Escenograf¨ªas de la memoria
En un museo de Vermont se reproduce una farmacia tradicional americana y reconozco todo lo que mi padre vend¨ªa: colagogos hep¨¢ticos, jarabes de r¨¢bano iodado, elixires para la tos
Al lado de la carretera que lleva de Middelbury a Burlington en el estado de Vermont, muy cerca de la ribera oriental del lago Champlain, se encuentra el Museo de la Cultura Americana de Shelburne, donde hay una farmacia tradicional, y una tienda de abarrotes como la que ten¨ªa mi padre en mi pueblo natal de Masatepe.
En los estantes, mostradores y vitrinas, tanto de la farmacia como de la tienda del museo de Shelburne, se exhiben medicinas de patente, productos para la higiene personal, y art¨ªculos alimenticios y de uso cotidiano en sus envases originales, los mismos que estaban en el comercio en Estados Unidos, y en Am¨¦rica Latina, al menos desde principios del siglo XX.
Fascinado, como si volviera al pasado, reconozco todo lo que mi padre vend¨ªa: colagogos hep¨¢ticos, jarabes de r¨¢bano iodado, elixires para la tos; las pilulas Orientales para hacer crecer los senos; los estuches de pastillas Sen-Sen para el aliento; las latas de sardinas picantes La Sirena y de carne ajamonada Spam, la carne del diablo Underwood, las conservas de frutas Monarch; los sacos de harina Golden Flour, los tarros de avena Quaker, las latas de queroseno El Capit¨¢n, y barras de jab¨®n de lavar, m¨¢s la infaltable balanza Toledo para pesar las mercanc¨ªas.
Metido en aquel t¨²nel del tiempo, comprob¨¦ que toda esa imaginer¨ªa que regresaba a mi memoria era parte de mi dotaci¨®n literaria, y que las marcas antiguas, con sus emblemas rom¨¢nticos y su tipograf¨ªa modernista, eran parte de mi patrimonio de escritor, se?ales a las que acudir, escenograf¨ªas guardadas en la memoria.
Hab¨ªa en la tienda de mi padre un jarabe contra el paludismo, el emblema un hombre demacrado apresado en el suelo entre las patas de un mosquito gigante, una imagen kafkiana que contrastaba con la muy pl¨¢cida de la mujer del Tric¨®fero de Barry que se peinaba los largos cabellos con gesto sensual, enmarcada en un p¨®rtico neocl¨¢sico.
Y junto a una de las vitrinas donde se asoleaban frascos de lociones y perfumes baratos, la efigie recortada en cart¨®n a tama?o natural, de una pareja elegante, la mujer en traje de noche y el hombre de esmoquin con el cabello bien peinado con brillantina Glostora, levemente movidos por el aire que entraba de la calle trayendo briznas y polvo.
Esos productos comerciales, en la Am¨¦rica Latina donde se revuelve la modernidad con lo arcaico, siguen teniendo categor¨ªa de bienes culturales porque son parte de la vida cotidiana, y act¨²an a manera de se?ales que comunican una identidad com¨²n, igual que las letras de los tangos y los boleros y de toda la m¨²sica popular difundida por la radio y por las sinfonolas, y que tra¨ªa el cancionero Picot.
Una buena muestra de esa identidad, parte de mi memoria, es el almanaque Bristol, ese cuadernillo de forro color ladrillo con la efigie enjuta y barbada, de mejillas hundidas, del doctor Cyrenius Chapin Bristol, qu¨ªmico y farmaceuta, inventor del jarabe t¨®nico de zarzaparrilla.
El almanaque Bristol, fundado en el siglo XIX, conserva su renombre y sigue imprimi¨¦ndose, revoluci¨®n digital de por medio, para ser obsequiado a la clientela por tiendas y boticas para Navidad y a?o nuevo. Divulgaba la bondad de los productos Lanman & Kemp-Barclay: el Aguaflorida de Lanman, el Tric¨®fero de Barry y el jab¨®n perfumado Reuter.
Todo un manual dom¨¦stico de sabidur¨ªa popular, que yo esperaba de ni?o cada a?o, tra¨ªa el calendario de los santos, fiestas m¨®viles y fechas de las t¨¦mporas; las fases de la luna, eclipses y predicciones clim¨¢ticas para las labores agr¨ªcolas; el hor¨®scopo y otros datos astrol¨®gicos; el movimiento de las mareas; y lo que yo m¨¢s buscaba en sus p¨¢ginas, una tragicomedia gr¨¢fica en ocho cuadros, protagonizada por los personajes Quirino y Tranquilino.
Que aquella efigie fuera la del doctor Bristol no era un dato del dominio general. El p¨²blico dec¨ªa ¡°el hombre del almanaque Bristol¡±, igual que dec¨ªa ¡°el hombre del bacalao¡± al aludir a la figura del pescador con un enorme bacalao a cuestas en la caja de la emulsi¨®n de Scott; ¡°el hombre de la avena Quaker¡±, el sonriente cu¨¢quero bonach¨®n, de peluca y sombrero, de la lata de avena; ¡°el hombre de la Gillette¡± para referirse al rostro bien afeitado y de bigote tupido de los sobrecitos de cuchillas de doble filo, el magnate King C. Gillette, quien las hab¨ªa inventado para sustituir a la peligrosa navaja de barber¨ªa.
Una sola marca, la m¨¢s poderosa, pasa a sustituir al producto gen¨¦rico, y se establece lo que los viejos publicistas llamaban la ¡°conciencia de marca¡±. Una Singer denomina a cualquier m¨¢quina de coser, una Gillette a cualquier navajilla, una Aspirina a cualquier analg¨¦sico, una Frigidaire a cualquier refrigerador, el Flit a cualquier insecticida fumigante. Y en esto vale tanto la fama de la efectividad del producto, como el atractivo de su emblema. La palabra Bayer pasa a ser sin¨®nimo de calidad garantizada, y el consumidor se gu¨ªa por ¡°la cruz de Bayer¡±, el nombre escrito en cruz dentro de un c¨ªrculo por todo emblema: ¡°Si es Bayer, es bueno¡±.
Y las vitrinas de la tienda de mi padre brillan con el ¨²ltimo sol de la tarde, antes de que caiga la noche.
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