Para llamarnos civilizaci¨®n
Las calles de ciudades de todo el mundo se han atestado de personas pidiendo un alto en fuego en Gaza porque de los horrores del siglo XX ha emergido una conciencia que nos hace herederos de los derechos humanos
Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Europa sufri¨® una conmoci¨®n que cambiar¨ªa para siempre c¨®mo concebimos la vida, la tolerancia social hacia la barbarie y, poco tiempo despu¨¦s, nuestras nociones de sujeto pol¨ªtico. Recordaba Susan Sontag c¨®mo en el conflicto que dio comienzo en 1914 la mayor¨ªa de las bajas pertenecieron a los ej¨¦rcitos, mientras que para 1945 esa tendencia se hab¨ªa invertido: los varios millones de muertos fueron, sobre todo, poblaci¨®n civil, con mayor protagonismo fatal del pueblo jud¨ªo, aunque no exclusivamente. En mitad de ambas conflagraciones, nuestra guerra civil ¡ªentonces denominada ¡°guerra de Espa?a¡±¡ª marc¨® un punto de inflexi¨®n a partir de la matanza indiscriminada de gente inocente, llevada a cabo mediante un armamento poderos¨ªsimo y una aviaci¨®n tan sofisticada como la Legi¨®n C¨®ndor, enviada por el III Reich a Franco. De repente, se hab¨ªa pasado de delimitar objetivos militares muy claros a acribillar masivamente a personas cuya relaci¨®n con la contienda se limitaba a la mera existencia. Para cuando hubo terminado la ¨²ltima conflagraci¨®n mundial, revelado el horror tanto de los campos de concentraci¨®n nazis como de la bomba at¨®mica, Europa, untada en ruinas y sangre, ya no pod¨ªa autoproclamarse cuna de ninguna civilizaci¨®n. La magnitud de las atrocidades era simplemente inenarrable, hasta el punto de conducir a los fil¨®sofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer a cuestionar la mism¨ªsima Ilustraci¨®n, de manera similar a como tambi¨¦n lo har¨ªan Mar¨ªa Zambrano y Hannah Arendt en sus respectivos exilios.
Sobrecog¨ªa la carne lo ocurrido: ?qu¨¦ ser te¨®ricamente dotado de raciocinio hab¨ªa sido capaz de engendrar tremenda monstruosidad, llevando al g¨¦nero humano a los l¨ªmites de la degeneraci¨®n m¨¢s absoluta? No importaba que, en las d¨¦cadas inmediatamente anteriores, el continente civilizado hubiese perpetrado, movido por un frenes¨ª imperialista, matanzas tan despiadadas como las del Congo, o las guerras de Marruecos, magistralmente narradas por Arturo Barea. Entonces, en suelo europeo, se hab¨ªan cruzado todas las l¨ªneas rojas y se volv¨ªa preciso otro orden mundial que protegiese la integridad f¨ªsica y emocional de los habitantes del planeta tierra, al menos desde el papel. Fue as¨ª como se promulg¨® la Declaraci¨®n Universal de los Derechos Humanos, sobre los cad¨¢veres a¨²n calientes de Auschwitz, y se ampliaron significativamente los Convenios de Ginebra relativos al trato de los prisioneros de guerra, los heridos y enfermos, junto a la poblaci¨®n civil. Hab¨ªa nacido, antes de la d¨¦cada de 1950, el Derecho Internacional Humanitario, aplicable a cada esquina del globo; se izaba la promesa civilizacional de no repetir otra masacre de tal calibre ni con el colectivo jud¨ªo, cuyo Holocausto encegueci¨® las almas occidentales y desat¨® la depuraci¨®n de responsabilidades en los Juicios de N¨²remberg, ni con nadie.
Poco tiempo despu¨¦s, buena parte del llamado Tercer Mundo se levantar¨ªa, primeramente en palabras contra las salvajadas del colonialismo en la Conferencia de Bandung (1955), y m¨¢s tarde directamente en armas a favor de una liberaci¨®n del yugo de la metr¨®polis que resultar¨ªa, entre otros procesos, en la descolonizaci¨®n de ?frica. Inspirados por los ideales de los derechos humanos, las razas tradicionalmente sometidas parec¨ªan clamar que ellas tambi¨¦n eran jud¨ªos siendo aniquilados. Cuando se desplegaron los a?os sesenta, todos los ¡°nativos¡± globales alcanzaron el estatus de seres humanos, seg¨²n dej¨® explicado el te¨®rico Fredric Jameson: las minor¨ªas, externas e internas, las mujeres, los marginalizados de cualquier estirpe, el Otro no blanco, importaban; se les atribu¨ªa una dignidad de la que hab¨ªan carecido durante siglos.
