D¨ªas de sangre y sue?os
La matanza de los abogados de Atocha a manos de la ultraderecha el 24 de enero de 1977 puso en jaque la reci¨¦n estrenada democracia
Los sucesos de EL PA?S
Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extra¨ªdos del libro Los sucesos de EL PA?S, publicado en 1996 como parte de la conmemoraci¨®n de los 20 a?os del diario, lanzado el 4 de mayo de 1976. Hist¨®ricas firmas del peri¨®dico, como Rosa Montero, Juan Jos¨¦ Mill¨¢s o Jes¨²s Duva desmenuzan algunos de los cr¨ªmenes que han marcado la reciente Historia de Espa?a, del asesinato de los Marqueses de Urquijo al secuestro de Melodie.
¡ª?Y t¨² c¨®mo ves la situaci¨®n?
¡ª?C¨®mo quieres que la vea? Pues muy preocupante.
Desde luego no se puede decir que este a?o de 1977 haya empe?zado demasiado bien: la ofensiva feroz de ETA y del GRAPO, los ru?mores, la tensi¨®n creciente... Los abogados del despacho laboralista de Atocha 55, montado por Comisiones Obreras, se est¨¢n tomando unas ca?as en El Globo, el bar de enfrente. Hoy, 21 de enero, es vier?nes, y siempre llegan a los viernes agotados. Para peor, est¨¢n en me?dio de una huelga de transporte y tienen trabajo acumulado para el fin de semana. As¨ª es que sorben sus cervezas y discuten, c¨®mo no, sobre el monotema: la situaci¨®n pol¨ªtica. El cansancio les pone un poco l¨²gubres.
¡ªYo estoy seguro de que todo esto es un intento claramente de?sestabilizador: los atentados a los polic¨ªas, los secuestros de Oriol y Villaescusa ...
Es extra?o. Durante a?os han trabajado eficazmente bajo la re?presi¨®n y el riesgo. Rozando siempre la ilegalidad, los despachos laboralistas de gente de partido han realizado durante los ¨²ltimos a?os del franquismo una labor pol¨ªtica y social incalculable. Ah¨ª est¨¢n, por ejemplo, Francisco Javier Sauquillo y Lola Gonz¨¢lez, metidos en esto desde hace mucho. Se casaron en el 73, los dos con el t¨ªtulo reci¨¦n sacado bajo el brazo. Son de buena familia, y te?n¨ªan perspectivas de un futuro profesional triunfante. Pero ellos optaron por el trabajo colectivo. Concretamente por la acci¨®n ciudadana: ejercen como abogados en las barriadas fabriles de Alcor?c¨®n y de M¨®stoles. As¨ª es que todas las ma?anas tienen que tomar las camionetas de extrarradio, reventadas de gente y sue?o insa?tisfecho.
No es una vida f¨¢cil la que han escogido, ni ellos ni todos los de?m¨¢s. Gran parte de los abogados del Partido Comunista son delfines veintea?eros de la clase acomodada. Muchos ten¨ªan delante de s¨ª un futuro muy c¨®modo: hubiera bastado con seguir el camino marcado, con instalarse confortablemente dentro del elitista e individualista estatus de abogado. Como Luis Javier Benavides, que viene de una familia tan fina y tan tradicional que hace un a?o tuvo un gran dis?gusto con su madre viuda cuando decidi¨® irse a vivir con Elisa sin casarse con ella. O como Enrique Valdevira: su padre es un patrono del vidrio, del sindicato vertical. Muy vertical, muy patrono. Parece mentira que Enrique haya salido as¨ª, tan idealista, tan contracul?tural, tan inocente. Todo el d¨ªa dando la tabarra con el ecologismo, con la contaminaci¨®n y con el medio ambiente: quiere un mundo nuevo para su hijo de diez meses.
Y como ellos todos los dem¨¢s, el resto de los laboralistas, que son una pandilla de locos generosos. Todos escogieron el anonimato in?dividual, un sueldo risible de 30.000 pesetas al mes y un trabajo so?brehumano (eso no lo escogieron, pero result¨® ser as¨ª). Por la ma?a?na hay que ir a los juicios, a la delegaci¨®n de trabajo, a cumplir papeleos. Por las tardes, y hasta las diez o las once de la noche, hay que atender las consultas en el despacho, colas y colas de obreros, todos pensando que su caso es el m¨¢s grave. Y es que, en estos tiem?pos agitados, un laboralista es una extra?a mezcla entre padre, con?fesor, abogado, psicoanalista y colega.
¡ªSe?or Enrique, que el jefe me ha dicho que ...
¡ªLuis Javier, que nos ponen en la calle.
Es extra?o, s¨ª, piensa ahora Nacho Montejo, uno de los abogados de Atocha 55. Tanto tiempo trabajando en la ilegalidad, con el ries?go cercano y tangible de la c¨¢rcel. Tanto tiempo dejando de lado to?das esas cosas fundamentales de la vida, leer, pensar, ir al cine, li?gar, hablar con tu mujer o con tu hombre, ver crecer a tus hijos. Tanto tiempo metidos hasta el cuello en una situaci¨®n l¨ªmite y, sin embargo, es ahora, tras la muerte de Franco, cuando todo parece adquirir dimensiones irreales. Cuando empiezas a no poder soportar el repetitivo aburrimiento de las reuniones, cuando las discusiones se te antojan vac¨ªas. Cuando a veces tienes la sensaci¨®n de estar mani?pulado. Y en esos momentos, en las horas bajas, te preguntas: este entregar la vida, ?merece la pena?
