Ellos se ocultan, el mundo les olvida
Muy estigmatizados y casi olvidados por la cooperaci¨®n internacional, la comunidad cient¨ªfica y la industria farmac¨¦utica, los supervivientes de dolencias como la lepra o la ¨²lcera de Buruli, que causan discapacidad si no son tratadas a tiempo, rehacen sus vidas con dificultad, sin apenas apoyo y con el recordatorio del mal que padecieron marcado en su cuerpo
Desde que el doctor N¡¯Dri Koffi detect¨® el primer caso de ¨²lcera de Buruli en Costa de Marfil, en 1980, supo que no bastar¨ªa con tratar m¨¦dicamente la enfermedad, sino que har¨ªa falta tambi¨¦n erradicar el estigma asociado.
¡°Era una profesora¡±, recuerda. ¡°No sab¨ªamos qu¨¦ dolencia era ni c¨®mo iba a evolucionar, por lo que al principio se conoc¨ªa como ¡®la enfermedad misteriosa de Daloa¡±. Un equipo del que el m¨¦dico formaba parte inici¨® una investigaci¨®n para ponerle nombre a lo que estaba provocando aquellas ¨²lceras en la maestra y en m¨¢s afectados en comunidades lim¨ªtrofes. Mientras obten¨ªan respuestas, trataban a los pacientes a ciegas con antif¨²ngicos y antibi¨®ticos.
¡°Recuerdo a una joven con las dos piernas que se hab¨ªan convertido en mu?ones¡ y no por una amputaci¨®n, sino porque las heridas las hab¨ªan devorado. Viv¨ªa sola en una infravivienda y le daban de comer y beber con un palo. Me puse a llorar como un ni?o¡±, rememora emocionado, cuatro d¨¦cadas despu¨¦s. ¡°La gente pensaba que era magia negra; algunos cre¨ªan que se pod¨ªan contagiar solo con estar cerca y se les apartaba¡±.
No era la m¨ªstica, sino la ciencia la que pod¨ªa ofrecer respuestas. ¡°Tomamos muestras, las mandamos a Abiy¨¢n y, desde all¨ª, se enviaron a la Organizaci¨®n Mundial de la Salud (OMS), que pudo compararlas con unas muestras de Uganda y comprobar que era la misma enfermedad¡±. Ya ten¨ªan al culpable: la bacteria Mycobacterium ulcerans.
Aquel fue solo el inicio de un lento y largo camino que a¨²n est¨¢ lejos de concluirse para evitar la propagaci¨®n de esta enfermedad tropical desatendida ¨Dde la que a¨²n se desconoce el modo exacto de contagio¨D, y para mejorar la detecci¨®n de casos y el tratamiento existente con el fin de aniquilar a la bacteria antes de que devore la piel, los m¨²sculos, los tendones¡ hasta llegar al hueso y derivar en discapacidad.
El descubrimiento de Koffi supuso tambi¨¦n el comienzo de una lucha contra los mitos, el estigma, la discriminaci¨®n y las cicatrices psicol¨®gicas. ¡°Me di cuenta de que no se necesitaba ¨²nicamente un tratamiento m¨¦dico, sino sensibilizaci¨®n social¡±, apunta quien despu¨¦s lleg¨® a ser el coordinador del programa de control de la enfermedad en Daloa, en el centro-oeste del pa¨ªs.
La ¨²lcera de Buruli es una de las 20 enfermedades tropicales desatendidas (ETD) que afectan a m¨¢s de 1.000 millones de personas en el planeta, principalmente a los m¨¢s vulnerables de los pa¨ªses m¨¢s empobrecidos. Casi la mitad de esta lista de dolencias afectan a la piel y tejidos blandos de quienes las padecen, lo que significa que en la mayor¨ªa de los casos provocan cicatrices y discapacidad, secuelas visibles que impiden que ni los pacientes ni su entorno olviden la enfermedad, dejando marcados a los supervivientes f¨ªsica, social y emocionalmente.
Es el resto del mundo el que las olvida. En el ¨²ltimo decenio se han conseguido avances en la lucha contra las ETD: la poblaci¨®n que necesita asistencia por ellas disminuy¨® en un 25% entre 2010 y 2021, pasando de 2.190 a 1.650 millones, seg¨²n la OMS. Y a finales de 2022, 47 pa¨ªses hab¨ªan eliminado al menos una de ellas. Pero las que afectan a la piel son consideradas las m¨¢s relegadas entre las desatendidas, pues reciben menor atenci¨®n de los investigadores cient¨ªficos, la industria farmac¨¦utica, los donantes internacionales y los gobernantes para investigarlas, combatirlas y asistir a los supervivientes. ¡°Son enfermedades de pobres, personas con muy poca posibilidad de reclamar sus derechos¡±, especifica rotunda Berta Mendiguren, doctora en Antropolog¨ªa de la Medicina y cooperante en Rep¨²blica Centroafricana. ¡°Y son las m¨¢s olvidadas por la cooperaci¨®n internacional y los grandes donantes, que prefieren financiar las que son prevenibles y tratables mediante la administraci¨®n masiva de pastillas, antes que las de la piel, que atacan a pocas personas, pero requieren un manejo integral prolongado en el tiempo¡±.
