La 'Hispaniola' zarpa de nuevo
En los ¨¢lbumes que recogen las aventuras de Tint¨ªn y Mil¨² se asegura -y no ser¨¦ yo desde luego quien lo ponga en duda- que est¨¢n destinados a lectores "entre los ocho y los ochenta y ocho a?os". Algo semejante puede decirse de La isla del tesoro. El relato de Stevenson ser¨¢ sin duda disfrutado en la ni?ez y en la adolescencia, pero tambi¨¦n luego en la madurez, y yo espero firmemente que alegre las tardes ya m¨¢s tibias de nuestra senectud. Cada edad leer¨¢ el cuento a su modo, desde su propia ilusi¨®n o desde su experiencia, pero siempre con deleite. Primero lo disfrutaremos (?c¨®mo envidio a quienes vayan a conocer la historia por primera vez!) con el gozo intacto del descubrimiento y despu¨¦s iremos encontrando en ¨¦l nuevas lecciones, matices diferentes, peque?os milagros que se revelan poco a poco como despiertan gradualmente las luces de una ciudad al llegar el crep¨²sculo. Un viejo poeta ingl¨¦s escribi¨® que Dios nos concedi¨® la memoria para que pudi¨¦semos tener rosas en invierno: cuando llegue el invierno a nuestra vida, releer La isla del tesoro y recordar lo que sentimos anta?o al leerla de ni?os volver¨¢ a traernos rosas frescas y fragantes, como reci¨¦n cortadas, de aventura, de coraje, de misterio y de ese misterio mayor que todos: la amistad.
Sin duda Stevenson conoci¨® el estado de gracia de la gran literatura cuando compuso este libro. Su prosa es sencilla pero nunca simple: hay un af¨¢n de exactitud en los matices y una intensidad nada enf¨¢tica que convierte todas las peripecias en visualmente n¨ªtidas y narrativamente irrefutables. Nada sobra ni falta en la trama argumental, desarrollada con un pulso certero que nos embarca -nunca mejor dicho- en lo contado de una manera gradual pero a la que nadie con vocaci¨®n de lector puede ofrecer resistencia. Como si estuvi¨¦semos sentados junto a un fuego acogedor a los pies del narrador en una alfombra con cuyo dibujo juega caprichosamente el reflejo de las llamas, bebemos cada palabra y cada incidente sin so?ar siquiera en la hora de irnos a dormir. Y vienen a nuestros labios las palabras rituales que acompa?an el decurso de todas las buenas historias cuando se cuentan como es debido: "?Y luego? ?Qu¨¦ pas¨® despu¨¦s?".
As¨ª debieron o¨ªr cada noche la lectura del cap¨ªtulo que hab¨ªa sido escrito ese d¨ªa Fanny Osbourne, el peque?o Lloyd y el padre de Stevenson, el primer p¨²blico privilegiado que conoci¨® la traves¨ªa de la goleta Hispaniola; seg¨²n su autor, se la fue dando a conocer a lo largo de un m¨¢gico verano en su cottage de Escocia. Probablemente colabor¨® cada uno con algo tambi¨¦n, un detalle o un nombre (el del barco de Flint, el Walrus, es por ejemplo una aportaci¨®n de pap¨¢ Stevenson). Porque a pesar del estilo literariamente impecable y sin duda muy trabajado de la narraci¨®n, hay en ella claramente un tono vivido, compartido, que s¨®lo puede comprenderse plenamente pensando en el juego oral, en la voz del que encanta mientras cuenta y a veces es interrumpido con exclamaciones de temor o de entusiasmo, sin olvidar las contribuciones espont¨¢neas. Este cuento no s¨®lo es familiar porque puede ser le¨ªdo por toda la familia, sino tambi¨¦n porque brota de una familia entera, unida en la imaginaci¨®n como forma de cari?o a la vida. Por eso este libro no tiene edad o, mejor, tiene todas las edades...
Es relativamente f¨¢cil resumir el argumento de La isla del tesoro (hoy ya tan popular y mil veces imitado que lo conocen incluso quienes nunca han tenido la suerte de leer el original), pero es muy improbable que ninguno de esos res¨²menes haga realmente justicia a su seducci¨®n minuciosa y a sus implicaciones enigm¨¢ticas. Es una historia con malos y buenos que acaba con el triunfo de lo debido sobre lo ilegal, como est¨¢ mandado, pero... Pero incluso los personajes m¨¢s oscuros saben llamarnos y seducirnos desde su tiniebla, mientras que los hijos de la luz nos dejan en m¨¢s de una ocasi¨®n un cierto poso amargo e inquietante. Por encima de todo lo dem¨¢s est¨¢ Jim Hawkins, el portavoz de la eterna adolescencia sin padre que debe busc¨¢rselo por su cuenta y riesgo. Porque de la madre surgimos y a ella habremos de volver, pero al padre hay que buscarlo y, una vez encontrado, hay que luchar contra ¨¦l y despu¨¦s hay que saber comprenderle e incluso quiz¨¢ perdonarle. Entre los padres convenientes que se le ofrecen (el doctor Livesey, Trelawney o el capit¨¢n Smollett) y el progenitor pirata que le tienta y le seduce, Long John Silver, Jim vacila, se debate, se va haciendo mayor. Al final adivinamos que todos esos progenitores incidentales formar¨¢n parte de su vida y contribuir¨¢n a la riqueza de su alma, tan liviana en lo azaroso como cualquiera de las nuestras. Tal es la parte del tesoro que realmente corresponde al joven Jim.
En Bristol, desde el puerto eterno de la literatura, la Hispaniola est¨¢ dispuesta otra vez como siempre a levar anclas. Ya nos llaman de nuevo para embarcar y no debemos hacernos esperar demasiado. Que leas o releas bien este cuento, amigo lector. Y que llegues a merecer el riesgo y la aventura de su hermosa lecci¨®n.
Babelia
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