El imperativo del acreedor
Nos esperan restricciones y rigor, nada de austeridad y equilibrio
Proclamarse austero hace solo cinco a?os resultaba una provocaci¨®n. Lo recuerdo muy bien, porque en aquella ¨¦poca hab¨ªa dejado mi trabajo fijo en una redacci¨®n y no me qued¨® otro remedio que imponer severos recortes a mis gastos. Se trataba de restricciones y as¨ª hubiera debido llamarlas, pero en conversaciones en las que cualquiera relataba alegremente una Nochevieja en Estambul financiada a cr¨¦dito, necesitaba un eufemismo que no me convirtiera en una inadaptada. En aquellos a?os, sugerir que una se privaba de algo ¡ªcuando ten¨ªa a todos los bancos dispuestos a impedirlo¡ª equival¨ªa a ser considerada una avara, algo insoportable para todos los que de peque?os le¨ªmos la historia de Ebenezer Scrooge en el Cuento de Navidad de Dickens. Yo misma me asignaba el calificativo de ¡°austera¡±, pues aunque tambi¨¦n despertaba sospechas, al menos me asimilaba a la sobriedad, no a la avaricia. La definici¨®n de ¡°austero¡± de Mar¨ªa Moliner me reafirmaba: ¡°Aplicado a las personas y costumbres, reducido a lo necesario y apartado de lo superfluo o agradable¡±.
La relaci¨®n con el dinero reviste tal importancia en la cultura occidental que existen multitud de palabras para definirla con sutileza. Por eso mismo, resulta muy sensible a la tergiversaci¨®n: una mera diferencia de grado convierte la acci¨®n de ahorrar en escatimar; un matiz separa el gasto del dispendio y puede convertir la cualidad de ser generoso en el defecto de la prodigalidad. La elecci¨®n de ¡°austeridad¡± como palabra fetiche del discurso dominante no resulta casual. Recuerdo a la perfecci¨®n el d¨ªa que la vicepresidenta Salgado present¨® los Presupuestos de 2011 calific¨¢ndolos de austeros, cuando eran de hecho restrictivos, porque yo ya lo hab¨ªa hecho antes.
Lo cierto es que las pol¨ªticas de reducci¨®n del d¨¦ficit no buscan evitar los excesos y prescindir de lo superfluo, sino imponer severos recortes incluso en partidas tan necesarias como la sanidad o en otras que constituyen una inversi¨®n y no un gasto, como la educaci¨®n. La generalizaci¨®n del uso de ¡°austeridad¡± tiene dos efectos muy visibles en el discurso p¨²blico. En primer lugar, pone el acento en el cap¨ªtulo de los gastos y deja de lado los ingresos, pese a que el d¨¦ficit no es m¨¢s que la relaci¨®n de los primeros y los segundos. Adem¨¢s, permite presentar los recortes con connotaciones positivas, no solo porque parece razonable gastar menos cuando se ingresa menos, sino porque el rechazo a los excesos impl¨ªcito en el comportamiento austero entronca, por un lado, con el ¡°justo medio¡± aristot¨¦lico, el lugar de la virtud en la Grecia cl¨¢sica, y por otro con el ascetismo cristiano, seg¨²n el cual el alejamiento de lo material facilita la espiritualidad y el encuentro con Dios. Para creyentes y ateos, la austeridad apela a valores profundos, a ra¨ªces culturales que nos la hacen aceptable como parte de un camino virtuoso. No es solo que la palabra ¡°restricci¨®n¡± resulte demasiado clara, es que carece del sedimento moral de toda virtud: no es trascendente ni nos hace mejores; es meramente coyuntural, un mal trago que hay que pasar.
El medio virtuoso vuelve a aparecer en esa frase que, si nada lo remedia, quedar¨¢ inscrita con letras de oro en la Constituci¨®n Espa?ola: ¡°Estabilidad presupuestaria¡±. Al parecer hubo discrepancias a la hora de redactar el nuevo art¨ªculo, pues el PP prefer¨ªa otro agradable eufemismo: ¡°Equilibrio presupuestario¡±. La querencia me trajo a la memoria una afirmaci¨®n del ministro Valeriano G¨®mez, quien hace unos meses vaticin¨® que alcanzaremos el equilibrio en el mercado laboral cuando ni se cree ni se destruya empleo. Hombre, no; m¨¢s bien llegar¨¢ cuando la cifra de demandantes de empleo se acerque al n¨²mero de puestos ofertados. Con el d¨¦ficit ocurre algo parecido: lo equilibrado para un Estado es asumir un cierto endeudamiento, acorde a sus ingresos, porque permite acometer iniciativas de gran envergadura que de otro modo resultan imposibles, como la construcci¨®n de infraestructuras. Definir el d¨¦ficit cero ¡ªo 0,4% tanto da¡ª como el punto de equilibrio es un mal chiste, como el de los cero grados que no son ni fr¨ªo ni calor. Para ser precisos habr¨ªa que llamar ¡°rigor presupuestario¡± a la pol¨ªtica de no gastar ni un c¨¦ntimo m¨¢s de lo que se ingresa, aunque se comprende que ninguno de los dos partidos haya peleado por esa frase, tan fea como fiel a la realidad.