Los afectados cargan con el doble lastre del estigma y el olvido.
La importancia del tiempo
Un diagn¨®stico precoz es crucial para evitar males mayores cuando se trata de enfermedades tropicales de la piel. La lepra o la ¨²lcera de Buruli, ambas end¨¦micas en Costa de Marfil, son curables, pero no as¨ª sus secuelas si se las deja avanzar sin tratamiento. Desde los primeros signos de las ETD de la piel, un bulto como la picadura de un insecto, una erupci¨®n o una peque?a herida, un sinf¨ªn de obst¨¢culos econ¨®micos, pol¨ªticos, culturales y sociales interfieren el acceso a la atenci¨®n necesaria: las supersticiones, el aislamiento, la falta de recursos humanos para la b¨²squeda activa de casos, la miseria de los afectados, la exclusi¨®n social... Y el tiempo que se pierde en salvarlos es vital.
Djaya Konan Martial, coordinador del programa de control de la ¨²lcera de Buruli en Daloa, se?ala una de las principales barreras que, en su opini¨®n, se interponen entre el enfermo y la medicaci¨®n: la desinformaci¨®n. ¡°Aunque formamos a agentes de salud comunitarios, la poblaci¨®n no acude a ellos porque creen que sus s¨ªntomas son una maldici¨®n y van a curanderos tradicionales. Tenemos que incidir con campa?as para que no lo vean como algo m¨ªstico y vayan al m¨¦dico¡±, dice. ¡°Y tambi¨¦n trabajamos con los curanderos para que refieran a las cl¨ªnicas los posibles casos de Buruli¡±, contin¨²a Konan. Una labor que, seg¨²n la antrop¨®loga Mendiguren, no es f¨¢cil, pues estos pueden interpretar que los agentes de salud comunitarios o los profesionales sanitarios son ¡°enemigos¡± de su trabajo y su sustento. La experta sugiere dedicar tiempo a conocer lo que hacen y detectar si realizan pr¨¢cticas nocivas, formarles en consecuencia y que, finalmente, se conviertan en ¡°aliados¡± y remitan a los pacientes fuera de sus posibilidades de atenci¨®n.
El consultorio especializado en esta dolencia lo es tambi¨¦n para el Pian (otra ETD de la piel y que est¨¢ muy cercana a su erradicaci¨®n) y la malaria. Las instalaciones son humildes pero limpias y de un tama?o adecuado al volumen de pacientes. Aqu¨ª hacen pruebas PCR a los sospechosos para confirmar o descartar la ¨²lcera de Buruli, curan a los que tienen lesiones de poca envergadura y les proporcionan el tratamiento antibi¨®tico indicado para dos meses, que se llevan a sus a casas. A los m¨¢s graves los mandan al hospital de Saint Michel, en Zoukougbeu, fundado por las Hermanas Misioneras de Cristo Rey en 1994.
Situado a 450 kil¨®metros de Abiy¨¢n, este centro privado de medicina general es conocido por las gentes de Zoukougbeu como ¡°el de cosas raras¡±. Es su manera de explicar que es adem¨¢s el hospital nacional de referencia para la ¨²lcera de Buruli. Fundaci¨®n Anesvad contribuy¨® a abrir un quir¨®fano en 2001 para posibilitar las cirug¨ªas de los pacientes de esta ETD; el otro que hay fue una donaci¨®n de la embajada de Jap¨®n y la ONG Farmac¨¦uticos Sin Fronteras.
¡°Aunque haya instalaciones sanitarias, hay veces que la poblaci¨®n no sabe c¨®mo acceder a ellas¡±, lamenta Amari Akpa, soci¨®logo que trabaja desde hace 10 a?os para la Fundaci¨®n Anesvad en Costa de Marfil. ¡°Las campa?as de divulgaci¨®n se hacen por radio o televisi¨®n, pero en muchas aldeas no llega la se?al. Y casi siempre son en franc¨¦s, no en las lenguas locales. La gente debe saber c¨®mo se contraen y c¨®mo obtener un tratamiento¡±.