Las cosas est¨¢n cambiando tan deprisa ahora, la situaci¨®n pol¨ªti?ca es tan distinta, que lo que antes era ¨¦pica personal y aventura idealista y entrega solidaria, hoy parece un esfuerzo embrutecedor y poco claro. S¨ª, ?s¨ª!, tiene que merecer la pena todav¨ªa. Pero el es?fuerzo que impone esta labor colectiva resulta hoy m¨¢s duro que nunca. Tal vez sea el estar sobrepasados de trabajo, o el cansancio y el miedo que han acumulado despu¨¦s de tantos a?os. Porque el mie?do no cede, eso es algo inquietante. Casi tienen ahora m¨¢s miedo que antes, y eso que ahora la legalizaci¨®n del PCE debe de estar pr¨®xi?ma. Pero hay tal tensi¨®n, tal confusi¨®n en el ambiente... ?Qui¨¦nes son los grapos, por ejemplo? ?Qui¨¦nes son esos secuestradores de Vi?llaescusa, capaces de atravesarse Madrid a plena luz del d¨ªa sin que pase nada? ?Qui¨¦nes son los que est¨¢n asesinando polic¨ªas? Hay tantos datos que no cuadran ...
¡ª?A qui¨¦n favorecen en estos momentos la violencia, el terroris?mo, los muertos?, ¡ªse preguntan ret¨®ricamente los abogados en la discusi¨®n pol¨ªtica que sostienen a punta de cerveza y pie de barra en? El Globo. Pues a la derecha m¨¢s reaccionaria, que ve c¨®mo la si?tuaci¨®n se les escapa de las manos.
Es como vivir en un polvor¨ªn sin saber qui¨¦n tiene las mechas.
Hace unos meses, en octubre, Nacho recibi¨® una amenaza firmada por el Comando Francisco Franco: ?Si no os march¨¢is, os mata?mos?. Despu¨¦s de aquello pas¨® unas cuantas semanas hecho polvo. Recuerda ahora Nacho ese susto, se traga el resto de su ca?a y de?clara con resoluci¨®n:
¡ªYo es que me voy del pa¨ªs.
¡ªPero hombre, ?qu¨¦ dices? ¡ªcontesta Javier Sauquillo.
¡ªQue s¨ª, que s¨ª ¡ªinsiste Nacho Montejo¡ª. Que si las cosas se ponen as¨ª, de amenazas, de atentados, yo me largo, que no lo aguanto. Que no se trata s¨®lo de mi seguridad, que se trata tambi¨¦n de la de mi mujer y mis hijos.
Piensa en los terrores que ha pasado despu¨¦s de la amenaza.
Ahora ya se va recuperando, pero aun as¨ª... No quiere salir el ¨²lti?mo, por ejemplo. Se niega a marcharse solo del despacho, a afron?tar los grandes portalones de casa vieja en el desamparo negro de la noche. Menos mal que ?ngel Rodr¨ªguez, el nuevo conserje del des?pacho, comprende su miedo y le espera. ?ngel tiene veintipocos a?os y apenas si lleva cuatro o cinco meses en Atocha. Es un buen chaval: le echaron de Telef¨®nica, estuvo sin trabajo durante alg¨²n tiempo y al fin se coloc¨® en el despacho. Tiene esa actitud leal y ca?ri?osa de los obreros que saben que el trabajo de los laboralistas es algo suyo, para ellos. Gracias a ?ngel, Nacho puede sobrellevar los miedos nocturnales.
¡ªPero Montejo, hombre, no digas eso -insiste Sauquillo-o Esas cosas de los an¨®nimos son s¨®lo para asustar. A nosotros no nos pue?de pasar nada, hombre, ser¨ªa un esc¨¢ndalo demasiado grande. Al fi?nal, la burgues¨ªa monopolista es la que controla de verdad la situa?ci¨®n, y no permitir¨¢ ning¨²n desmadre fascista. Todo lo que hacen es achuchamos con el fantasma de la dictadura, pero no hay riesgo: el conjunto est¨¢ controlado, no les conviene pasarse.
S¨ª, se dice Nacho: Sauquillo debe de tener raz¨®n. Y as¨ª, poco a po?co, con el paso del tiempo, la compa?¨ªa de ?ngel y la l¨®gica de los colegas, Montejo va combatiendo el miedo.
El abanderado
Pepe Fem¨¢ndez Cerr¨¢ es un tipo m¨¢s bien bajo, fuerte, muy mo?reno, con los ojos viv¨ªsimos, tan negros como botones de azabache. ?Para m¨ª Espa?a se encuentra en manos de un hatajo de traidores que est¨¢n metidos a todas las alturas, desde las m¨¢s elevadas ma?gistraturas hasta la base del pobre pueblo espa?ol?, dice Cerr¨¢, ro?tundo, dando un trago de su habitual cuba-libre de ron: ?La Patria se est¨¢ desintegrando?. En su boca, la palabra Patria siempre se lle?na de may¨²sculas.
