Solo el misterio
La educaci¨®n est¨¦tica del ni?o empieza con los juguetes, con las canciones y los cuentos, y por eso en la literatura hay una ra¨ªz m¨¢s profunda y m¨¢s pura que no es la de lo literario
De ni?o deseaba cosas que no pod¨ªa tener, pero no envidiaba a los que s¨ª las ten¨ªan. Cada a?o ped¨ªa un tren el¨¦ctrico en la carta a los Reyes Magos, y aun antes de descubrir el triste secreto sobre ellos ya intu¨ªa que aquella petici¨®n iba a quedar sin respuesta. Pero como en mi calle ning¨²n otro ni?o recib¨ªa aquel juguete suntuoso, el tren el¨¦ctrico segu¨ªa formando parte del mismo mundo inaccesible en el que se mov¨ªan los h¨¦roes de las pel¨ªculas. Desde principios de diciembre, aquellos trenes emprend¨ªan sus viajes circulares en los escaparates de las jugueter¨ªas, en sus paisajes simplificados de monta?as, t¨²neles, puentes, estaciones con tejados alpinos y relojes en miniatura. Yo los miraba tras el cristal y la simple felicidad de la contemplaci¨®n era tan perfecta que volv¨ªa superflua la idea de poseer lo contemplado. La intensidad con que lo miraba hac¨ªa que fuera m¨ªo el tren el¨¦ctrico. Hacemos nuestra la obra de arte, el libro o la canci¨®n sin ninguna necesidad de poseerlas. Es m¨¢s de cada uno porque es de todos y es de nadie. La educaci¨®n est¨¦tica del ni?o empieza con los juguetes, con las canciones y los cuentos, y por eso en la literatura hay una ra¨ªz m¨¢s profunda y m¨¢s pura que no es la de lo literario. Yo no hab¨ªa visto de cerca ning¨²n tren, y en mi tierra hab¨ªa colinas de olivares o de vi?as, no bosques de monta?a, pero en la campana de vidrio del escaparate el tren el¨¦ctrico y su paisaje formaban una maqueta suficiente del mundo, una visi¨®n a la vez fant¨¢stica y meticulosa que hac¨ªa concreto el misterio y daba un aire de f¨¢bula a una calle de todos los d¨ªas.
A los siete, a los ocho a?os, un ni?o tiene ya una plena conciencia de las cosas pero habita todav¨ªa un universo parcialmente m¨¢gico en el que perdura la posibilidad del prodigio. Quiz¨¢s esto era m¨¢s as¨ª en una ¨¦poca en la que hab¨ªa muchas menos im¨¢genes, y desde luego much¨ªsimos menos objetos. Hasta los 11 o 12 a?os yo no empec¨¦ a familiarizarme de verdad con la televisi¨®n. Las cosas surg¨ªan delante de nosotros con una integridad deslumbradora. En las pantallas de cine, brotando de la oscuridad, todo ten¨ªa dimensiones inmensas y colores muy vivos, con frecuencia m¨¢s ricos y variados que en la realidad: las caras, los caballos, las espuelas de los jinetes, los penachos de plumas y los cuerpos bronceados de los indios que cabalgaban a pelo en las pel¨ªculas del oeste. Las profundidades del mar a las que descend¨ªan los submarinos no eran menos hipn¨®ticas porque estuvieran simuladas en estanques de los estudios de Hollywood dotados de turbinas y ventiladores para levantar tempestades. En la radio estaba el otro misterio de las voces y los sonidos gracias a los cuales lo invisible se hac¨ªa visible en la imaginaci¨®n.
¡°Solo el misterio nos hace vivir. Solo el misterio¡±, dice apasionadamente Lorca, que llev¨® siempre consigo como un poeta primitivo las impresiones de la naturaleza originaria vividas de ni?o en la Vega de Granada. El misterio era m¨¢s poderoso que nunca en la noche de Reyes. Las figuras de barro pintado de los nacimientos cobraban vida y se volv¨ªan de tama?o natural, aunque de consistencia fantasmag¨®rica, para llegar con todo su cortejo sin ser vistas de nadie, aunque las representara el simulacro festivo y nunca del todo convincente de la cabalgata en el atardecer del d¨ªa 5 de enero. Puedo acordarme de un tiempo anterior en que esas cabalgatas municipales y multitudinarias a¨²n no exist¨ªan, y por lo tanto la fiesta era a¨²n m¨¢s ¨ªntima, hecha casi del todo de invisibilidad y expectativa del prodigio. Por aquellos tejados con chimeneas de las que brotaba en la medianoche un humo espectral de madera de olivo y aquellas ventanas altas de desvanes y graneros llegar¨ªa de alg¨²n modo la comitiva sigilosa de los Reyes Magos, sus pajes, sus sirvientes atareados y eficaces, y era posible que las pezu?as de sus camellos resonaran sobre el empedrado de nuestras calles desiertas y poco iluminadas con el mismo redoble que los reba?os de vacas o los cascos de los mulos y los caballos.
