Como matar a un monstruo
Domique P¨¦licot desaf¨ªa a los jueces y al mundo, y al hablar y pedir disculpas, consigue que aparten la vista por asco y verg¨¹enza. Asco de ¨¦l y verg¨¹enza de nosotros mismos
Hace mucho que sabemos que los monstruos no se esconden bajo la cama o dentro del armario. Tampoco acechan en el bosque o en los fondos abisales de los mares. No tienen colmillos grandes, ni cuernos, ni escupen fuego, ni rugen. Los dragones ya no son tan f¨¢ciles de matar como en tiempos de San Jorge. No s¨¦ cu¨¢ndo sucedi¨®, pero, un d¨ªa, esa reuni¨®n de aldeanos que llamamos humanidad se dio cuenta de que los monstruos eran indistinguibles de los miembros m¨¢s bellos y sabios de la asamblea. Cada vez que un monstruo se delataba, provocaba un temor nuevo que nada tiene que ver con los miedos ancestrales. Es la perturbaci¨®n del reconocimiento: miramos al monstruo y nos vemos a nosotros mismos.
El monstruo lo sabe y se aprovecha. Desde el banquillo de acusados, lanza una acusaci¨®n insolente a la humanidad entera. Nos llama hip¨®critas y traidores a la naturaleza bestial que compartimos con ¨¦l. Como todos los monstruos antes que ¨¦l, Dominique P¨¦licot desaf¨ªa a los jueces y al mundo, y al hablar y pedir disculpas y explicarse, consigue que los jueces y el mundo aparten la vista por asco y verg¨¹enza. Asco de ¨¦l y verg¨¹enza de nosotros mismos. Ese es su triunfo.
P¨¦licot, el violador franc¨¦s que estremece a Europa, declara en el juicio siguiendo una estrategia legal para echar el grueso de la culpa sobre los otros 50 monstruos que comparecen ante el tribunal, pero sus palabras tienen un efecto exonerador mucho m¨¢s profundo, pues con ellas puede marcharse a la c¨¢rcel sinti¨¦ndose un hombre id¨¦ntico a cualquier otro. Simplemente, las circunstancias lo llevaron a cruzar el umbral con el que los dem¨¢s ¡ªsostiene ¨¦l¡ª solo fantasean en sus horas m¨¢s oscuras. ?C¨®mo est¨¢s tan seguro de no ser como yo?, nos pregunta.
Si abrir el abismo de la duda es su triunfo, la ¨²nica forma de doblegarlo y que se arrastre a la mazmorra con conciencia plena de su monstruosidad, para que esta le corroa hasta la muerte, es escucharle con indiferencia y rigidez, y acto seguido volver la mirada a su v¨ªctima, Gis¨¨le, para no perderla de vista nunca m¨¢s y pedirle perd¨®n por haber permitido su infierno. Si vencemos el miedo a ser dominados por las semillas de monstruosidad que llevamos dentro, podremos sentir una culpabilidad mucho m¨¢s ¨²til, que movilice en lugar de paralizarnos ante la cara del mal. Porque somos culpables, claro que lo somos. Culpables de abandonar a las v¨ªctimas al capricho de los monstruos y de permitir que las palabras de estos resuenen m¨¢s altas que los silencios de aquellas.
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