Otro escollo para la obtenci¨®n de una atenci¨®n temprana es lo que Akpa llama ¡°aspectos sociales¡± de la enfermedad, que en la pr¨¢ctica es algo tan elemental como disponer de recursos para costear el traslado y encontrar quien lo facilite. ¡°Muchos pacientes vienen de muy lejos en moto porque no les admiten en los transportes colectivos por el olor de sus heridas. Son rechazados¡±.
Es lo que le pasó a Ouali Safiatu, de 19 años. “Llegó muy mal, tuvo que estar varios días en observación”, recuerda el enfermero Deabo Romy. Al aparecer los primeros síntomas, acudió al curandero tradicional, pero la herida en su pierna izquierda seguía aumentando de tamaño. Fue un médico en el hospital de Babua, quien la refirió finalmente a Zoukougbeu, adonde llegó acompañada de su madre y su hermano aún lactante en un camión. Evita recordar cómo fue aquel viaje, con la enorme lesión que padecía. Después de un mes ingresada, sigue en tratamiento antibiótico y se puede levantar de la cama por primera vez para acudir a la sala de curas y luego a fisioterapia. Su extremidad está completamente vendada desde el tobillo hasta la ingle y Safiatu, que camina ayudada por un andador, se agacha para acariciarse la pantorrilla cada pocos pasos, como si el gesto le fuera a calmar el dolor.
Se dirige a la sala de fisioterapia, donde Edmond Bruno Akassou Gbamo termina de colocar un brazo en cabestrillo a una joven embarazada de 20 que aparenta 15 y apenas se tiene en pie. Safiatu se sienta en la única camilla en la estancia, con un enrejado a los pies del que cuelgan pesos. El fisioterapeuta coloca uno a la joven en el tobillo, para que la rodilla ceda unos grados por efecto de la gravedad. El aspecto de la estancia engaña: parece una sala de torturas con artilugios metálicos, una vieja bicicleta estática y prótesis usadas para reciclar. El gesto y los bufidos de Safiatu y el resto de pacientes aumenta la sensación de habitación de los martirios, pero de lo que sucede aquí depende en gran medida que la discapacidad que padecerán sea la menor posible.
¡°Las ETD no est¨¢n entre las prioridades de los gobiernos, no hay suficientes recursos para implementar campa?as, para medicamentos o curar las heridas¡±, resume el soci¨®logo Amari Akpa. La OMS suministra los medicamentos necesarios para tratar enfermedades desatendidas que tienen cura, como la ¨²lcera de Buruli, que se ataca con antibi¨®ticos. La provisi¨®n de recursos humanos y materiales para la b¨²squeda de afectados y su atenci¨®n es, sin embargo, un desaf¨ªo. Las v¨ªctimas de estos males, casi siempre extremadamente pobres y de aldeas aisladas, tampoco disponen de ingresos con los que pagar el traslado a las cl¨ªnicas, los costosos ingresos hospitalarios, la medicaci¨®n y la estancia lejos de casa de cuidadores. Los pa¨ªses y las personas dependen en gran medida de las ONG. Tal es el caso de Costa de Marfil.
¡°Antes, los enfermeros hac¨ªan la detecci¨®n activa de casos en las comunidades, pero ya no. Por eso llegan con la enfermedad muy avanzada¡±, explica Romy. Esta medida para ahorrar costes ¡ªpara no pagar que los sanitarios salgan de sus consultorios, sino que sean agentes de salud comunitarios quienes deriven los casos a las cl¨ªnicas y estas a los centros de referencia¡ª sale m¨¢s cara a la larga, razona. ¡°Ya no atendemos casos con un estadio 1 de la dolencia, cuando solo es un n¨®dulo; vienen con las heridas abiertas, por lo que la curaci¨®n es m¨¢s larga y costosa¡±. Y es m¨¢s probable que deje secuelas visibles e irreversibles.
Tras un mes de ingreso, Kanjatou Nakanabo, de 14 años, todavía sigue en tratamiento antibiótico para aniquilar a la bacteria que ataca su brazo derecho y que le ha causado una herida tan grave que habrá que hacerle un injerto de piel. “Estaba necrosado cuando llegó, necesitará una operación y tendrá limitada la movilidad”, explica Romy mientras le retira las vendas dejando a la vista la enorme herida abierta. Sentada en el banco de azulejos blancos de la sala de curas, luminosa, impoluta y espaciosa, Nakanabo se retuerce ahogando sus ganas de gritar. Expresar el sufrimiento no está bien visto.
