Ni tan siquiera Portugal es perfecto
La educaci¨®n innata que tanto admiramos de sus ciudadanos nos ha hecho crearnos toda una mitolog¨ªa en torno a la cultura lusa a la que ellos contribuyen
Imaginemos un pa¨ªs que, a pesar de lindar con el nuestro, nos hiciera viajar m¨¢s all¨¢ de la realidad, nos trasladara al territorio donde se materializan nuestros deseos. Imaginemos aterrizar en Lisboa y, una vez superada la ¨²nica experiencia que convierte a los portugueses en bravucones, su incongruente manera de conducir, lleguemos a esa maravilla del mundo que es el Campo de Ourique: el barrio sereno, lejos del bullicio tur¨ªstico, que nos hace sentirnos inmersos en una especie de retiro espiritual. A partir de ese momento, el ¨²nico esfuerzo al que enfrentarse corresponder¨¢ a nuestras piernas...
Imaginemos un pa¨ªs que, a pesar de lindar con el nuestro, nos hiciera viajar m¨¢s all¨¢ de la realidad, nos trasladara al territorio donde se materializan nuestros deseos. Imaginemos aterrizar en Lisboa y, una vez superada la ¨²nica experiencia que convierte a los portugueses en bravucones, su incongruente manera de conducir, lleguemos a esa maravilla del mundo que es el Campo de Ourique: el barrio sereno, lejos del bullicio tur¨ªstico, que nos hace sentirnos inmersos en una especie de retiro espiritual. A partir de ese momento, el ¨²nico esfuerzo al que enfrentarse corresponder¨¢ a nuestras piernas, en ese interminable subir y bajar cuestas que se ver¨¢ compensado por una sopa en una de las tascas en las que se imita la receta secular de las abuelas. Imaginemos que el camarero nos reconoce desde la segunda vez que nos sentamos en su tasca y que nos pasa, con cordialidad y delicadeza, la mano sobre el hombro. Se obra el milagro: nos sentimos en casa con el alivio a?adido de no estar en casa. Estamos rodeados de portugueses de pelo recio que aman su paisi?o tanto como para no saltarse ni una sola de sus rutinas nacionales. Tras dar cuenta del arroz caldoso que acompa?a a la mejor fritura de pescado del mundo, se zampar¨¢n, no sabemos d¨®nde les cabe, uno de esos postres dulc¨ªsimos donde se dan cita el huevo, el az¨²car, la leche, el pan o el arroz. E invariablemente comentaremos c¨®mo nos gustar¨ªa que nuestro pa¨ªs se pareciera un poco a este, que rebajara el ruido insoportable, el de la vida p¨²blica y el de la convivencia, el que escupen los medios y el que se soporta en los bares. Un poco de silencio a la portuguesa, aunque este silencio de comida menestral siempre conlleve su toque de melancol¨ªa, la sensaci¨®n de tiempo detenido. Es un ritmo sin ritmo que favoreci¨® la escritura de Pessoa, la poes¨ªa de Sofia de Mello Breyner, el cosmopolitismo sin arrogancia de E?a de Queir¨®s, o que inspira la m¨²sica del prodigioso Ant¨®nio Zambujo.
Una cultura poco exhibicionista, que a¨²n propicia las palabras dichas a media voz, que usa el usted y la suave cadencia del idioma para no soliviantar al pr¨®jimo. Parecernos a ellos, cu¨¢ntas veces lo habremos dicho. No solo nosotros, son muchos los espa?oles que al visitar el pa¨ªs vecino advierten que est¨¢n hablando a un volumen invasivo y se van contagiando, si son sensibles, de sus maneras exquisitas al relacionarse. El caso es que esta educaci¨®n innata que tanto admiramos nos ha hecho crearnos toda una mitolog¨ªa en torno a la cultura lusa a la que ellos contribuyen: no hay nada que le guste m¨¢s a un portugu¨¦s que Portugal. Los tenemos por pol¨ªglotas, porque hablan el portu?ol mucho mejor que nosotros, que somos perezosos y acomplejados; elogiamos su estilo de hacer revoluciones sin cortar cabezas, con flores, toma ya; no deja de sorprendernos que las celebraciones del 25 de abril sean una fiesta que no provoque disensos y cuya carteler¨ªa de ni?as con claveles inunda los espacios p¨²blicos; incluso, hemos asumido la extraordinaria versi¨®n de que su colonialismo fue suave, sin sombra de brutalidad, aunque ah¨ª est¨¢n autoras como Dulce Mar¨ªa Cardoso o Isabel Figueiredo para desmentirlo; denunciamos, con raz¨®n, nuestra bronca en relaci¨®n con el pasado, pero entendemos el silencio portugu¨¦s referido a sus colonias como un rasgo de pacificaci¨®n; valoramos esa pasi¨®n suya por lo propio que ha permitido preservar lo viejo como no hemos sabido hacer nosotros y por no ver no advertimos ni sus problemas sociales.
Pero no hay pa¨ªs ideal, aunque pensar que vivimos al lado del para¨ªso estabiliza nuestro ¨¢nimo en cuanto pisamos las calles de suelo empedrado. Por continuar con la idealizaci¨®n deseamos concluir que la dimisi¨®n de Ant¨®nio Costa ha sido un gesto de dignidad. Y es cierto. Pero tambi¨¦n lo es que un primer ministro ha de cuidarse de las amistades peligrosas. Esa segunda lectura, ay, nos enturbia un poco el cuento.