La Transici¨®n por dentro
Los demoledores del 'mito de la Transici¨®n' no suelen ofrecer hip¨®tesis alternativas
La buena prensa -incluida la acad¨¦mica- de la que disfrut¨® la Transici¨®n est¨¢ siendo sometida ¨²ltimamente a duras cr¨ªticas. Mientras que las valoraciones positivas del proceso culminado con la Constituci¨®n de 1978 subrayaban la utilizaci¨®n ¨®ptima o cuando menos satisfactoria de las posibilidades reales existentes para la democracia a la muerte de Franco, la dr¨¢stica revisi¨®n a la baja posterior sostiene que la izquierda y el nacionalismo moderado bajaron las manos ante los herederos del r¨¦gimen y desperdiciaron la oportunidad de enlazar institucionalmente el recuperado sistema de libertades con la legitimidad republicana derrotada en 1939. Esos lodos ser¨ªan los responsables de la baja calidad de la democracia espa?ola actual.
Sin embargo, la gran mayor¨ªa de los protagonistas y testigos del trienio 1975-1978 que hab¨ªan combatido a la dictadura y padecido el exilio, la c¨¢rcel o la marginaci¨®n se resisten -30 a?os despu¨¦s- a ser descritos ahora como los isidros de un espejismo colectivo que les llev¨® a sobrevalorar las fuerzas del adversario y a despreciar las propias. No es preciso recurrir al principio de autoridad -el apoyo dado a la Constituci¨®n por los dirigentes comunistas, socialistas y republicanos supervivientes de la Guerra Civil- para tomarse a beneficio de inventario las gratuitas especulaciones sobre la supuesta existencia en noviembre de 1975 de un tsunami de posibilidades purificadoras de la sociedad y del Estado desaprovechado por la torpeza o por el temor de la izquierda antifranquista. Sostener que Dolores Ib¨¢rruri, Ram¨®n Rubial, Santiago Carrillo, Josep Tarradellas y tantos otros miles de supervivientes del bando perdedor de la Guerra Civil vendieron su primogenitura por un plato de lentejas es una necedad o una vileza. El fracasado golpe militar del 23-F -cinco a?os y cuatro meses despu¨¦s de la muerte de Franco- es la mejor prueba del empinado camino que fue necesario recorrer para consolidar las instituciones democr¨¢ticas. Y el acceso -siete a?os m¨¢s tarde- a la presidencia del Gobierno del socialista Felipe Gonz¨¢lez, secretario general del mismo partido al que perteneci¨® Juan Negr¨ªn, ¨²ltimo presidente de Gobierno de la Segunda Rep¨²blica, mostr¨® la eficacia de la estrategia aplicada por los supervivientes y herederos de los derrotados en 1939.
Los demoledores del mito de la Transici¨®n no suelen avanzar hip¨®tesis contraf¨¢cticas sobre c¨®mo deber¨ªa haberse comportado la oposici¨®n tras la muerte de Franco. ?Tal vez con el boicot a las elecciones generales de 1977? ?Con el voto en contra de una Constituci¨®n que hac¨ªa suyas las declaraciones internacionales de derechos humanos, amparaba las libertades civiles y pol¨ªticas, se inspiraba en la estructura territorial de la Constituci¨®n de 1931, reconoc¨ªa la independencia judicial y garantizaba la aconfesionalidad del Estado aunque reinstaurase la monarqu¨ªa y proclamase como rey al sucesor de Franco en la jefatura del Estado? ?Con la incorporaci¨®n a una lucha armada que ETA ya hab¨ªa iniciado?
La visi¨®n retrospectiva de la historia suprime del trienio de la Transici¨®n, con el ventajismo de conocer ex post sus resultados, las incertidumbres de quienes tuvieron que adoptar las decisiones eligiendo en encrucijadas con mil caminos. El determinismo ignora que nunca hay rumbos trazados de antemano: tampoco para la fantasiosa reconstrucci¨®n del sendero luminoso echado de menos por los debeladores de la Transici¨®n realmente existente. Esa concepci¨®n que excluye el azar y los efectos imprevistos de las acciones humanas ha permitido a pol¨ªticos de la Transici¨®n reivindicar el m¨¦rito de haber trazado los planos arquitect¨®nicos del edificio, al estilo de la pizarra de Suresnes de los socialistas o de la hoja de ruta de los consejeros ¨¢ulicos del pr¨ªncipe de Espa?a antes de la muerte de Franco. Otras explicaciones atribuyen a las canciller¨ªas extranjeras el papel de deus ex machina del juego. Cabe desear -aunque sin demasiadas esperanzas- que la lectura de la documentada, ambiciosa e inteligente investigaci¨®n del profesor Charles Powell sobre las relaciones entre Espa?a y Estados Unidos durante la Transici¨®n contribuya a devolver a los arcones ese fantasma.