Su calvario empezó en enero, cuando apareció un edema en su extremidad. Un médico de su ciudad, Gabiadji, a unos 200 kilómetros de Zoukougbeu, la refirió al hospital de Saint Michel para confirmar si era úlcera de Buruli. Llegar no fue fácil. Como las heridas emanan un fuerte olor, las pacientes no suelen ser admitidas en transportes colectivos como los autobuses. “Mi hijo mayor nos pagó una moto”, relata la madre de Nakanabo.
¡°Es raro que nos lleguen en los primeros estadios porque la gente recurre antes a la [medicina] natural¡±, confirma Florence Bilonda, la directora del hospital de Zoukougbeu desde 2018. ¡°Y cuando es temporada de cosecha, vienen menos, porque necesitan trabajar¡±, comenta.
Los pacientes de ¨²lcera de Buruli que llegan a Zoukougbeu, unos 45 al a?o, no pagan por su ingreso o la medicaci¨®n, pese a que el hospital es privado. Es la Fundaci¨®n Anesvad la que costea los gastos de hospitalizaci¨®n ¨Dde 1.000 FCA (1,5 euros) por d¨ªa¨D, el tratamiento, las intervenciones quir¨²rgicas (6.000 euros) y parte de la manutenci¨®n. ¡°Hay quienes pasan aqu¨ª uno o dos a?os¡±, subraya Bilonda. La ONG espa?ola financia tambi¨¦n que los pacientes m¨¢s j¨®venes reciban clases. Gracias a ese servicio, Nakanabo est¨¢ aprendiendo a escribir. Aunque m¨¢s que el colegio, le gusta jugar con sus amigas a las cartas. ¡°S¨¦ que son enfermedades olvidadas por afectan a poca gente, pero sufren mucho¡±, alega Bilonda. Aunque no le gusta depender de una ONG, tampoco puede renunciar a su apoyo.
El olvido de la ciencia
La falta de informaci¨®n precisa no es lo ¨²nico que se interpone entre 1.000 millones de pacientes y su cura. La ciencia no ha encontrado un remedio para muchas de ellas, o los que hay son muy antiguos (y dolorosos). A veces, diagnosticarlas requiere complicados procesos imposibles de realizar en ¨¢reas rurales y remotas. Y a la industria farmac¨¦utica no le interesa invertir en encontrar nuevas pruebas y f¨¢rmacos para una poblaci¨®n que no va a poder pagar.
La Iniciativa Medicamentos para Enfermedades Desatendidas (DNDi por sus siglas en ingl¨¦s) naci¨® de la decisi¨®n de M¨¦dicos Sin Fronteras de destinar parte de los fondos del Nobel de Paz que le fue otorgado en 1999 para impulsar la investigaci¨®n de f¨¢rmacos para prevenir, tratar y curar estas enfermedades desatendidas, relegadas por la comunidad cient¨ªfica y la industria farmac¨¦utica. En 2003, junto con la OMS y otras cinco instituciones, fundaron esta iniciativa sin ¨¢nimo de lucro.
La doctora colombiana Juliana Quintero lleva a?os buscando un nuevo remedio para la leishmaniasis cut¨¢nea, una de las ETD de la piel causada por un par¨¢sito. ¡°El tratamiento es el mismo desde hace 70 a?os y puede llevar a fallo hep¨¢tico, dolores musculares y de cabeza. Causa m¨¢s s¨ªntomas que la propia enfermedad. Lo que hace que los pacientes que lo saben no vayan a la consulta por miedo y recurran primero a procedimientos tradicionales y las lesiones se les ponen muy feas. Hasta se echan ¨¢cido¡±, cuenta escandalizada por tel¨¦fono desde Oviedo, adonde acudi¨® a recibir el Premio Princesa de Asturias de Cooperaci¨®n Internacional concedido a DNDi, con la que colabora como investigadora del Programa de Estudio y Control de Enfermedades Tropicales de la Universidad de Antioquia.
El tratamiento para la leishmaniasis cut¨¢nea consiste en inyecciones durante unos 20 d¨ªas seguidos. Una pauta complicada para quienes viven en ¨¢reas alejadas y sin recursos econ¨®micos. ¡°No pueden permitirse el traslado al centro de salud y, si lo consiguen, el medicamento les indispone, por lo que no pueden trabajar y pierden a¨²n m¨¢s ingresos¡±, relata. ?La soluci¨®n? ¡°Un f¨¢rmaco menos agresivo y que se puedan llevar a casa¡±.