Ha llovido desde entonces y ese paradigma, surgido de las cenizas de las c¨¢maras de gas, se ha fortalecido en el imaginario colectivo: la implementaci¨®n de pol¨ªticas de memoria hist¨®rica en distintos pa¨ªses, la creaci¨®n de tribunales internacionales y el rechazo a l¨®gicas totalitarias de gobierno han dotado de una legitimidad a los derechos humanos dif¨ªcilmente discutible, a pesar de que sus violaciones han seguido produci¨¦ndose y, desgraciadamente, contamos con demasiados ejemplos, desde el Chile de Pinochet a Srebrenica. No obstante, la guerra se ha ido progresivamente despojando de sus connotaciones heroicas; socialmente, se le ha atribuido a la v¨ªctima una autoridad moral impensable antes del fascismo; y, en general, se puede afirmar que pocos son quienes aceptan el exterminio de civiles, independientemente de su etnia o preferencia religiosa. Que las calles de numerosas ciudades alrededor de mundo se hayan visto atestadas de manifestantes demandando un alto el fuego en Gaza obedece a estos 75 a?os de educaci¨®n sentimental de la ciudadan¨ªa en los valores que exuda el Derecho Internacional Humanitario, aunque no se posean conocimientos jur¨ªdicos espec¨ªficos: por fortuna, su corpus ha virado en sentido com¨²n. A pesar de dicho fen¨®meno, que aglutina una serie de principios compartidos, el paradigma del que hablo ha sido brutalmente vilipendiado por Estados Unidos, y su hegemon¨ªa militar ¡ªno tanto cultural¡ª impide una reacci¨®n contundente por parte de otros gobiernos que, estoy segura, repudian visceralmente cada bomba que asesina o mutila a un ni?o palestino.
En este sentido, cabe subrayar la ruptura radical que supuso con la moralidad vigente el conjunto de acciones en torno a la llamada ¡°Guerra contra el terror¡± tras los atentados de la Torres Gemelas en 2001. Abogadas tan prestigiosas como Alka Pradhan, o fil¨®sofas como Judith Butler, han denunciado la implementaci¨®n de otro marco legal por parte de la potencia norteamericana que dio lugar a las consabidas incursiones b¨¦licas en Irak o Afganist¨¢n, o a la creaci¨®n del centro de detenci¨®n, y posteriormente de torturas, en Guant¨¢namo. Respecto a este ¨²ltimo enclave, la periodista Karen Greenberg ¡ªuna de las que m¨¢s sabe del tema¡ª detall¨® en su libro The least worst place la b¨²squeda sistem¨¢tica del ¡°equivalente legal al espacio exterior¡± ¡ªde acuerdo con la cita de un oficial de la administraci¨®n de George W. Bush¡ª con la finalidad de evitar cualquier responsabilidad penal por las atrocidades all¨ª cometidas. Lo que encontraron, o fabricaron, fue la prisi¨®n que ya conocemos, donde las garant¨ªas legales de la Constituci¨®n estadounidense no tienen validez al encontrarse la c¨¢rcel en suelo cubano, Cuba no cuenta con jurisdicci¨®n porque el territorio le fue, de facto, arrebatado, y tampoco parecen haber permeado las distintas resoluciones de la ONU. Una vez servido el limbo, rota cualquier vinculaci¨®n con esos acuerdos t¨¢citos que derivaron de la segunda guerra mundial, de forma radicalmente impune, Israel ¡ªse nos transmite desde los medios¡ª se halla apadrinado para cometer la misma estrategia: en vez de urdir un plan concreto cuyo objetivo sea el grupo terrorista Ham¨¢s, se procede a la carnicer¨ªa m¨¢s descabellada, ya sea en la calle o dentro de un hospital.
Como anta?o, no hay coraz¨®n que soporte tal voladura de la raz¨®n, pero, a diferencia de ¨¦pocas pasadas, ahora nos ampara una trayectoria de repulsa de la barbarie, adopci¨®n de c¨®digos jur¨ªdicos y ¨¦ticos, de sensibilidad informada con la que gritar a pulm¨®n tendido basta. Pese a su incumplimiento ocasional, somos herederos de los derechos humanos, y el Gobierno de Espa?a, bajo la presidencia de Pedro S¨¢nchez, quien actualmente lidera asimismo la Uni¨®n Europea, debe plantarse ante el mundo para evitar m¨¢s derramamiento de sangre. Est¨¢ en juego nuestra historia, y la memoria de los millones de muertos sobre cuyos huesos se erigieron unas garant¨ªas inalienables, si queremos seguir llam¨¢ndonos, a pesar de todo, civilizaci¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.