Nuevos fantasmas leninistas
Sorprende mucho que en plena costumbre de la libertad vuelvan a juzgarse las obras de arte en virtud de criterios y catecismos ideol¨®gicos, como hac¨ªa la izquierda dogm¨¢tica de mi juventud
Cuando llegu¨¦ a Madrid para estudiar, en un enero que recuerdo muy fr¨ªo y muy nublado de 1974, el libro mejor situado en los escaparates de todas las librer¨ªas era un tomo grueso de Lenin. Se titulaba Materialismo y empirocriticismo, y su mismo t¨ªtulo ya da una idea de su intraspasable espesor. A quien no viviera aquella ¨¦poca le parecer¨¢ inveros¨ªmil que en plena dictadura franquista un ensayo de V. I. Lenin pudiera editarse con normalidad, y exhibirse tan abiertamente. Pero lo m¨¢s llamativo no era la presenc...
Cuando llegu¨¦ a Madrid para estudiar, en un enero que recuerdo muy fr¨ªo y muy nublado de 1974, el libro mejor situado en los escaparates de todas las librer¨ªas era un tomo grueso de Lenin. Se titulaba Materialismo y empirocriticismo, y su mismo t¨ªtulo ya da una idea de su intraspasable espesor. A quien no viviera aquella ¨¦poca le parecer¨¢ inveros¨ªmil que en plena dictadura franquista un ensayo de V. I. Lenin pudiera editarse con normalidad, y exhibirse tan abiertamente. Pero lo m¨¢s llamativo no era la presencia de ese libro con el nombre y la cara de Lenin en la portada: era la abundancia, la omnipresencia de ensayos y manuales de marxismo, de todo tipo de textos revolucionarios, de historias de las sublevaciones en el entonces llamado Tercer Mundo, de la revoluci¨®n sovi¨¦tica, la revoluci¨®n china, la lucha de Vietnam del Norte. La efigie de Lenin, la de Fidel Castro, la de Marx, la de Mao, estaban en muchas de las portadas de los libros de bolsillo de entonces, en las que predominaba una recia est¨¦tica de realismo socialista.
A los mandamases franquistas, amodorrados y ah¨ªtos al cabo de varias d¨¦cadas de supremac¨ªa desp¨®tica, aquella sobreabundancia de literatura revolucionaria no deb¨ªa de inquietarles mucho, o quiz¨¢s andaban tan abotargados que ni se enteraban de su existencia. No hab¨ªa piedad con militantes de izquierda, y menos todav¨ªa si eran obreros y sindicalistas, pero el marxismo que reinaba en las librer¨ªas y en las aulas universitarias deb¨ªa de parecerles un entretenimiento de hijos de buena familia temporalmente descarriados, o perdidos en alucinaciones demasiado abstractas como para ofrecer alg¨²n peligro. Y todo eso sin olvidar que una parte muy considerable de las energ¨ªas intelectuales y los fervores ideol¨®gicos de los ¡°concienciados¡± de la izquierda, como se dec¨ªa entonces, se consagraban no a la conspiraci¨®n directa ni a la denostaci¨®n del enemigo com¨²n, el r¨¦gimen franquista, sino a la diatriba contra los partidarios de otras corrientes revolucionarias. La furia con que se atacaban entre s¨ª mao¨ªstas y trotskistas en las asambleas universitarias solo era menos vehemente que la de unos y otros por igual contra el Partido Comunista, el PCE, ¡°el Partido¡±, como dec¨ªan sus miembros, en un singular jactancioso que ten¨ªa mucho de querencia de partido ¨²nico. Trotskistas, mao¨ªstas, leninistas de diversa ¨ªndole, llamaban revisionista y reformista al PCE, aun antes de la muerte de Franco, y se agotaban en anatemas y en diatribas de pureza ideol¨®gica que se parec¨ªan mucho a las disputas entre las sectas cristianas de los primeros siglos, peleas a muerte en la claustrofobia de las catacumbas, acusaciones de impureza, rigores de punitiva ortodoxia.
Para los mao¨ªstas, Mao era el rebelde que se hab¨ªa emancipado del revisionismo y el apoltronamiento sovi¨¦tico, el poeta fil¨®sofo que llamaba a los imperialistas tigres de papel y dec¨ªa que un bello poema se escribe mejor sobre una hoja en blanco. Hay met¨¢foras siniestras: la hoja en blanco de Mao era el exterminio por hambre y persecuci¨®n de millones de personas en nombre de los desatinos megal¨®manos del dictador y su r¨¦gimen. Intelectuales europeos hab¨ªan peregrinado a China en medio del caos sanguinario de la Revoluci¨®n Cultural y solo hab¨ªan visto un pa¨ªs pr¨®spero y un pueblo feliz. Hasta Baltasar Porcel, a?os m¨¢s tarde propagandista del supremacismo de los ricos catalanes, public¨® aquel 1974 un libro entusiasta de viaje que se titulaba China, una revoluci¨®n en pie, que yo le¨ª cr¨¦dulamente, tontamente, como le¨ªa tantas cosas, hu¨¦sped menesteroso de las librer¨ªas de Madrid, contagiado de un fervor doctrinario que por suerte no fue muy duradero, y del que me curaron, m¨¢s que la inteligencia o el sentido com¨²n, el amor por la literatura y el amor por la libertad, los dos igual de instintivos, el rechazo visceral y todav¨ªa no intelectual de las imposiciones y las coacciones ideol¨®gicas.