Algo parecido es lo que est¨¢ intentando probar la Universidad de Zaragoza, con apoyo financiero de Anesvad, para el tratamiento de la ¨²lcera de Buruli. Actualmente se usan dos antibi¨®ticos (rifampicina y claritromicina) durante ocho semanas para acabar con el germen. Su objetivo es acortar ese tiempo a la mitad. Con los ensayos de la fase II avanzados en un n¨²mero peque?o de pacientes en Ben¨ªn, ya se ha iniciado la tercera y ¨²ltima etapa para probar la eficacia en un grupo grande en m¨¢s zonas end¨¦micas.
C¨®mo dejar de sentirse enfermos cuando est¨¢n curados
"No tengo pesar mental, pero la cicatriz me recuerda que he estado enfermo"
El último día que Kikoum Coulibaly estuvo en su casa, su hija pequeña empezó a gatear. Eso fue hace más de un año y no la ha visto desde entonces. “Sácame de aquí porque me voy a morir”, le dijo a su hermano mayor, después de nueve meses tratándose una herida en su rodilla derecha con medicina tradicional. Lo que empezó en octubre de 2021 como un picor, derivó en hinchazón y una gran úlcera después. Las cataplasmas con plantas de las que no recuerda su nombre que le aplicaba el curandero no funcionaban para aliviar el fuego que sentía ni evitar la expansión de la afección. Tenía que ir al hospital de “cosas raras” en Zoukougbeu, al noroeste de Costa de Marfil, del que había oído hablar su hermano mayor.
En el hospital de Saint Michel de Zoukougbeu le diagnosticaron úlcera de Buruli. En julio de 2022, Coulibaly comenzó su tratamiento de antibióticos y una prolongada recuperación de ocho meses. La logística familiar fue complicada: su mujer le acompañaba mientras sus cuatro hijos se quedaron bajo la supervisión de la abuela. “Me operaron en enero de 2023″, se acaricia la parte trasera de su rodilla con ambas manos, sentado en una silla de plástico, junto a la vivienda de su hermano en una aldea de Guezon, a unos 30 kilómetros de Zoukougbeu, donde reside desde que le dieron el alta.
Coulibaly, de 35 años, solo desea recuperar su vida anterior, con su esposa y sus hijos; con su trabajo de conductor de mototaxi para mantener a la familia, presenciar los primeros pasos de su pequeña, y poder pagar la escolarización de sus hermanos. Solo la mayor, de nueve, va al colegio. “Al segundo, de siete, le tocaba empezar a ir cuando la enfermedad empezó, pero no tengo dinero”, dice con la mirada perdida. “Echo de menos a mis hijos”.
Hoy, Coulibaly se apoya sobre muletas para poder caminar. Las sujeta con su antebrazo izquierdo para poder extender su mano derecha y saludar. Ataviado con una camiseta negra, unas bermudas y unas chanclas, a la vista queda el daño que le causó la bacteria que estaba devorando la rodilla, piel, músculos y tendones, y que hoy le impide caminar. “He pensado en volver, pero como no sé qué voy a hacer con mi vida, me da miedo”. Reconoce que no solo la incertidumbre le retiene lejos de casa, sino que también teme volver a infectarse.
“Me paso los días sentado”, continua entristecido. “Quizá pudiera dedicarme al comercio”. De momento, no tiene dinero ni para costear el traslado de los suyos, de los que les separa apenas 100 kilómetros, hasta su nueva residencia, donde su hermano le acoge con tanto gusto como dificultades. Pequeño agricultor de cacao y café, Talbert Coulibaly le ofrece cobijo junto a su extensa familia (mujer y cinco hijos).
Ahora todos saben que mantener una higiene adecuada es fundamental para la salud, para que Coulibaly mantenga limpias sus heridas y ninguno se infecte de esta u otras enfermedades. “Ahora me siento bien, un poco fatigado por la discapacidad. No tengo pesar mental, pero la cicatriz me recuerda que he estado enfermo”. Cuando le asaltan los pensamientos de los meses de calvario desde aquel primer bulto hasta su curación, intenta apartarlos. “Me hacen daño”.
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"Me trataron en la leproser¨ªa y me dijeron que ya estaba curado, pero ?qui¨¦n se va a creer que esto est¨¢ curado?"
Sylvain Digbeu Bahi, de 46 años y vecino de Bekiprehia, cerca de la ciudad de Daloa, también evita pensar en la enfermedad que le dejó ambos pies y su mano izquierda desfigurados. No quiere recordar su pasado antes de la lepra, aunque conserva algunas fotografías en una bolsa de plástico que porta siempre consigo y donde guarda también una radio sin pilas y una Biblia. “He tenido ganas de suicidarme muchas veces; estoy solo, sufro física y mentalmente. Si no llega a ser por mis hermanos…”
“Me trataron en la leprosería y me dijeron que ya estaba curado, pero ¿quién se va a creer que esto está curado?”. Se señala los pies afectados que se descalza para dejar ver el daño, la deformidad y la ausencia de varias falanges, así como de su mano izquierda. La enfermedad empezó a manifestarse en 2012 y acudió a médicos tradicionales para que le tratasen. “No quería ir a la leprosería porque creía que me quedaría allí atrapado”, explica. Finalmente, en 2015 acudió a la consulta especializada, cuando ya era demasiado tarde para revertir las secuelas que le había causado el mal de Hansen, provocado por una bacteria, la Mycobacterium leprae.
