La becaria de turno
Antes de que Obama fuera un presidente con el liderazgo en entredicho, quiero decir, cuando Obama estaba en la cima de su popularidad, quiero decir, al principio de su victoria, qui-cir, cuando ni tan siquiera le hab¨ªan dado aquel ins¨®lito Nobel de la Paz, nos reunimos en el C¨ªrculo de Bellas Artes de Madrid unos cuantos expertos y yo, que no soy experta ni falta que me hace, porque hay ocasiones en que cuando ellos van, yo vuelvo. Compart¨ªamos mesa cuatro grandes hombres, Fernando Vallesp¨ªn (polit¨®logo), Carlos Westendorp (exembajador en Washington), un asesor dem¨®crata del equipo obamesco del que no recuerdo el nombre, y yo, que como he o¨ªdo cienes y cienes de veces, no necesito presentaci¨®n. Ah, y L¨®pez Aguilar, que se pic¨® cuando apunt¨¦ que Obama manejaba como nadie el arte de la oratoria, y a?adi¨® que en realidad usaba el autocue. Yo le dije, vale, pero otros no saben hablar ni con el autocue. No es el caso de Aguilar, que tiene capacidad para pronunciar discursos de longitud castrista. Al americano, sin embargo, le hizo mucha gracia mi teor¨ªa de que una de las medidas m¨¢s astutas de Obama hab¨ªa sido contar con Hillary, pero nombr¨¢ndola secretaria de Exteriores, a fin de tenerla lejos. Quiero decir que lo pasamos bien y que el p¨²blico celebr¨® las bromas y los descaros, algo que se echa en falta en estos d¨ªas en que nadie est¨¢ para bromas.
Luego lleg¨® la cena. Y luego los postres, quiero decir, ese momento en que las bocas se sueltan y los comensales espa?oles quieren sacar como sea el asunto Clinton-Lewinsky. Hoy es el d¨ªa en que todav¨ªa se cachondean los venerables Vallesp¨ªn y Westendorp de mis palabras. No llegu¨¦ a decir que Clinton hab¨ªa profanado la Casa Blanca, pero estuve en un tris. Lo menos que se le puede pedir a un presidente, dije, es que para sus infidelidades se vaya a un hotel o a un apartamento, de la misma manera que al marido infiel o a la mujer infiel lo m¨ªnimo que se le puede exigir es que no retoce con otra/o en el lecho conyugal. Ellos se rieron mucho, incluso el americano, que a fuerza de rioja se hab¨ªa vuelto un poco espa?ol y ya se le daba todo una higa. Fue bastante c¨®mico y yo me sent¨ªa encantada de estar en franca minor¨ªa con caballeros tan humor¨ªsticos.
Pero centremos el asunto: lo de la becaria es una tradici¨®n, y, como suele en las tradiciones, viene de antiguo. Ahora el cachonde¨ªto se ha trasladado tres d¨¦cadas antes de la era Clinton. Principios de los sesenta. La era Mad Men. La de Kennedy. Una mujer que responde al nombre de Mimi, lo cual le da un aire de chica de oro, ha revelado en un libro, ?rase una vez un secreto. Mi affair con John F. Kennedy y sus consecuencias, que el presidente la inici¨® en las artes amatorias. Ella se describe a s¨ª misma como una muchacha inocente que no puede decirle que no al hombre m¨¢s poderoso del mundo, incluso cuando este le pide que le practique una felaci¨®n a un asesor que est¨¢ pasando un mal d¨ªa. La becaria hace lo que se le manda mientras el presidente mira. Nada me extra?a. Del temperamento abusador de Kennedy se ha escrito mucho, de lo r¨¢pido que se le encend¨ªa el deseo y de lo poco que le duraba la mecha. Pero la narraci¨®n de la exbecaria inocente es tambi¨¦n un poco chica de oro que recuerda el episodio como lo m¨¢s relevante que le ha pasado en la vida. Incluso cuenta c¨®mo va a visitar, acompa?ada de su marido, la tumba de John y Jackie y se siente un poco una intrusa. Mira la l¨¢pida del presidente y le dice: gracias. Y explica que esa experiencia que pudo ser traum¨¢tica la ha convertido en la mujer que es ahora, le ha dado fuerza para luchar y compartir (el verbo de moda) lo que ocurri¨®. Vamos, una mezcla descacharrante entre dos de las golden girls, Blanche y Rose, la ardiente y la inocentona. Lo que no acabo de entender es que seg¨²n se revela en esa entrevista a Jackie O. que vio la luz hace pocos meses, la tiesa de Jackie afirmara que detestaba a Martin Luther King por tener un asunto fuera del matrimonio. No se sabe si es que para Jackeline el derecho de pernada era solo cosa de blancos o que ella era una de esas se?oras que no se enteran de lo que hace el marido en su propia cama. Porque Kennedy era m¨¢s osado que Clinton y aprovechaba las ausencias de su esposa para ense?arles a las becarias y a las coristas la decoraci¨®n de su cuarto. Al hombre se le atribuye la nada desde?able cantidad de mil conquistas. Una cifra simenoniana. Y yo me la creo. Quiero decir: si uno es el presidente y no tiene problemas en perpetrar el acto en el ala oeste o en el ala este, creo que lo tiene bastante f¨¢cil. Si adem¨¢s dicho presidente no es de los que dedican un poco de tiempo y atenci¨®n a la dama, sino que act¨²a r¨¢pido a fin de a?adir una muesca m¨¢s en la culata, me atrever¨ªa a decir que mil me parecen pocas. Pero no deja de sorprenderme en todo este asunto las incontenibles ganas de contar. Mimi Alford, tras cuatro d¨¦cadas de silencio y dos matrimonios, debe de sentir una especie de placer rejuvenecedor al confesar que ella estuvo all¨ª, que form¨® parte del har¨¦n de un mito, del hombre al que asesinaron unos meses m¨¢s tarde, que fue desvirgada en la cama de la sofisticada Jackie. Se conforma con bien poco: escribir un libro para que sepamos que fue una entre mil. Y el actual marido, ?qu¨¦ dir¨¢? -
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