar a los personajes, darles un rostro y una catadura; la hero¨ªna ten¨ªa una hermosa voz, y por eso mismo la supon¨ªamos hermosa, y cruel y altiva, o bondadosa y sacrificada, seg¨²n las tonalidades de esa voz, sin saber c¨®mo era en lo f¨ªsico la actriz que encarnaba al personaje.
La radio lo era todo, junto con el cine, porque en mi pueblo hab¨ªa tambi¨¦n un cine. Pero ese poder total de representaci¨®n de las voces dejaba de ser posible al enfrentarse a las im¨¢genes. El rostro y el aspecto de los actores deb¨ªan corresponderse con el personaje. Uno dejaba de imaginarlos, los ten¨ªa a la vista. Clark Gable era Clark Gable. En el estudio de la radio, un miope con anteojos de culo de botella y entrado en carnes pod¨ªa ser el irresistible gal¨¢n seductor; al fin y al cabo, se trataba de un endriago invisible, con buena voz.
En las novelas que se leen no hay ni voces, ni im¨¢genes. Todo debe crearlo mi propia imaginaci¨®n a partir de la imaginaci¨®n del escritor, que me las traspasa a trav¨¦s de los signos de las letras. Es un acto de creaci¨®n entre dos.
Cuando a un escritor le preguntan cu¨¢l fue el primer libro que ley¨®, generalmente cita Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, o La isla del tesoro, de Stevenson, o algunas de las muchas novelas de Emilio Salgari, que escrib¨ªa historias de aventuras ambientadas en las lejanas islas del Pac¨ªfico, en el mar de las Antillas, en selvas y en desiertos, y sus h¨¦roes eran siempre osados y temerarios.
Pero mi primera novela no la le¨ª, sino que la o¨ª. En la radio escuch¨¦ las aventuras del pirata Sandok¨¢n, llamado el Tigre de Malasia, el personaje de una serie de relatos de Salgari. Y oyendo cada tarde los cap¨ªtulos de la radionovela, aprend¨ª acerca del misterio de las voces y del suspenso. Cada emisi¨®n terminaba siempre con el corte abrupto de una escena. El h¨¦roe quedaba con la soga al cuello en el pat¨ªbulo. La hero¨ªna estaba a punto de morir abrasada en un incendio. No se sabr¨¢ el desenlace sino en el siguiente cap¨ªtulo al d¨ªa siguiente. La vieja t¨¦cnica del follet¨ªn.
Y, al mismo tiempo que la radio y el cine, estaban los c¨®mics. Si en la radio las voces contaban una historia, en los c¨®mics eran las im¨¢genes de vivos colores, cuadro tras cuadro, las que iban completando la narraci¨®n.
Un ni?o, vendedor de peri¨®dicos por las calles de Buenos Aires, inv¨¢lido, adem¨¢s, pues se apoyaba en una muleta al andar, al conjuro de la palabra m¨¢gica SHAZAM se transformaba en el Capit¨¢n Marvel, investido de superpoderes. El Fantasma, el misterioso enmascarado de antifaz, que reinaba en el trono de la calavera, en lo profundo de la selva, cuando sal¨ªa al mundo a luchar contra los maleantes, lo hac¨ªa de sombrero, impermeable y anteojos oscuros. Eran historias donde el h¨¦roe ten¨ªa una doble identidad, y esa dualidad me fascin¨® desde entonces.
Por esos caminos gozosos anduve antes de entrar en el mundo no menos gozoso de la p¨¢gina impresa. Hab¨ªa en mi pueblo una se?ora de risa muy franca, que nos dejaba a los ni?os corretear por su solar, sembrado de ¨¢rboles frutales, y las puertas de su casa siempre estaban abiertas. Y en esa casa hab¨ªa una vitrina bajo llave, llena de libros. Un d¨ªa, me acerqu¨¦ curioso a esa vitrina, y ella me la abri¨® con gusto, y me invit¨® a sacar el libro que quisiera. Yo escog¨ª al azar. Y fue El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas.
Me lo llev¨¦ a mi casa, con el permiso complaciente de la se?ora, y en esos d¨ªas descuid¨¦ mis tareas escolares porque no pod¨ªa abandonar al personaje, Edmundo Dant¨¦s, su escape de la prisi¨®n, c¨®mo cambia de identidades, c¨®mo va consumando la venganza contra sus enemigos.
Aprend¨ª entonces lo que se llama la tensi¨®n del relato. La narraci¨®n sin descanso, una historia otras otra, una aventura intrigante que es seguida por una nueva. Y volv¨ª al gran atractivo de las identidades dobles. Edmundo Dant¨¦s es el rico conde de Montecristo, y es tambi¨¦n el abate Busoni. Como el Capit¨¢n Marvel y como El Fantasma.
Hijo entonces de la radio, del cine, de los c¨®mics, de los libros. Piezas todas de la misma dichosa experiencia de aprender.