Después de un año le dieron el alta y, cuando regresó a su aldea, algunos vecinos le pidieron que se marchara, recuerda compungido. “Dos de mis hermanos se ocuparon de mí, pero hasta mis mejores amigos me rechazaron”. Divorciado y padre de cuatro, de los que los dos fallecieron, Bahi afrontó prácticamente solo el proceso de curación y vuelta a una normalidad que ya no podía ser.
Bahi era piscicultor, una actividad que no pudo retomar. Ahora pasa el día sentado en una silla de plástico en una zona abierta desde la que observa el devenir de la vida en la aldea. “Soy el guardián porque siempre estoy aquí”, bromea. En realidad, vuelve a su pose seria, le gustaría tener un trabajo, ser independiente y poder garantizarse la comida y los medicamentos que le alivien el dolor. “A veces siento como fuego y electricidad que baja por las piernas”. Su plan: una tienda junto a la carretera para vender pescado y cervezas. Cree que un empleo le mantendría la mente ocupada y alejada de malos pensamientos. “Y ya no siento vergüenza, hablo con la gente y a veces camino por ahí”.
Una vieja (des)conocida
Hace siglos la lepra se consideraba una maldici¨®n divina, los enfermos eran apartados en leproser¨ªas donde la bacteria los desfiguraba hasta que mor¨ªan en el ostracismo. Esta percepci¨®n y manejo de la enfermedad que hoy afecta a 200.000 personas al a?o en 120 pa¨ªses ha perdurado hasta tiempos recientes. Es una de las enfermedades m¨¢s antiguas de la humanidad y, a la vez, una de las m¨¢s desconocidas. A¨²n hoy, pervive la falsa idea de que es incurable y altamente contagiosa. Lo cierto es que la tambi¨¦n llamada enfermedad de Hansen, provocada por un bacilo que ataca a la piel y los nervios perif¨¦ricos, es curable con un esquema terap¨¦utico multimedicamentoso de dapsona, rifampicina y clofazimina de seis meses a 12 meses En el supuesto ideal de que los casos sean diagnosticados y tratados en fases tempranas, sin secuelas. Si no, puede causar discapacidad progresiva y permanente.
"Mi marido siempre me ha dicho que ¨¦l vio en m¨ª a una mujer, la que ¨¦l quer¨ªa, no mi discapacidad"
A cuatro kilómetros de Daloa hay lo que antaño fue una aldea de leprosos, donde se quedaban a vivir quienes se curaban en la clínica aledaña donde se trataba esta dolencia tropical. Las tierras pertenecían al pueblo hasta que un francés las compró para cultivar cacao en los años sesenta. Cuando el empresario se marchó, cedió el terreno y las instalaciones al Gobierno, que creó este campamento para leprosos. Las casas que hoy ocupan sus vecinos son las viviendas en las que residían los jornaleros. Son de buen tamaño y fabricadas con cemento, unas calidades superiores a otras de pueblos similares en la zona, pero sin letrinas. En una de ellas, vive hoy Beatrice N’guessan, de 53 años y madre de nueve, con su marido y parte de su prole.
“Empecé a estar enferma desde pequeña”. Cuando su madre falleció en 1974, ella tenía cuatro años, el padre no quiso saber nada de ella ni su hermano porque eran un impedimento para encontrar una nueva esposa, y sus abuelos, sobrepasados por la situación y la dolencia de N’guessan, la trajeron a esta leprosería junto a su hermano y se marcharon. “Ya entonces mis manos estaban en garra y los pies estaban afectados”, recuerda sentada junto a su vivienda, bajo una sombra.
La niña N’guessan fue tratada y curada sin más apoyo que el del personal del lugar. Tenía cuatro años. Superó la enfermedad y allí se quedó. Diez años después, conoció a su marido. “Vino a visitar a su tía. Me extrañó que se interesase por mí”, cuenta tímida. “Pero siempre me ha dicho que él vio a una mujer, la que él quería, no mi discapacidad”. Un año después, nació su primogénita. Después vinieron otros ocho, de los que algunos todavía conviven con el matrimonio. La mayor, dice, quiere ser militar y otra tres de las chicas estudian. “Pero no tenemos dinero para que continúen”, lamenta. “No quiero que vivan aquí. La que está enferma soy yo”.