Pero nos avisaban de que una vigilancia imprudente podr¨ªa frustrar el deseado advenimiento. Me asomaba de reojo a la ventana, con impaciencia fervorosa, con miedo, y la calle era la misma de siempre a esa hora, y la plazuela en la que desembocaba, con sus bombillas en las esquinas, que serv¨ªan m¨¢s para agigantar las sombras que para disiparlas, pero tambi¨¦n era el escenario de algo, una inminencia m¨¢s tentadora porque nos estaba prohibido verla. Del comedor llegaban los rumores de conversaciones de los adultos, tan extra?amente ajenos a la atm¨®sfera de misterio y espera que respir¨¢bamos nosotros, en nuestro cuarto a oscuras, quiz¨¢s con una raya de claridad debajo de la puerta. Era una ¨¦poca en la que adultos y ni?os viv¨ªan en mundos muy ajenos entre s¨ª, como los colonos europeos en sus villas y los nativos en sus chozas, en torno a sus hogueras, cantando y narrando historias en un idioma que los blancos desconoc¨ªan. Los adultos ten¨ªan vidas muy duras y muy atareadas y los ni?os eran muy numerosos y pasaban mucho tiempo juntos y sin vigilancia alguna en el pa¨ªs silvestre de la calle, ni?os y ni?as en zonas contiguas pero separadas entre s¨ª, sin mezclarse nunca, ni en los juegos, ni en los juguetes, ni en las canciones.
Sin darnos cuenta nos qued¨¢bamos dormidos, agotados por el nerviosismo de la espera. No sab¨ªamos que nos est¨¢bamos educando a la vez en el aprendizaje doble del misterio y de la paciencia, del entusiasmo y la perseverancia. Abr¨ªamos los ojos y a¨²n no era de d¨ªa, as¨ª que agudiz¨¢bamos la mirada para distinguir las cosas en aquella d¨¦bil claridad, con el coraz¨®n palpitando muy fuerte en el pecho. Algo se ve¨ªa, en la penumbra, o detr¨¢s de una cortina. Hab¨ªa un paso del estremecimiento a la confirmaci¨®n, de lo vago y prometedor a lo tangible.
As¨ª iba a ser ya para siempre en la vida. Nunca vino el tren el¨¦ctrico, pero no recuerdo que hubiera ninguna decepci¨®n, porque tampoco hab¨ªa tenido yo verdadera esperanza. Un fondo de sentido de la realidad moderaba las quimeras infantiles. Aparec¨ªa una caja de l¨¢pices de colores, un peque?o barco de lata al que se daba cuerda, un plumier, un libro, un tablero del juego de la oca, y su aspecto tan cotidiano estaba tocado de misterio porque eran regalos de los Reyes. Lo que ve¨ªan nuestros ojos ya con la primera claridad, lo que tocaban nuestras manos, era la belleza n¨ªtida de las cosas reales, la excepcionalidad de lo com¨²n, la plenitud de los sentidos que lo percib¨ªan: el olor de la goma, el de la madera de los l¨¢pices, el tacto y el olor y los colores de las ilustraciones en los libros. No se nos estaban cumpliendo exactamente deseos, y ni se nos habr¨ªa ocurrido exigir nada, y menos a¨²n pedir cuentas por lo no conseguido. La caja de 12 colores era id¨¦ntica a cualquier otra y tambi¨¦n era excepcional porque hab¨ªa llegado como un regalo y por sorpresa, un don m¨¢s valioso porque no lo hab¨ªamos esperado. La lectura de aquellos libros nos subyugaba m¨¢s porque ven¨ªan de no se sab¨ªa d¨®nde, no elegidos por nosotros sino en virtud de un azar inescrutable, que ya iba a ser siempre el mismo que nos har¨ªa encontrar a lo largo de los a?os la mayor parte de los libros, las m¨²sicas, las ciudades, y por encima de todo las personas decisivas en la vida. Solo el misterio nos hace vivirla de verdad.
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