Aunque la fuente de mayor inter¨¦s del libro sea la documentaci¨®n diplom¨¢tica norteamericana recientemente desclasificada (tan iluminadora para el pasado como los papeles de Wikileaks publicados por EL PA?S lo son para el presente), El amigo americano (Galaxia Gutenberg, 2011) analiza tambi¨¦n comunicaciones e informes del Departamento de Estado y del Consejo de Seguridad Nacional, examina archivos personales, transcribe entrevistas aclaratorias con actores de la Transici¨®n y se ocupa de las negociaciones sobre las bases. Por una iron¨ªa de la historia, la Europa de los setenta contribuy¨® a devolver a Espa?a la libertad que le fue arrebatada entre 1936 y 1939 por la acci¨®n combinada de la ayuda a los sublevados de la Alemania nazi y la Italia fascista y la hip¨®crita pol¨ªtica de no intervenci¨®n de Francia y Reino Unido. Las estrategias de la Casa Blanca y el Capitolio, sin embargo, fueron m¨¢s vacilantes, menos claras y no tan influyentes.
La cronolog¨ªa de la transici¨®n espa?ola en el sentido amplio de la expresi¨®n -desde la proclamaci¨®n en julio de 1969 de don Juan Carlos como sucesor de Franco a t¨ªtulo de Rey hasta el triunfo electoral de los socialistas en octubre de 1982- marcha en paralelo con los mandatos de Nixon, Ford, Carter y Reagan, separados por vac¨ªos de actividad de mayor o menor calado durante las etapas de transmisi¨®n de poderes entre las Administraciones saliente y entrante. La l¨ªnea de continuidad de la pol¨ªtica de Estados Unidos hacia Espa?a fue asegurar el mantenimiento de la alianza bilateral suscrita con el r¨¦gimen en 1953 y admitir la inevitabilidad de alg¨²n tipo cambio democr¨¢tico tras la muerte de Franco. Como observa Charles Powell, el respaldo legitimador para la dictadura que signific¨® ese acuerdo -renovado en 1963 y 1970- fue el pecado original de la presencia americana en Espa?a, condicionada por la necesidad de suavizar las tensiones con el r¨¦gimen (la susceptibilidad provinciana de sus ministros y embajadores les llevaba a creer que los editoriales de The New York Times o The Washington Post cr¨ªticos con la dictadura eran ordenados desde el Despacho Oval) y de no irritarle con actos de reconocimiento a la oposici¨®n moderada. Las ideas-fuerza del Departamento de Estado sobre el futuro tras la muerte de Franco eran tan simples como vagas: promover un punto de equilibrio entre la estabilidad del antiguo r¨¦gimen y el cambio, mantener las bases militares y facilitar el ingreso de Espa?a en la Comunidad Europea y la OTAN.
De esta forma, el decisivo periodo transcurrido entre la llegada del Rey a la jefatura del Estado y el refer¨¦ndum constitucional sorprendi¨® al Departamento de Estado con un conocimiento muy insuficiente del mapa pol¨ªtico espa?ol y de sus problemas. El reforzamiento electoral de los comunistas italianos y franceses, la revoluci¨®n de los claveles portuguesa de 1974 y la presencia de la Marina de guerra sovi¨¦tica en el Mediterr¨¢neo alimentaron las r¨ªgidas ideas de Kissinger (consejero de Seguridad y secretario de Estado con Nixon y con Ford) sobre los peligros del comunismo para la Espa?a postfranquista. Las dudas de Nixon sobre la capacidad de don Juan Carlos para "defender el fuerte" dejar¨ªan paso a una apuesta casi incondicional a favor de su figura; al igual sucedi¨® con Kissinger, que inicialmente puso en cuesti¨®n la firmeza de ¨¢nimo y la inteligencia del Rey pero que le otorg¨® m¨¢s tarde su plena confianza. El vehemente deseo americano de que el PCE no fuese legalizado antes de las primeras elecciones cay¨® en saco roto. Y el rey se convirti¨® en interlocutor principal del embajador Wells Stabler -muy por encima de la clase pol¨ªtica- entre 1975 y 1977.
La riqueza de episodios (la marcha verde sobre el S¨¢hara o la sucesi¨®n de Arias Navarro) y an¨¦cdotas (todav¨ªa en junio de 1980 Su¨¢rez y Oreja intentaron que el presidente Carter a su paso por Madrid no recibiese a Felipe Gonz¨¢lez) hace imposible resumirlos: los curiosos no tendr¨¢n m¨¢s remedio que devorar El amigo americano. Siempre quedar¨¢n, no obstante, los disc¨ªpulos -involuntarios- de Kissinger, que solt¨® al ministro Cortina a prop¨®sito de la revoluci¨®n de los claveles una frase digna de algunos revisitadores de la transici¨®n espa?ola: "No s¨¦ nada sobre Portugal, pero tengo la impresi¨®n de que mi visi¨®n, que se basa puramente en el dogmatismo, es m¨¢s acertada que la de los informes que recibo de Lisboa".
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