N’guessan sabe que no está enferma, que hace mucho que la bacteria ya no ataca su piel ni sus nervios. Pero su pie vendado, al que claramente le faltan las falanges y las manos con los dedos incompletos y retorcidos, son el imborrable recuerdo de que un día, hace mucho tiempo, sí fue víctima de la lepra. Y eso es lo que vieron sus parientes cuando regresó a su comunidad de origen. “Una mujer de mi tío me echó porque decía que les iba a contaminar. Ya no quiero volver más”, se emociona. Rápido se seca las lágrimas y vuelve a sonreír para hablar de lo que le hace feliz: “Me encanta estar con mis dos nietos; juego mucho con ellos”.
La enfermedad ni sus secuelas ha impedido a N’guessan formar una extensa familia después de que la suya la rechazara. Muy acompañada y visiblemente feliz entre los suyos, indica que lo que le ha robado la discapacidad es la oportunidad de tener un empleo. “Nunca he trabajado, pero me hubiera gustado tener una pequeña tienda para obtener ingresos”. Su esposo, seis años mayor que ella, acabó como vigilante de la entrada del campamento.
¡°Hace tres d¨¦cadas hab¨ªa un pico de casos, pero la curva ha bajado¡±, explica el responsable nacional del programa de lepra Dizoe Agui Sylvestre. Costa de Marfil ha pasado de registrar unos 100.000 casos anuales a unos 1.500, seg¨²n sus datos. ¡°Cuando estemos en 500, estaremos cerca de la eliminaci¨®n. El objetivo es cero lepra en 2030¡å. El principal problema, apunta como sus colegas expertos en Buruli, es la detecci¨®n tard¨ªa, lo que significa que los afectados ya presentan secuelas irreversibles y discapacitantes. Eso le sucede al 20% de quienes se infectan de Mycobacterium leprae en Costa de Marfil, agrega. ¡°Necesitar¨¢n ayuda para reintegrarse y ser ¨²tiles en la sociedad, y apoyo psicol¨®gico¡±.
Agui Sylvestre quisiera disponer de recursos suficientes para abrir un centro de referencia de lepra con un m¨®dulo de formaci¨®n integrado. ¡°Para que mientras los pacientes se curan y reciben terapia psicol¨®gica, aprendan un oficio. Eso estimular¨ªa su autonom¨ªa financiera¡±. De momento es una idea para la que carece de financiaci¨®n. ¡°Ellos fabrican esto¡±, muestra entusiasta un l¨¢piz que ha rebuscado en un caj¨®n de su escritorio. ¡°La reinserci¨®n pasa por trabajar. Muchos ten¨ªan un empleo antes de enfermar, pero si lo pierden, se arruinan¡±.
En ?frica, los afectados se suelen preguntar por qu¨¦ a m¨ª, por qu¨¦ yo, en vez de cu¨¢l es la enfermedad. La respuesta suele ser que alguien los quiere mal, que han roto un tab¨²Berta Mendiguren, doctora en Antropolog¨ªa de la Medicina
Los fondos de los que dispone el programa que dirige Agui Sylvestre son ¡°limitados¡± para asistir a todos los afectados que desarrollan una discapacidad. La lista de espera crece cada a?o y tienen qu¨¦ cribar qui¨¦n se beneficiar¨¢ de la asistencia. ¡°Es importante identificar nuevos casos cuando no tienen secuelas y adem¨¢s cortar la transmisi¨®n¡±. Para ello, el protocolo es que, cuando se detecta y trata a una persona infectada, se a¨ªsla a la familia y se le dispensa un medicamento preventivo. Un facultativo en cada uno de los distritos hace seguimiento de los pacientes y sus allegados durante a?os. Si alguno desarrolla signos de lepra, lo que puede suceder hasta un lustro despu¨¦s del caso inicial, se pillar¨¢ a tiempo de curarlo sin consecuencias. ¡°Es un trabajo minucioso, necesitamos m¨¢s medios para f¨¢rmacos y desplazamientos, pero vamos a conseguir vencer a la lepra¡±, zanja Sylvestre.