Es la tarde del s¨¢bado 22 de enero y se han reunido todos, como suelen hacerlo, en la cafeter¨ªa Denver, en la esquina de San Bernar?dino, muy cerca del Sindicato Provincial de Transportes. Son m¨¢s que buenos amigos: son camaradas, compa?eros del deber nacional y la pasi¨®n pol¨ªtica. Ah¨ª est¨¢, por ejemplo, Francisco Albadalejo, que trabaja en el sindicato, saboreando su segunda copa de co?ac Mag?no. Est¨¢ Gloria Herguedas, la compa?era de Cerr¨¢, que calla y asien?te. Y Leocadio Jim¨¦nez Caravaca, un hombre un poco extra?o, s¨ª, pe?ro a fin de cuentas un h¨¦roe, un mutilado de guerra de la Divisi¨®n Azul. Carlos se siente orgulloso de estar ah¨ª, entre ellos. Carlos Gar?c¨ªa Juli¨¢ s¨®lo tiene veinte a?os. Ahora bebe un refresco sin alcohol, escucha a sus mayores y les admira.
Leocadio, por ejemplo. Algunos dicen que est¨¢ un poco loco, pe?ro Carlos le respeta mucho. Respeta que, a su edad, siga siendo un activista, que se vaya de vez en cuando a quemar un club de rojos o que saque la pistola contra dos comunistas cabrones, aquellos dos? muchachos sobre los que dispar¨® en el metro de Oporto hace alg¨²n tiempo. Eso s¨ª que son narices. Como Albadalejo, que lleva 22 a?os de matrimonio, y tiene cinco hijos, y que a pesar de eso sigue sien?do un tipo duro capaz de arriesgarse cada d¨ªa: dicen que cuando lo del metro de Oporto tambi¨¦n estaba ¨¦l. O sea que no se han abur?guesado y contin¨²an combatiendo por sus ideas.
Pero el mejor de todos es Cerr¨¢. Carlos le admira mucho: es todo un t¨ªo. Pepe ya ha cumplido la treintena y es un hombre seguro de s¨ª, valiente, inteligente. Y la inteligencia es una cosa muy importan?te. Piensa Carlos que Dios quiz¨¢ no le ha favorecido a ¨¦l con una gran capacidad intelectual: nunca pudo concentrarse en los estudios ni sacar buenas notas, y por eso decidi¨® dejar el colegio cuando ter?min¨® sexto.
Es el mayor de nueve hermanos, y adem¨¢s con padre militar.
Nunca hubo demasiado dinero en casa, con tant¨ªsimos hijos. No era cosa de perder el tiempo estudiando y siendo una carga para la fa?milia, as¨ª es que hizo el servicio militar de voluntario, en paracai?dismo. A Carlos le encanta el Ej¨¦rcito: desde muy chiquito le han educado en el sentido del honor y la disciplina castrense, y siendo a¨²n casi un beb¨¦ ya jugaba con las tres colecciones de su padre, la de armas, la de soldaditos de plomo y la de balas. De manera que, cuando termin¨® la mili, intent¨® meterse en la Academia Militar. Pe?ro tambi¨¦n ah¨ª hab¨ªa que estudiar mucho. Bueno, pues si para mili?tar no serv¨ªa, si Dios no le hab¨ªa dado esa capacidad de concentra?ci¨®n y estudio, a cambio le dio fortaleza f¨ªsica, voluntad, limpieza moral, resistencia.
Con placer, Carlos ha ido viendo c¨®mo sus m¨²sculos adolescentes se robustec¨ªan. A los veinte a?os se ha convertido en un muchacho?te fuerte, fuerte. No es que haya hecho nada por serlo, no. Ni gim?nasios ni nada de eso. Eso s¨ª, lleva una vida natural, sana, deporti?va, como debe ser. Desde muy ni?o estuvo acostumbrado a duras y? largas marchas campo a trav¨¦s, a trepar monta?as, a no quejarse ante los esfuerzos f¨ªsicos y las penalidades: as¨ª es como se forjan los verdaderos hombres.
Eso ha hecho su madre con ¨¦l: forjarle, educarle en el bien, en?carrilarle. Pese a tener tantos hijos, su madre ha sabido conservar una moral pol¨ªtica activa e intachable: sigue yendo a m¨ªtines, a ma?nifestaciones. Recuerda todav¨ªa Carlos a sus hermanas peque?as ju?gando al corro de la patata con la letra del Cara al sol. Con una ma?dre as¨ª, tan apasionada y aguerrida, Carlos pudo desarrollar una temprana vocaci¨®n pol¨ªtica. De ni?o pertenec¨ªa a la Organizaci¨®n Juvenil Espa?ola (OJE) y lleg¨® a ser jefe regional de Juventudes. Con catorce, con quince, con diecis¨¦is a?os, ya era de sobra conocido por los l¨ªderes: Carlos, Carlitos, ese muchacho guapo al que le gusta ves?tir ropas militares, botas, pantalones b¨¢varos, gorra de sobre.
Y para las grandes ocasiones, la camisa azul y los guantes de cue?ro. As¨ª vestido cumpli¨® sus guardias de abanderado: hay que aguan?tar hora tras hora, inm¨®vil, en vela, aguantar hora tras hora en el Valle de los Ca¨ªdos, por ejemplo, sin parpadear siquiera, sintiendo que tus m¨²sculos quincea?ero s gimen y se acalambran, haciendo un supremo esfuerzo por vencer el agotamiento, por vencerte a ti mis?mo, por ser mejor. Carlos apareci¨® en una portada del Abc con la bandera, ?y fue tan emocionante!: en primer t¨¦rmino BIas Pi?ar y ¨¦l justo al Iado, agarrado al m¨¢stil, la mirada limpia y ni?a observan?do al frente un destino sin sombra de dudas. Porque despu¨¦s de la OJE Carlos estuvo en Fuerza Nueva, y luego, hace s¨®lo unos meses, se pas¨® a Falange. Y en ambos sitios es conocido, querido, respeta?do. Eso es un orgullo.
