El ombligo de los sue?os
La historia sigue entreteji¨¦ndose hoy con los mimbres de los s¨ªmbolos m¨¢s que de los hechos
Mil veces he escuchado el estribillo. Contar historias no nos sacia el hambre ni protege del fr¨ªo o del peligro, no nos reviste de visi¨®n nocturna ni decisivas ventajas en la lucha por la vida. No sirve para nada. Y, sin embargo, desde los albores del tiempo recordado, los seres humanos sentimos el ¨ªmpetu irresistible de urdir relatos. Esta terquedad narrativa es un resorte misterioso. ?Por qu¨¦ son tan duraderos los mitos, los poemas, los cuentos? Las invenciones ¨²tiles cruzan despreocupadas las aduanas de los siglos, pero ?qu¨¦ pueden alegar en su favor las creaciones in¨²tiles?
La ensayista brit¨¢nica Karen Armstrong afirma que buena parte de la historia humana ha estado presidida por dos formas de pensar, hablar y lograr conocimiento del mundo: el mythos y el logos. La primera no es una mera fase primitiva de la segunda. Ambas son rutas complementarias y esenciales para buscar la verdad. Seg¨²n Armstrong, el logos se ocupa de los logros pr¨¢cticos; el mythos, del significado. Los seres humanos ¨Cescribe¨C somos criaturas en perpetua b¨²squeda de sentido. Si carecemos de ¨¦l, caemos de bruces en la desesperaci¨®n. Los mitos y la literatura permiten que la gente atisbe realidades m¨¢s hondas, cobijos simb¨®licos para nuestro precario existir. Necesitamos encaminar hacia un horizonte revelador nuestras vidas y persuadirnos de que tienen un sentido y valor palpables, pese a los errores y extrav¨ªos, m¨¢s all¨¢ de cada disparate reincidente, de cada trompic¨®n y traspi¨¦s.
A menudo pensamos que las leyendas pertenecen a tiempos tribales y que nos llegan ¡ªen nuestro mundo moderno, racional y evolucionado¡ª como un rastro de humo procedente de hogueras encendidas en el amanecer de los tiempos. Pero la historia sigue entreteji¨¦ndose hoy con los mimbres de los s¨ªmbolos m¨¢s que de los hechos. El siglo XX cre¨® mitos extremadamente destructivos, que gestaron terror¨ªficas masacres y genocidios. No podemos oponer resistencia a esos mitos solo con argumentos l¨®gicos, razones que no hablan el lenguaje de los temores, deseos y rencores profundamente enraizados. Se necesitan otros relatos poderosos, en son de paz. Gracias a las narraciones forjadas al calor del encuentro logramos ¡ªa veces, tal vez¡ª afrontar juntos las ansiedades de las que est¨¢ constelado este nervioso presente.
Las historias son al mundo lo que el ombligo a nuestro cuerpo: carecen de funci¨®n o tarea vital, pero nos anudan a lo m¨¢s esencial, ya que se?alan nuestro v¨ªnculo carnal con los antepasados. En la antigua Delfos, la piedra omphal¨®s indicaba el exacto centro del universo. Todo ser humano cuenta con ese orificio en el vientre, propio e intransferible, un sello aduanero de su entrada al alborotado paisaje terrestre. De hecho, durante siglos comentaristas y eruditos b¨ªblicos han debatido con tenacidad si Ad¨¢n y Eva fueron creados con o sin ombligo. Es quiz¨¢ nuestro rinc¨®n m¨¢s extra?o, a la vez l¨ªrico y humor¨ªstico, arrugado y c¨®ncavo, recubierto de pelusa, en espiral, misterioso, besado, mordido, enjoyado e ignorado. El ojo de una cerradura, una cicatriz. Como la literatura misma, un nexo con el cord¨®n umbilical de las palabras.
En una de las novelas m¨¢s antiguas, Genji Monogatari, publicada en el siglo XI, ya se debate sobre la inutilidad ¨Co perversidad¨C de las ficciones. En el Jap¨®n de la Era Heian, las historias imaginarias se consideraban falsedades, embustes y artima?as propias de mujeres. Los hombres, ocupados en tareas serias como la pol¨ªtica y las leyes, eran sus m¨¢s severos detractores. La autora del libro, Murasaki Shikibu, a trav¨¦s de su protagonista Genji, osa defender las verdades de su invenci¨®n. Las cr¨®nicas hist¨®ricas, dice, muestran solo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficci¨®n donde descubrimos las causas profundas de lo que sucede. La humanidad fabula cuando, en su paso por el mundo, sucede algo bueno, conmovedor o terrible, algo en definitiva demasiado maravilloso como para permitir que desaparezca al acabar sus vidas.
