Cuando parec¨ªamos el Vaquilla 3
J¨®venes de toda clase social llenaron institutos y la universidad en los ochenta
El instituto era p¨²blico y nuevo y a nosotros nos toc¨® estrenarlo. Tambi¨¦n era fr¨¢gil, construido a contra reloj, sin demasiada previsi¨®n, supongo que tambi¨¦n sin mucho presupuesto. Por eso muchas cosas (casi todas las persianas, las espalderas del gimnasio, el gimnasio mismo, la maquinita esa de las diapositivas que se atascaba siempre) no sobrevivieron ni un curso. Una de las puertas de un servicio que se rompi¨® sirvi¨® de trineo a los mayores una semana de febrero en que nev¨®. Acab¨® abandonada en un desmonte cercano.
A ese instituto levantado en mitad del barrio llegamos un batall¨®n de adolescentes de La Elipa, Simancas y San Blas, tres zonas de la periferia de Madrid que a principios de los a?os ochenta estaban pobladas de familias obreras con el padre muchas veces en el paro o a pique de quedarse en el paro y la madre agobiada a base de perseguir como un detective ofertas de supermercado. En algunas casas el hijo mayor se acababa de enganchar a la hero¨ªna y entonces todo era escalofriantemente peor.
A la hora del recreo, en el patio, parec¨ªamos figurantes de El Vaquilla 3. En el fondo, tambi¨¦n ¨¦ramos fr¨¢giles y corr¨ªamos el riesgo de quedarnos colgados a mitad de curso: igual de rotos que las persianas de la clase, igual de tirados que la puerta-trineo del descampado. Pero, sin darnos mucha cuenta, gracias a un pu?ado de profesores convencidos de su tarea pasamos de primero a segundo, y de segundo a tercero y as¨ª hasta que nos plantamos en la selectividad. El pobre instituto se qued¨® en los huesos, como si hubiera sido sacudido por un terremoto. Pero, a pesar de los materiales aparentemente endebles, aguant¨®. Y sirvi¨® para lo que sirve un instituto: de trampol¨ªn, de puerta de salida. Muchos de los que fuimos a recoger las notas de la selectividad aquella calurosa ma?ana de junio de hace tantos a?os ¨¦ramos los primeros miembros de nuestras familias que pisar¨ªamos una universidad.
La universidad. Lo primero que hice al llegar fue calibrar la consistencia de las persianas. Los segundo, darme cuenta de que ah¨ª hab¨ªa mucha gente. A lo largo de los a?os sesenta, seg¨²n datos de la OCDE, s¨®lo el 6% de los espa?oles terminaba el bachillerato y s¨®lo otro 6% alcanzaba un t¨ªtulo universitario. En los setenta, ese porcentaje subi¨® al 9% y al 10%, respectivamente. Pero en los ochenta, ya el 24% de la poblaci¨®n terminaba COU y el 16% iba m¨¢s all¨¢ y se licenciaba. Ah¨ª pasaba algo. La universidad se llen¨® de j¨®venes de la generaci¨®n del baby boom, provenientes ¡ªpor primera vez de forma masiva¡ª de un lado y otro de la trinchera econ¨®mica.
Abarrotamos las facultades por razones demogr¨¢ficas: nunca hemos sido tantos y ya hab¨ªamos hinchado los colegios, deformar¨ªamos despu¨¦s el mercado de trabajo y desfondaremos el sistema de pensiones cuando llegue el momento. Pero tambi¨¦n las abarrotamos por razones pol¨ªticas: aquellos Gobiernos de entonces fomentaron un sistema de becas que pusieron las carreras mucho m¨¢s cerca. Los expertos denunciaban que ese aluvi¨®n de alumnos bajaba el nivel de la universidad. Y yo pensaba que s¨ª, que era cierto, pero que tambi¨¦n se sub¨ªa el nivel de mi barrio. Adem¨¢s, puso a funcionar con regularidad ¡ªy ya sin vuelta atr¨¢s¡ª el ascensor social. Mi primer amigo universitario fue un tipo de familia burguesa del barrio de Moncloa que hab¨ªa estudiado en el exclusivo colegio Base. A¨²n es uno de mis mejores amigos.
Paralelamente, lleg¨® la modernez, abandonamos las cazadoras chungas y los pantalones de pitillo y por la noche ¨ªbamos a las movidas de la Movida y por la ma?ana a las manis anti-OTAN (y anti-PSOE). Pero cada septiembre rellen¨¢bamos, sin cargo de conciencia y sin que ninguna contradicci¨®n nos atormentase, el impreso de la beca universitaria de ese a?o del Gobierno de Felipe Gonz¨¢lez.
En aquellos a?os se cometieron errores, fallaron cosas, no se alcanzaron otras, qued¨® mucho sin hacer o nos pasamos de frenada y tras la borrachera de libertad recobrada cundi¨® cierto des¨¢nimo y una decepci¨®n algo resacosa y supongo que inevitable, como el que comprueba al d¨ªa siguiente que la fiesta no ha sido para tanto. Las fiestas nunca son para tanto.
Conviene recordar que, a pesar de todo, en esas d¨¦cadas se produjeron peque?os milagros ¡ªproducto de un mont¨®n de casualidades pero tambi¨¦n de decisiones pol¨ªticas y de medidas presupuestarias¡ª como que mi amigo el del Base y yo coincidi¨¦ramos un d¨ªa en el mismo pupitre universitario, armados los dos (casi) con las mismas oportunidades para salir despu¨¦s ah¨ª fuera, a la vida, que esa s¨ª era para tanto.
Por cierto: el viejo instituto sigue ah¨ª, en el mismo sitio, con la misma forma de trampol¨ªn, de puerta de salida.
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