El d¨ªa del ¨²ltimo discurso del General¨ªsimo en la plaza de Orien?te sali¨® incluso por televisi¨®n. Estaban todos: BIas Pi?ar, Fern¨¢ndez Cuesta, Gir¨®n, los importantes. Y ¨¦l: Carlos Garc¨ªa Juli¨¢. Un adoles?cente. El ¨²nico joven en el grupo de grandes hombres. Hab¨ªa conseguido ganarse su confianza a pesar de su corta edad, a pesar de su inexperiencia. Qu¨¦ honor que los grandes reclamaran su presencia. Ser abanderado, acompa?ante, guarda personal. Qu¨¦ honor poder estar cerca de ellos, aprender de ellos, escuchar sus consejos.
Y s¨ª, en efecto, los l¨ªderes le dieron alguna vez una palmada viril en el hombro: muy bien, muchacho, sigue as¨ª por Espa?a. Qu¨¦ sa?tisfacci¨®n en esos momentos, qu¨¦ calor h¨²medo que desborda el al?ma. S¨ª, a cambio de la inteligencia Dios le ha dado honradez, capa?cidad de sacrificio, hombr¨ªa y fuerza. Puede que no sirva para la Academia Militar, pero tiene una gran labor que hacer fuera de ella por la Patria. Siendo obediente. Siendo ¨²til. Teniendo una fe sin po?ros en los jefes. Acatando las decisiones de la jerarqu¨ªa sin cuestio?narse nada, como debe hacer un buen soldado.
Porque Carlos se considera a s¨ª mismo un soldado, un comba?tiente de la nueva guerra civil que se avecina. Ya lo dicen los l¨ªderes: los marxistas salen de sus covachas de intrigantes y parece que incluso van a legalizar el Partido Comunista. Llega el caos, ser¨¢ de nuevo la quema de conventos, los caramelos envenenados a los ni??os, la violaci¨®n en masa de mujeres. Las hordas marxistas se han infiltrado en todas partes, el poder est¨¢ corrompido, hay que luchar por salvar a la Patria.
Carlos ha luchado ya, y con arrojo. Ha participado en todas las acciones que ha podido. Y ahora, que le piden m¨¢s, est¨¢ dispuesto. Sobre todo si la acci¨®n es con Cerr¨¢, al que admira tanto. Para ¨¦l es como el hermano mayor del que carece. Cerr¨¢ tambi¨¦n pertenece a Falange; antes estuvo en la Guardia de Franco, y aun antes, siendo casi un ni?o, en el Frente de Juventudes. Se dec¨ªa, adem¨¢s, que ha?b¨ªa participado en Guip¨²zcoa en los ATE, los famosos comandos Antiterrorismo ETA. Fuera o no verdad, lo cierto es que se hab¨ªa ca?sado con una vasca y que sus dos hijas, Cristinita y Arancha, son medio del Norte. Luego el matrimonio sali¨® mal y Cerr¨¢ se ha separado hace unos meses. Ahora vive arrejuntado con Gloria, lo cual no es muy decente para un cristiano, pero en fin, la verdad es que Glo?ria es una chica estupenda, una excelente camarada.
Adem¨¢s Cerr¨¢ tiene el m¨¦rito de ser un hombre del pueblo que se ha hecho a s¨ª mismo. Comenz¨® a trabajar desde muy joven, prime?ro en una empresa de publicidad, despu¨¦s en unos laboratorios, luego como vendedor de Espasa Calpe. En esto, Carlos se siente m¨¢s identificado con Pepe que con su otro camarada y amigo, Fernando Lerdo de Tejada, aunque Lerdo y ¨¦l sean casi de la misma edad: Fer?nando tiene 22 a?os. Carlos y Lerdo se conocen desde hace cinco o seis a?os de las convocatorias y los actos de Fuerza Nueva. Su padre tambi¨¦n es militar, como el de Carlos, pero es de mejor posici¨®n eco?n¨®mica: tienen fincas en El Toboso y buenas relaciones. Son amigos personales de Blas Pi?ar desde siempre, desde que ¨¦ste se instal¨® en Madrid como notario en los a?os cincuenta. Amigos hasta tal punto que si hoy, s¨¢bado 22, Lerdo no est¨¢ aqu¨ª en la cafeter¨ªa Denver, es porque se encuentra en el pueblo asistiendo a la boda de su herma?no Luis, de la que es padrino el dirigente de Fuerza Nueva. De he?cho la madre de Fernando pertenece a FN desde siempre, es una cer?cana colaboradora de Pi?ar. Y piensa Carlos, con respecto a Lerdo, que tener unos antecedentes as¨ª es un poco como entrar en la vida y en la pol¨ªtica por la puerta grande. Pero de todas formas Fernando es un buen camarada, un chico pol¨ªticamente concienciado que in?gres¨® en FN a los diecis¨¦is a?os. La verdad es que siempre se ha ne?gado a ser el guapo ni?o de Serrano que s¨®lo se preocupa por la l¨ª?nea del pantal¨®n o los zapatos Lotus. Hizo el bachillerato, estudi¨® inform¨¢tica y despu¨¦s se puso a trabajar en una empresa relaciona?da con el petr¨®leo, aunque ahora acaba de despedirse. Curiosamen?te, tambi¨¦n ¨¦l dej¨® Fuerza Nueva m¨¢s o menos al mismo tiempo que lo hizo Carlos, y tambi¨¦n ¨¦l ingres¨® en Falange: la trayectoria de sus vidas parece de alg¨²n modo paralela. Como si estuvieran cumpliendo los movimientos necesarios para cerrar el mecanismo de sus des?tinos.