Seg¨²n los neur¨®logos, curiosamente, tenemos un cerebro quijotesco, propenso a procesar de forma semejante relatos y realidad. Al escuchar una historia o leer una novela, intervienen todos los sentidos, y se activan las regiones cerebrales correspondientes a lo que sucede en el torrente de palabras. T¨¦rminos como ¡°cloaca¡± o ¡°perfume¡± estimulan las ¨¢reas cerebrales relacionadas con el olfato; ante el verbo ¡°huir¡±, se electrizan las neuronas del movimiento. Nuestra mente, en cierto modo, no distingue ficci¨®n de realidad y, gracias a ese titubeo, es capaz de experimentar las peripecias que narra la lectura. Aunque s¨ª somos capaces de diferenciar un entorno ficticio de uno real, las respuestas de la emoci¨®n son id¨¦nticas. Por eso hacemos algo tan estrafalario como llorar o re¨ªr, preocuparnos o aterrorizarnos en el cine, el teatro o ante un libro, sabiendo que se trata de ilusiones y quimeras. Francisco Mora, experto en neurociencia, afirma que ¡°cada persona cambia no solo en funci¨®n de lo vivido, sino tambi¨¦n de lo le¨ªdo¡±. Las historias son el simulacro m¨¢s persuasivo donde ensayar las inclemencias de la vida y aprender nociones valiosas sobre esos misterios ambulantes que son las otras personas.
Tal vez puedan incluso salvarnos incluso de nosotros mismos. Como explica David Farrier en su ensayo Huellas, uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo es el almacenamiento seguro a largo plazo de los residuos nucleares. Diversos pa¨ªses llevan d¨¦cadas y miles de millones invertidos en construir almacenes subterr¨¢neos que puedan servir como dep¨®sitos fiables de basura radioactiva. Comunicar el riesgo que anida en esos territorios, dentro de miles de a?os, a generaciones que a¨²n no han nacido, entra?a un reto sin precedentes. C¨®mo avisar del peligro a los biznietos de nuestros tataranietos. Necesitamos concebir un mensaje que siga siendo ¨²til ¡ªinterpretable y, por lo tanto, eficaz¡ª en un futuro en el que, qui¨¦n sabe, podr¨ªa no haber se?ales de tr¨¢fico, leyes o escritura.
Las primeras propuestas consist¨ªan en paisajes de p¨²as, zanjas en forma de rel¨¢mpago e inmensos laberintos de alambradas erizadas, como si fueran obra de una raza de gigantes dementes. Sin embargo, esas se?alizaciones podr¨ªan quedar sepultadas por la arena de los siglos. El problema dio pie a la creaci¨®n de la rama de investigaci¨®n ling¨¹¨ªstica m¨¢s extraordinaria jam¨¢s concebida: la semi¨®tica nuclear. Su fundador, Thomas Sebeok public¨® en 1984 un art¨ªculo donde defend¨ªa que la forma m¨¢s s¨®lida de proteger un mensaje frente a la erosi¨®n del tiempo profundo consist¨ªa en crear una leyenda. Sebeok deposit¨® su fe en el poder y la pervivencia de los mitos. Los almacenes de residuos nucleares deb¨ªan convertirse en lugares legendarios, malditos, amurallados por una invisible hilera de relatos. Nada es tan resistente y duradero como una historia alojada en la mente humana.
Umberto Eco escribi¨® cierta vez que quien lee vive al menos cinco mil a?os: la lectura es una inmortalidad hacia atr¨¢s. Y, podr¨ªamos a?adir, hacia delante, porque de nosotros quedar¨¢n ecos, susurros, relatos en boca de otros. Cuando ya solo nos sobrevivan destellos narrativos, cuando nuestros mitos sean un legado de asombro y advertencia, formaremos parte de esa urdimbre in¨²til de historias. Por suerte, nuestros descendientes sabr¨¢n, como la humanidad ha sabido desde los tiempos m¨¢s remotos, que se necesitan muchas ficciones para aprender unas pocas verdades.
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