No capitulaba de aquellas elucubraciones te¨®ricas por desacuerdo sino por aburrimiento. Las ideas al parecer m¨¢s revolucionarias se expresaban en una prosa como de cemento, con una monoton¨ªa administrativa de catecismo o de manual de instrucciones. Le¨ªa y subrayaba meritoriamente los Conceptos elementales del materialismo hist¨®rico, de Marta Harnecker, lectura obligatoria entonces, y me venc¨ªa una desgana culpable. Yo carec¨ªa de la perspicacia pol¨ªtica, de la informaci¨®n veraz, de la madurez intelectual que me hubieran inmunizado contra los dogmas tan seductores de aquella izquierda que siendo antifranquista tambi¨¦n era en gran medida antidemocr¨¢tica, y que ten¨ªa el mismo desd¨¦n hacia la libertad de esp¨ªritu que hacia las libertades p¨²blicas entonces llamadas ¡°formales¡± o ¡°burguesas¡±. Pero el sentido de la belleza y de la forma puede avisarnos de cosas que nuestra inteligencia consciente no sabe advertir.
Pod¨ªa aceptar que Lenin hubiera sido un h¨¦roe de la revoluci¨®n, un m¨¢rtir cuya muerte prematura le exculpaba de los cr¨ªmenes horrendos que as¨ª pod¨ªan atribuirse exclusivamente a Stalin. Lo que no pod¨ªa era leer una sola p¨¢gina de aquella prosa leninista con la que te¨®ricamente me correspond¨ªa estar de acuerdo. Y tambi¨¦n era incapaz, por muy buena voluntad que pusiera, de disfrutar novelas, poemas, obras de teatro, pel¨ªculas, canciones, cuyo m¨¦rito principal consist¨ªa en la cruda denuncia panfletaria, en el ¡°mensaje¡±, por noble que fuera. El desali?o indumentario en el que viv¨ªamos todos se correspond¨ªa con un penoso desali?o est¨¦tico en las obras que se nos recomendaban o se nos impon¨ªan. Lo importante era el contenido, no la forma. Preocuparse por la forma era una frivolidad equiparable a la de prestar atenci¨®n a la ropa que uno se pon¨ªa, o a la higiene corporal. Y hab¨ªa preferencias literarias o musicales que lo volv¨ªan a uno sospechoso de sumisi¨®n al imperialismo, de decadentismo reaccionario, de sentimentalismo burgu¨¦s, o peor todav¨ªa, ¡°peque?oburgu¨¦s¡±. Lenin hab¨ªa ense?ado que no hab¨ªa nada ni nadie que no debiera supeditarse a la causa de la revoluci¨®n. Incluso hab¨ªa despreciado la m¨²sica porque al remover los sentimientos reblandec¨ªa el esp¨ªritu revolucionario.
Recuerdo el impacto instant¨¢neo que me produjeron las primeras p¨¢ginas de La corte de los milagros, de Valle-Incl¨¢n, que hab¨ªa ca¨ªdo en mis manos por casualidad, en medio de aquellos meses de lecturas disciplinarias y seminarios de materialismo hist¨®rico. Fue como un despertar. Iba por la calle con una ebriedad que se bastaba a s¨ª misma, y que adem¨¢s me permit¨ªa percibir m¨¢s claramente la realidad del mundo exterior, las voces que escuchaba, las cosas que ve¨ªa, mi propia alma atribulada. Leyendo por primera vez El Aleph, de Borges, reviv¨ªa en m¨ª la emoci¨®n primitiva de la literatura de la infancia y la primera adolescencia, anestesiadas despu¨¦s por las ¨¢ridas estrecheces mentales de una ideolog¨ªa demasiado dogm¨¢tica como para ser liberadora, y seg¨²n la cual a Borges no hab¨ªa que leerlo por ser un reaccionario.
Mucho antes de tener la informaci¨®n y la madurez necesarias para repudiar cualquier forma de totalitarismo, y para comprender que la igualdad y la justicia son siempre incompatibles con la tiran¨ªa, Borges y Rulfo y Proust y Raymond Chandler y Onetti y Valle-Incl¨¢n y tantos otros me hab¨ªan liberado de Lenin. Quiz¨¢s por eso me sorprende tanto que ahora, al cabo de tantos a?os, en plena costumbre de la libertad, vuelvan a juzgarse las obras de arte en virtud de criterios y catecismos ideol¨®gicos, se impongan nuevos anatemas, se hayan vuelto tan eficientes los comisarios pol¨ªticos. De nuevo la variedad y la riqueza del mundo y de la vida humana han de mirarse con los anteojos mezquinos de un recetario de abstracciones con apariencia justiciera y ce?o de censura. Del fantasma y de la momia de Lenin ya nadie se acuerda, ni siquiera en Rusia, Pero de nuevo tenemos que defender la libertad radical del esp¨ªritu creativo, el pleno disfrute fervoroso y gratuito de las cosas que nos gustan.