Ahora est¨¢ hablando Albadalejo. A Francisco Albadalejo, que trabaja en el sindicalismo vertical desde 1948 y que ahora es secre?tario provincial del sindicato de Transporte, le gusta contar que a su padre lo fusilaron los rojos en 1936, y que ¨¦l pertenece a Falange desde 1935:
¡ªMe apunt¨® mi padre, porque yo entonces ten¨ªa s¨®lo siete a?os. Su padre era falangista, claro est¨¢, como el de Cerr¨¢. y Albada?lejo le ha sido fiel en sus creencias. En esta tarde fr¨ªa de un fr¨ªo mes de enero, Carlos escucha c¨®mo el veterano sindicalista habla de la si?tuaci¨®n pol¨ªtica con su habitual vehemencia:
¡ªHace apenas meses de la muerte del General¨ªsimo y ya todo se tambalea: huelgas salvajes, piquetes de delincuentes que se dicen obreros ... Como la huelga feroz que estamos sufriendo en estos d¨ªas, precisamente, en el sector de Transportes. Y todo por esos marxistas canallesco s que quieren volver al 36. Y mientras tanto, secuestran a Villaescusa, a Oriol: es la destrucci¨®n de la Patria. Hay que luchar, hay que responderles.
El exacto mecanismo de sus destinos.
Una jornada normal
El despacho de Atocha 55 ha estado todo el d¨ªa abarrotado de gen?te. No s¨®lo est¨¢n los obreros normales, sino que hay una reuni¨®n de los del transporte para estudiar la huelga que termin¨® exactamente ayer, a los seis d¨ªas de comenzar. Hoy, 24 de enero de 1977, se ha fir?mado el convenio, y los de Comisiones, con Joaqu¨ªn Navarro al fren?te, est¨¢n haciendo recuento de la batalla. Son los inconvenientes del uso plural de los despachos: dan cobijo a todas aquellas reuniones la?borales que, por no haber una situaci¨®n legal clara, carecen de local para llevarse a cabo. Y as¨ª pasa que el despacho est¨¢ de bote en bote.
Largo d¨ªa, ¨¦ste. Por la noche habr¨¢ aqu¨ª una reuni¨®n de los abogados que trabajan en el asesoramiento de las asociaciones ciudadanas.
¡ªAh, Gloria, pasa, pasa, que ya acabo.
A Nacho Montejo a¨²n le quedan unos cuantos clientes por aten?der. Sin embargo son cerca ya de las diez y quiere ver una pel¨ªcula. Su mujer ha venido a buscarle y hoy, pase lo que pase, est¨¢ dis?puesto a irse al cine. Ya est¨¢ bien: trabajar tanto es una forma de imbecilidad. Los del transporte, que son ciento y la madre, han ter?minado ya y parece que empiezan a irse. La puerta del despacho es?t¨¢ abierta y hay un trasiego de personas que entran, que salen. Que se asoman. Como ese hombre bajo y fuerte, con los ojos muy negros, que acaba de echar un r¨¢pido vistazo al interior.
¡ªHay mucha gente todav¨ªa ¡ªdice a los dos muchachos que le acompa?an.
De modo que Carlos, Cerr¨¢ y Lerdo dan media vuelta y siguen es?caleras arriba, al cuarto piso, que es el inmediato superior al despa?cho laboralista. Desde el descansillo, con la luz que se enciende y se apaga, escuchan voces y bromas que llegan desde abajo. Despedi?das, risas, pasos en el viejo entarimado de madera. Son la diez en punto. Hay tiempo.
Todav¨ªa no se han terminado de ir los del transporte cuando ya empiezan a llegar los abogados de la reuni¨®n de barrios: esto nunca se acaba. Primero entran Lola y Javier Sauquillo, que vienen del despacho de Espa?oleto. Luego, Luis Javier. Est¨¢ Luis Javier algo fastidiado porque lleva unos d¨ªas medio enfadado con Elisa, y hay un gesto de preocupaci¨®n en su cara ani?ada. Pero ah¨ª llega Enrique Valdevira: vaya entrada triunfal, estrena una capa con sobrepelliz que es alabada por todo el mundo.
¡ªT¨² lo que quieres es epatarnos.
¡ªExactamente ¡ªr¨ªe Enrique, encantado del ¨¦xito.?¡ª?Quer¨¦is un mordisco?,? y ofrece el bocadillo de jam¨®n que viene comiendo y que com?parte con alguno. Es una t¨ªpica escena de esta vida de locos, sin tiempo para nada: un bocata comprado en el bar de la esquina y la perspectiva de una noche de discusi¨®n y de trabajo. Una reuni¨®n m¨¢s, mil palabras de cuya utilidad a veces se duda.
