Elogio de Jos¨¦, el carpintero
La figura intrascendente del padre de Jes¨²s dice mucho de las dificultades de cada d¨ªa y de la vida que queda en nada
Cuenta Mateo, el evangelista, que un d¨ªa Jos¨¦ recibi¨® la visita del ?ngel del Se?or y que este le dijo que siguiera adelante con Mar¨ªa, su mujer, que estaba encinta sin que hubieran tenido relaci¨®n carnal, pues iba a alumbrar a un hijo que ¡°salvar¨¢ a su pueblo de sus pecados¡±. As¨ª lo hizo. Se trasladaron a empadronarse a Bel¨¦n, explica Lucas, otro de los evangelistas, y la criatura naci¨® all¨ª en un pesebre, pues no quedaba sitio en ninguna posada. Llegaron unos magos de Oriente que les regalaron oro, incienso y mirra, luego tuvieron que huir a Egipto. El ?ngel del se?or le dijo, poco antes, que Herodes hab¨ªa ordenado matar a su hijo. Hicieron un hatillo con unos cuantos b¨¢rtulos, se pusieron en camino. Ya no regresaron hasta que el peligro pas¨®, con la muerte de Herodes, y se instalaron en Galilea, en Nazaret. Jos¨¦ sigui¨® trabajando.
Por lo que m¨¢s adelante se escuch¨® entre las gentes de las primeras comunidades cristianas, Jos¨¦ hab¨ªa sido carpintero y le ense?¨® el oficio a Jes¨²s, su hijo. Pasaba muchas horas en su taller, con la escuadra y el cincel, los serruchos y el mazo y el martillo, con las limas. De vez en cuando se daba un descanso, sal¨ªa a conversar con otros artesanos, compart¨ªa con ellos el agua de su botijo, igual les contaba alg¨²n chiste. El tiempo pasaba con lentitud, el muchacho crec¨ªa. Jos¨¦ es un personaje secundario en esa gran historia que por entonces se gestaba, un tipo del mont¨®n, casi una nota a pie de p¨¢gina. Ni siquiera lleg¨® a vivir el tiempo suficiente para asistir en primera l¨ªnea a los dram¨¢ticos hechos que protagoniz¨® su hijo. O, por lo menos, nadie repar¨® en ¨¦l. Lo que le toc¨® fue simplemente estar ah¨ª. No entend¨ªa mucho ni del pecado ni de la salvaci¨®n, es posible que ni siquiera supiese de los grandes planes que elaboraba un Dios en las alturas y en los que Mar¨ªa y, sobre todo, Jes¨²s tendr¨ªan los papeles estelares.
Jos¨¦ le ech¨® alguna vez unas cuantas horas para construir una mesa. La hizo con mucho primor pues alrededor de ella iban a reunirse los suyos a compartir el pan de todos los d¨ªas y las alubias o los garbanzos. En verano part¨ªan una sand¨ªa, y aquello era una fiesta; hablaban de las cosas que pasaban en los alrededores, de chismes, alguno de los que all¨ª se juntaban era muy h¨¢bil para narrar prodigios y entreten¨ªa a los dem¨¢s con sus exageraciones y sus chanzas. La vida corr¨ªa, se disolv¨ªa y quedaba en nada, Jos¨¦ procuraba simplemente hacer bien las cosas.
Igual que el carpintero que no pintaba nada, tampoco pintan nada los que caen destruidos por las bombas que se precipitan desde el cielo arrojadas bajo la bandera de una causa, de una religi¨®n, de la mera ambici¨®n territorial de las patrias y los imperios. En este elogio de Jos¨¦, una hip¨®tesis: nadie es culpable. La culpa la inventan los que inventan el pecado y la salvaci¨®n, y los que construyen una trama que al final termina en un desider¨¢tum, o est¨¢s conmigo o est¨¢s contra m¨ª. En esa escena del portal de Bel¨¦n, tan familiar estos d¨ªas, aparece tambi¨¦n Jos¨¦, el m¨¢s intrascendente de todos (junto a los animales). Nada que ver con su hijo, que despu¨¦s multiplic¨® peces y panes, camin¨® sobre las aguas, ech¨® a los mercaderes del templo. Grandes haza?as, tan grandes si cabe como el enorme sufrimiento de su madre cuando clavaron a Jes¨²s en la cruz. En esa historia may¨²scula el carpintero no es nada m¨¢s que un pegote, pero por ser un pegote se parece demasiado a nosotros mismos. Verlo llevando a los suyos camino de Egipto quiz¨¢ sirva para hacernos cargo de lo que se nos viene encima. Felices fiestas.
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