De manera que nos esperan restricciones y rigor, nada de austeridad y equilibrio. Pero si esos principios ya han impregnado las pol¨ªticas econ¨®micas de los Gobiernos, obedeciendo a los dictados de acreedores, especuladores y mercados, ?qu¨¦ necesidad hay de inscribirlos en la Constituci¨®n? ?Acaso supone una garant¨ªa de su cumplimiento? No parece, y no solo porque se vayan a prever excepciones ¡ªpor ejemplo, en situaciones de recesi¨®n econ¨®mica¡ª, sino porque los Gobiernos no se van a multar a s¨ª mismos si fallan. Por otro lado, tampoco el hecho de que hasta ahora la Constituci¨®n no incluyera ese precepto no ha dado carta blanca a ning¨²n Gobierno para considerarse libre de sus compromisos.
En el fondo, no es extra?o a las constituciones recoger principios que son de dif¨ªcil aplicaci¨®n. En la nuestra figura desde hace a?os el derecho al trabajo de los espa?oles y ning¨²n ministro ha ido a la c¨¢rcel a causa de los cinco millones de parados. Sin embargo, permite a los ciudadanos identificar aspiraciones compartidas en asuntos que consideramos especialmente relevantes porque forman el n¨²cleo de nuestros valores como pa¨ªs: que trabajen todos los ciudadanos que lo desean, que no exista discriminaci¨®n, que Espa?a sea un Estado social y democr¨¢tico donde rija el imperio de la ley. No son vaciedades, sino principios que configuran un relato. Su valor estriba precisamente en que no operan solo en el ¨¢mbito de la realidad, sino sobre todo como referencia, como ideal identificable para el conjunto de la sociedad. Enuncian tanto lo que somos como lo que queremos ser: aquello en que ciframos nuestra perfectibilidad.
Al consagrar en el texto legal de m¨¢s alto rango que el pago de los cr¨¦ditos de las Administraciones ¡°gozar¨¢ de prioridad absoluta¡±, se est¨¢ dando un giro radical al relato que hasta ahora nos hab¨ªamos construido, el del Estado como principal garante de la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos. De pronto irrumpen en ¨¦l los intereses de los acreedores para erigirse en intereses de car¨¢cter general, que se antepondr¨¢n si llega el caso a la igualdad, a la libertad y al bienestar. El imperativo del acreedor pasa a ser imperativo nacional. Se convierte su prioridad en la nuestra; sus necesidades particulares, en objetivos comunes. Y si bien resulta comprensible que ellos quieran cobrar, no lo es hacer de eso la funci¨®n primordial de un Estado.
Nadie niega la necesidad de limitar el gasto, pero hay que determinar el lugar correcto de esa limitaci¨®n en la totalidad de las preocupaciones del Estado. Un Parlamento que, en las circunstancias actuales, da un car¨¢cter relativo a la preocupaci¨®n del paro o la falta de cr¨¦dito a las empresas, mientras erige en absoluta la preocupaci¨®n por los acreedores, est¨¢ de hecho admitiendo la hegemon¨ªa del poder financiero.
Se trata del remate final de una crisis en la que los bancos salen indemnes de aquellos asuntos relevantes en los que se han visto directamente implicados: la daci¨®n en pago, el cr¨¦dito a las empresas, los agujeros del ladrillo. No ha sido posible que contribuyeran a aliviar a los hipotecados, no ha habido forma de forzarles a conceder cr¨¦ditos a los empresarios asfixiados. El Estado, en cambio, s¨ª ha corrido en su socorro cuando han necesitado cuadrar sus balances. La limitaci¨®n del d¨¦ficit solo viene a ratificar su triunfo, porque los enunciados de car¨¢cter pol¨ªtico quieren decir mucho m¨¢s de lo que dicen. Dos simples palabras, ¡°prioridad absoluta¡±, encierran la sumisi¨®n del poder pol¨ªtico al poder financiero. Hab¨ªa que escribirlo en la Constituci¨®n para que nos vayamos enterando de qui¨¦n manda.
Irene Lozano es periodista y escritora.
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