Inmediatamente despu¨¦s ha entrado Luis Ramos, encogido por el fr¨ªo, pareciendo m¨¢s alto y delgado que nunca. Es un hombre muy afectuoso, algo mayor que los dem¨¢s abogados: est¨¢ cerca ya de los cuarenta. Lo mismo le pasa a Miguel Saravia, que aparece ahora. Miguel tiene 46 a?os y ha entrado al partido hace poco, al despacho hace menos. Todav¨ªa no se ha integrado del todo en esa hermandad, a veces un poco colegial, que reina entre los otros. En ese compartir bocadillos aceitosos que manchan los sesudos papeles en los que hay que recoger las conclusiones.
A las diez y veinte, con retraso, llega Alejandro Ruiz. Viene de Va?llecas y est¨¢ reventado: como a los dem¨¢s, le desborda el trabajo. Se cruza en el vest¨ªbulo con Navarro, ¨¦ste est¨¢ a punto de marcharse. Luego saluda a Sauquillo: es la primera vez que se ven desde Navi?dades. Los abogados de la reuni¨®n de barrios van entrando en la sa?la principal y toman asiento, a la espera de que lleguen los que faltan. Valdevira saca m¨¢gicamente otro bocadillo del bolsillo y lo ofrece: se lo comen a medias entre Alejandro y Luis Javier.
Comentan, c¨®mo no, la situaci¨®n pol¨ªtica, mientras escuchan de?crecer el ruido de las voces de los que se marchan. Sauquillo cuenta que acaba de tomar un tentempi¨¦ en El Globo con Manuela Carme?na y que han estado hablando de la tensi¨®n del ambiente. "Cuando ven¨ªa para ac¨¢" ¡ªha dicho Manuela¡ª, "he visto en la calle a un hom?bre que se acercaba a m¨ª con un objeto extra?o, met¨¢lico, en un cos?tado, y me he asustado, f¨ªjate. Despu¨¦s, cuando lleg¨® a mi altura, me he dado cuenta de que era un turista japon¨¦s y de que el objeto me?t¨¢lico era una c¨¢mara. Esto ya es pura paranoia".
A¨²n le quedan dos personas por recibir a Nacho, pero son las diez y veinte pasadas y si sigue ah¨ª no va a llegar a ning¨²n cine. De mo?do que, en un rapto de locura, decide pedirles mil disculpas y ro?garles que vuelvan al d¨ªa siguiente. El despacho est¨¢ ahora tranqui?lo. Aparte de los de la reuni¨®n, ellos son los ¨²ltimos en salir: ?ngel el conserje, Joaqu¨ªn Navarro, Javier L¨®pez Roberts, Nacho Montejo y Gloria, su mujer.
¡ª?Te vienes??¡ªle gritan a Seraf¨ªn Holgado.
¡ªAhora voy, tengo que recoger unos papeles.
Seraf¨ªn tiene s¨®lo veinticuatro a?os. Es un chico callado, mas bien gordito y muy trabajador. Hijo de un ferroviario de Salaman?ca, se ha hecho la carrera de Derecho con grandes apuros. Lleva s¨®?lo cuatro meses en el despacho, sin sueldo, aprendiendo el oficio, recibiendo ¨²nicamente una especie de ayuda de 5.000 pesetas al mes. Naturalmente, el pobre no tiene un duro y ha de malvivir en una s¨®rdida pensi¨®n cerca de Atocha. Como es t¨ªmido, le ha costa?do hacerse al ambiente del despacho, pero ¨²ltimamente parece que va entrando. Si ahora no se viene con ellos no es ya por timidez, ni porque tenga que recoger unos papeles, como dice. Eso es una ex?cusa: todos saben que se queda para llamar por tel¨¦fono a sus pa?dres, a Salamanca. y es justo que lo haga, porque no tiene dinero para pagar conferencias.
De modo que los otros bajan sin esperarle. La escalera est¨¢ silen?ciosa, pero ellos la llenan con sus voces, con sus bromas. En un ab?soluto silencio quiz¨¢ se hubiera podido escuchar ese leve rumor, ese roce, esa respiraci¨®n ahogada del descansillo de arriba. Una vez en la calle, Nacho y Gloria corren a su cine. Los dem¨¢s entran en El Glo?bo a tomar algo: una ronda de chatos y de ca?as. Es entonces cuan?do ?ngel, el conserje, recuerda que ha olvidado el Mundo Obrero.
¡ªIr pidiendo algo de picar que ahora bajo.
Sale del bar, cruza la calle y, como el ascensor est¨¢ estropeado, empieza a subir las escaleras sin saber que ya no volver¨¢ a bajarlas nunca m¨¢s.
Mientras tanto, agazapados en el rellano del cuarto piso, Carlos Juli¨¢, Jos¨¦ Cerr¨¢ y Fernando Lerdo han o¨ªdo salir a decenas de per?sonas. Abogados, se dicen abogados. ?Pero qu¨¦ abogado trabaja m¨¢s all¨¢ de las diez de la noche? All¨ª los que est¨¢n son todos los rojos que han hecho la huelga del transporte, todos los que reciben consignas desde fuera, todos los que matan polic¨ªas, sucios marxistas cobardes.
¡ªYo creo que ya podemos ir.