Este trabajo tiene que ir aparejado de campa?as de sensibilizaci¨®n que arranquen de las mentes equivocadas la concepci¨®n de la lepra como una enfermedad muy contagiosa, lo que provoca la marginaci¨®n de quienes la han sufrido a¨²n cuando ya est¨¢n curados. ¡°Seguramente una mujer casada, ser¨¢ rechazada por el marido. Y sus hijos ser¨¢n se?alados. Los hombres j¨®venes tendr¨¢n dificultad para encontrar una esposa¡±, afirma la antrop¨®loga Mendiguren, miembro del consejo asesor de la Fundaci¨®n Anesvad. ¡°Al volver a sus comunidades se han curado, pero en el imaginario colectivo, la persona queda estigmatizada. Pasar¨ªa incluso aqu¨ª. Y en ?frica, donde no hay trabajo social sino solidaridad familiar y comunitaria, la muerte social es muy dura. Pueblo peque?o, infierno grande¡±, detalla.
¡°En ?frica, los afectados se suelen preguntar por qu¨¦ a m¨ª, por qu¨¦ yo, en vez de cu¨¢l es la enfermedad. La respuesta suele ser que alguien los quiere mal, que han roto un tab¨²¡¡±. Tener en cuenta esta creencia de que la enfermedad es un castigo divino es importante para el proceso de reinserci¨®n, asegura Mendiguren. La medicina curar¨¢ lo f¨ªsico, pero la ofensa al m¨¢s all¨¢, restaurar la paz con los ancestros y evitar males en el futuro, ¡°quiz¨¢ requiera matar a un animal u otro tipo de ritual de reparaci¨®n¡±, comenta. ¡°Las enfermedades tropicales de la piel son muy visibles, van a marcar f¨ªsicamente a la persona para el resto de su vida¡±. Lo que hay que intentar es que la marca social se aten¨²e.
Abou Hubertine Kouassi, de 42 años, vive en la misma ex leprosería que Beatrice N’guessan, con su hija Mirelle, de 20 años, desde 2007. Originaria de otra comunidad, cerca de Boaké, es la segunda vez que se instala en el distrito de Daloa. La primera fue en 1990, cuando enfermó de lepra y vino a curarse; la última, huía de la guerra iniciada en 2002 y que acabó por llegar hasta la puerta de su casa.
Su tierra no es lo único que Kouassi ha dejado atrás o perdido. El padre de sus hijos la abandonó cuando aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad de Hansen porque pensaba que ella era “peligrosa”. Nunca más supo de él. Además, dejó su trabajo como colectora de plátano y mandioca. Ahora sabe que no representa ningún riesgo para otras personas. “No siento estigma ni rechazo porque la gente está más sensibilizada”, asegura, aunque pide no ser fotografiada. La discapacidad que padece le obliga a moverse con muletas y le impide trabajar. “Me las donaron en el hospital de Adzopé”, dice agarrando los bastones de madera y dejando ver una gran cicatriz en su brazo izquierdo que dejó una de las operaciones a las que fue sometida para mejorar la movilidad.
Su hija tampoco tiene un empleo y ambas viven de la “limosna”, según sus palabras, de los vecinos. “Como arroz y, a veces, mandioca”. Lo demás, sigue, lo compra con “dinero prestado”. Aunque se mueve despacio y necesita ayuda para tareas simples, Kouassi se siente capaz de llevar una tiendita para conseguir ingresos, sin embargo, no ve el modo de poder arrancar el negocio.
“Tengo ganas de hacer cosas, no quedarme quieta, pero la enfermedad me lo impide. Me levanto, como y me vuelvo a sentar”. Sin recursos, no pudo mandar a sus varones a la universidad, ni tiene para medicamentos para los dolores. Por no tener, no dispone ni de un lugar apropiado para asearse ni hacer sus necesidades. “Para ducharme, lo hago ahí detrás”, señala un pedazo de tierra delimitado por un murete. “Me han enseñado que a la enfermedad no le gusta la suciedad, así que de vez en cuando meto el pie en agua con lejía”, explica. El agua para la higiene personal lo trae su hija de un pozo a unos 500 metros; y carece de letrina.
“No quiero que mi hija se quede aquí, se tiene que ir para prosperar”, se entristece al pensar que la joven es su único apoyo. “No me gustan los hombres, los quiero lejos”, lanza sin ser preguntada por el asunto y sin querer ahondar después en los motivos. Su silencio y sus ojos humedecidos cuentan una historia que no quiere revelar con palabras.
N?Dri Koffi, el doctor que descubri¨® el primer caso de Buruli en el pa¨ªs, ya retirado pero a¨²n involucrado, destaca que la atenci¨®n de los supervivientes se ha abandonado. ¡°Con la crisis estos ¨²ltimos a?os, se han cerrado programas de apoyo a las personas con discapacidad¡±. La manera id¨®nea de mejorar su situaci¨®n es ¡°con oportunidades laborales y que lleven su vida adelante¡± sin depender de ayudas permanentemente, reclama.
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