El club de Donald Trump
Cuando el republicano compr¨® Mar-a-Lago, los miembros de la oligarqu¨ªa estadounidense lo despreciaron
El 5 de noviembre Donald Trump festej¨® la victoria en uno de los salones de su club privado Mar-a-Lago. Despu¨¦s de la campa?a electoral y durante las semanas posteriores a su triunfo tanto en voto electoral como en voto popular, el presidente electo de los Estados Unidos apenas se ha movido de una residencia de lujo integrada en un espacio que en su d¨ªa fue concebido pr¨¢cticamente como una anacr¨®nica r¨¦plica del Palacio de Versalles. Lo contaba esta semana Antonia Hitchens en The New Yorker. Si durante buena parte de la presidencia de Biden tampoco fueron muchos los que se acercaron a visitarle, ahora Mar-a-Lago se ha convertido en el epicentro de la ¨¦lite conservadora que viaje all¨ª con la esperanza de ser elegida para integrarse en la nueva Administraci¨®n. Pero normalmente ese club ¡ªcon su acceso exclusivo a la playa, su campo de golf o la tienda de lujo (albornoces Frette, camisas con incrustaciones de cristales de Swarovski, toda la l¨ªnea de productos Trump de alta gama)¡ª funciona como el restringido espacio de sociabilidad para los ricos que viven en una de las zonas m¨¢s selectas del Estado de Florida: el pueblo isle?o Palm Beach.
Algo de orgullo patrio deber¨ªamos sentir por el nombre. En 1878 el barco espa?ol Providencia deb¨ªa regresar de La Habana al puerto de C¨¢diz. Adem¨¢s de ron y tabaco cargaba unos 20.000 cocos. Naufrag¨® cerca de una isla casi deshabitada. Los pocos lugare?os rescataron cocos para venderlos, de las semillas de algunos nacieron las palmeras en las playas que acabaron por dar nombre al pueblo. No mucho despu¨¦s el empresario Henry Morrison Flagler ¡ªpionero del ferrocarril y la urbanizaci¨®n de Florida¡ª vio una nueva oportunidad de negocio en esa peque?a isla. Levant¨® dos hoteles, lo convirti¨® en un destino de moda y a su tercera mujer, antes de la boda, le pregunt¨® qu¨¦ regalo prefer¨ªa. ¡°Siempre pens¨¦ que me gustar¨ªa vivir en un palacio de m¨¢rmol¡±. All¨ª fueron a vivir y poco a poco otros ricos quisieron replicar esa muestra de opulencia. Mar-a-Lago fue el caso extremo. Candelabros y torres de m¨¢rmol, alfombras orientales, tapices flamencos y 36.000 azulejos espa?oles. Cuando su propietaria muri¨® en 1973, lo don¨® al Gobierno para que fuera residencia presidencial. El Estado no pod¨ªa costear el mantenimiento, lo devolvi¨® a los hijos y, a mediados de los ochenta, Trump lo compr¨®.
En Mar-a-Lago. Inside the gates of power at Donald Trump¡¯s Presidential Palace, Laurence Laemer cuenta una escena reveladora de la percepci¨®n y autopercepci¨®n de Trump. Al poco de comprar ese palacio, el magnate quiso congraciarse con sus vecinos de la oligarqu¨ªa estadounidense. Organiz¨® una cena y sus invitados lo despreciaron. Tampoco lo admitieron en los clubs porque era demasiado tosco, demasiado inculto. Provocaba problemas a la Administraci¨®n, incluso por la altura del m¨¢stil que coloc¨® para que ondease la bandera norteamericana. En 1994 reconvirti¨® la mansi¨®n (aparece en las listas del National Register of Historic Places) en un club, donde mantendr¨ªa una de sus residencias. Poco a poco, gracias a su poder, a su popularidad y a la calidad de los servicios del Mar-a-Lago, gan¨® respetabilidad. Hace pocos d¨ªas se celebr¨® una gala en su honor. Lo present¨® el actor Silvester Stallone ¡ªcuya casa en el pueblo le cost¨® 35,375 millones de d¨®lares¡ª. Javier Milei estuvo presente. Tambi¨¦n Elon Musk. La entidad organizadora era el America First Policy Institut: un think tank que lleva cuatro a?os dise?ando una bater¨ªa de pol¨ªticas p¨²blicas esperando que Trump regresase al Despacho Oval. A diferencia de lo que ocurri¨® de 2016, hay un plan de acci¨®n preparado. Desde una Florida que poco tiene que ver con Nueva York o con Washington.
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