Es lo que les ha dicho Albadalejo que hagan. Aventuran pasos cautos por los escandalosos pelda?os de madera. De pronto, uno de ellos hace un gesto imperativo de prudencia: alguien est¨¢ subiendo las escaleras. Se detienen en seco, amparados en las sombras. Aguan?tan la respiraci¨®n mientras la mano, helada y h¨²meda, aprieta la enorme culata de la pistola del nueve largo. Desde arriba, de refil¨®n, ven llegar al despacho a un hombre joven con barba. Jadea mientras abre la puerta con su propia llave: ha subido demasiado deprisa. Cie?rra el hombre la hoja tras de s¨ª y el silencio vuelve a remansarse en la vieja escalera. Se apaga el autom¨¢tico de la luz. Transcurren un par de minutos. No hay un solo ruido.
¡ªVamos.
Carlos sube el capuch¨®n de su anorak. Las pistolas salen al aire.
Bajan los ¨²ltimos pelda?os.
¡ªRiiiiiiing.
?ngel Rodr¨ªguez ha entrado directamente al fondo a coger la re?vista; ha visto a Seraf¨ªn que, por supuesto, est¨¢ hablando por tel¨¦fo?no. Cuando suena el timbre hace adem¨¢n de ir, pero escucha la puerta de la sala: abrir¨¢ alguno de los abogados.
¡ªRiiiiing.
Alejandro y Luis Javier est¨¢n sentados en el mismo banco, de es?paldas a la puerta. Cuando ha sonado el timbre los dos han hecho intentos de levantarse y se han chocado. Risas. Es al fin Luis Javier Benavides quien sale de la habitaci¨®n, quien abre tranquilo y con?fiado: debe de ser Luis M¨¦ndez, un compa?ero que falta por llegar. Pero no. No es Luis. Es la negrura. Toda la oscuridad del mundo concentrada en una oscur¨ªsima pistola que le apunta. La nuca se queda helada, el miedo golpea en el est¨®mago. Una pistola enorme, tres hombres enemigos, una sonrisa ir¨®nica. Son ellos, al fin. Des?pu¨¦s de los an¨®nimos. Son ellos.
Luis Javier, l¨ªvido, regresa a la sala enca?onado por Cerr¨¢. Todos se ponen inmediatamente de pie sin darse ni siquiera cuenta de que se est¨¢n moviendo. ?Qu¨¦ sucede?, ?son de verdad las armas?, ?qu¨¦ quieren de nosotros?, ?es posible que nos est¨¦ pasando esto? El s¨²?bito espasmo de pavor se mezcla con la incredulidad. Cerr¨¢ sonr¨ªe, le chisporrotean los ojos, habla con guasa hiriente:
¡ªA ver, poneos todos juntos, m¨¢s juntitos, as¨ª, y levantad las ma?nitas, m¨¢s arriba, a ver, m¨¢s arriba.
Y los abogados levantan las manos sin tiempo y sin ¨¢nimos ni pa?ra mirarse entre ellos, ante el terror uno siempre est¨¢ solo, tremen?damente solo delante del agujero negro de la pistola. Hay otro hom?bre m¨¢s, tambi¨¦n est¨¢ armado, que arranca cables telef¨®nicos y sale de la habitaci¨®n para recorrer el piso; y probablemente haya otro m¨¢s, un tercer hombre, tal vez en el pasillo, aunque ellos ahora no lo ven. Miedo, un miedo atenazante que s¨®lo te permite mirar al hombre que est¨¢ enfrente, a ese hombre que te enca?ona y que pre?gunta ahora:
¡ª?D¨®nde est¨¢ Navarro?
¡ªNo sabemos qui¨¦n es ¡ªcontesta un abogado.
¡ªS¨ª, hombre, uno bajito, rubio, con la cara como picada de viruelas ... Venga, no os hag¨¢is los tontos ¡ªdice el pistolero con desde??osa zumba.
Luis Ramos, Miguel Saravia, Lola Gonz¨¢lez, Alejandro Ruiz, Luis Javier Benavides, Javier Sauquilllo, Enrique Valdevira ... Todos permanecen quietos e intentan imaginar qu¨¦ es lo que puede pasar, el miedo es ahora una sustancia s¨®lida que aprieta los pulmones en cada respiraci¨®n, es un miedo atroz porque es real, un miedo f¨ªsico sin paliativos ni defensas, Dios, por lo menos de una paliza no nos libra nadie.
Bang. Un tiro resuena por la casa, un estallido seco que repercu?te en el est¨®mago de todos.
¡ª?Qu¨¦ pasa? ¡ªCerr¨¢ con calma, alzando la voz hacia sus compa?eros.
¡ªVenga, veniros para ac¨¢ de una vez.
S¨ª, a Carlos se le ha escapado un tiro, quiz¨¢ arrancando los ca?bles de un tel¨¦fono, quiz¨¢ en un instante de nerviosa confusi¨®n: la bala le ha agujereado la manga del anorak pero por fortuna no le ha herido. Suspira aliviado: hubiera sido fatal autolesionarse. Est¨¢ ten?so Carlos, teme no saber actuar a la altura de las circunstancias, y es necesario que sea eficiente, es necesario dar un escarmiento a es?tos canallas. Ha recogido a punta de pistola a Seraf¨ªn y a ?ngel y ahora observa con desapego sus rostros espantados, bien sabe Car?los que no son hombres, que son unas ratas cobardes. Que son el enemigo. Obedeciendo a Cerr¨¢, Carlos les conduce a la sala para reunirlos junto a los dem¨¢s. Ellos van delante, Juli¨¢ va detr¨¢s. Y, de repente ...
De repente un dedo ha apretado el gatillo de la pesada pistola, un dedo sudoroso, un gatillo muy suave, es como un juego, es tan f¨¢cil disparar, tan sencillo matar.
Resulta todo tan confuso, tan vertiginoso... ?Ha sido Carlos el primero que ha disparado?, ?entrando en la sala, la visibilidad ta?pada por el cuerpo alto, grande y joven de ?ngel?, ?levantando el pistol¨®n con ambas manos, apretando el gatillo, descerrajando ese tiro contra la nuca indefensa, la bala que entra por detr¨¢s, que des?troza el cr¨¢neo, que sale por la frente, y ese cuerpo que se desploma sorprendentemente, que deja ver con su ca¨ªda, durante unas d¨¦ci?mas de segundo, el rostro estupefacto de los abogados?
El primer disparo provoca ecos en el aire quieto. Pero no, ?no son ecos! Son los siguientes tiros. Cerr¨¢ est¨¢ apretando el gatillo, Carlos tambi¨¦n, es incre¨ªble lo f¨¢cil que es: el mundo se detiene en ese ins?tante extraordinario en el que s¨®lo existen los estampidos de los dis?paros, los gemidos truncados de las v¨ªctimas, ese grito de ?asesinos? que alguien dice, el ruido de los cuerpos al caer, el sordo crujido de los huesos reventados; enemigos, son nuestros enemigos, ¨¦sta es una guerra por la salvaci¨®n de Espa?a, a los altos hay que dispararles al coraz¨®n, a los bajos a la cabeza, Dios, Dios, ?es esto posible? Nos es?t¨¢n matando.
Silencio. Qu¨¦ silencio tan ensordecedor. Lerdo se asoma: est¨¢ muy nervioso, sujeta desmayadamente su pistola, que no est¨¢ car?gada. Hay tanta sangre... Es curioso, sangran como personas y sin embargo mientras se desplomaban parec¨ªan mu?ecos. Es Cerr¨¢ quien primero reacciona.
¡ªCalma, calma.
Sin perder un minuto, salen los tres del despacho, cerrando la puerta despacito detr¨¢s de ellos. Bajan las escaleras con paso nor?mal, abren el portal desde dentro, el aire fr¨ªo les golpea las mejillas, son las once de la noche y por la calle pasea un viejo que ha sacado a mear al perro.
El horror colectivo
Silencio. ?Se han ido? S¨ª, parece que se han ido. Los cuerpos es?t¨¢n unos encima de otros: cuerpos que tiemblan en agon¨ªa, cabezas destrozadas. Cada superviviente tiene el convencimiento de ser el ¨²nico. Y ese desdoblamiento: por un lado el horror, por otro la sen?saci¨®n de ser un lejano observador de esta espantosa pesadilla. Hay que arrastrarse por el charco de sangre com¨²n, librarse del peso de los compa?eros muertos, tan tibios. ?Qu¨¦ hacer? Las miradas de los vivos comienzan a encontrarse: nadie dice nada, es suficiente verse reflejado en los ojos moribundos de los otros y sentirse unidos por encima de todo, unidos en esa vida que se escapa. Luis Ramos se arrastra a la ventana, intenta chillar, pedir socorro. Miguel llega has?ta un tel¨¦fono que a¨²n funciona: quiere marcar, pero es un aparato de teclado y no lo conoce. A su lado, Alejandro le ayuda sin decir pa?labra. Al fin Miguel llama: ?y a qui¨¦n telefonea? Es curioso, la pri?mera llamada es a la familia, a su mujer. ?Para decir qu¨¦? ?Me es?toy muriendo? S¨®lo despu¨¦s probar¨¢ a llamar a la polic¨ªa.
Alejandro repta trabajosamente hacia la puerta: riiiing, el timbre suena de nuevo. ?Ser¨¢n ellos otra vez? ?Para rematarnos? El terror perdura. Pero no, es Luis, el abogado Luis M¨¦ndez, que llega tard¨ª?simo a la reuni¨®n, un retraso providencial que le ha salvado. Horro?rizado, Luis sale corriendo a pedir ayuda. Mientras tanto, Alejandro vuelve a cerrar la puerta y se tira ante ella, atraves¨¢ndola con el cuerpo en un gesto instintivo de defensa: quiere hacer una barrera para impedir que entren ellos de nuevo.
Poco a poco, penosamente, a rastras, van acerc¨¢ndose junto a ¨¦l esas sombras que son sus compa?eros. Miguel, Lola, Luis. Los cua?tro est¨¢n ahora en el vest¨ªbulo, tirados en el suelo: ?seremos s¨®lo no?sotros los supervivientes? Y ?c¨®mo se puede seguir viviendo as¨ª, cu?biertos de sangre y con esas heridas espantosas: la cara de Lola destrozada por una bala, el pecho y los muslos de Alejandro aguje?reados, el vientre de Miguel abierto en tantos sitios? Cada respira?ci¨®n ?no es un paso m¨¢s hacia el final? En el silencio de la espera vi?ven una agon¨ªa comunal, una concret¨ªsima sensaci¨®n de muerte: los abogados escogieron una vez vivir colectivamente y tambi¨¦n su final es colectivo.
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