Un paseo con el joven Einstein por Z¨²rich, la ciudad del tiempo
Desprejuiciada y abierta, la ciudad suiza se convirti¨® en una meca cient¨ªfica para el gran f¨ªsico te¨®rico
?Cu¨¢nto mide un minuto? En un lugar destacado de Z¨²rich, 46 cent¨ªmetros. El reloj de San Pedro, que los zuriqueses presumen que es el mayor reloj mural del mundo, prodiga el tiempo desde el centro de la ciudad. Sus n¨²meros dorados brillan sobre el gris de una torre de un g¨®tico austero. 46 cent¨ªmetros es justo la distancia que dibuja la aguja de su minutero cada 60 segundos.
Ahora sabemos que el tiempo es relativo, pero cuando Albert Einstein lleg¨® a Z¨²rich, en 1895, el tiempo y el espacio, la masa y la energ¨ªa, todav¨ªa eran conceptos absolutos. Einstein tiene apenas 16 a?os y se ha desplazado a la ciudad suiza en tren desde su Alemania natal. Se cuela bajo las faldas de Mater Helvetica, una escultura encaramada en el dintel de la entrada de la estaci¨®n, como si se encomendara a ella antes de dar un paso hacia la Bahnhofstrasse: la gran v¨ªa burguesa trazada en el siglo XIII que hoy jalonan tiendas de lujo.
Aquel viaje en tren le cambiar¨¢ la vida al joven Einstein, pero, con todo, no fue el m¨¢s importante de su a¨²n corta existencia. Sin moverse del sitio, solo con su imaginaci¨®n, Albert ya hab¨ªa llegado mucho m¨¢s lejos, y mucho m¨¢s r¨¢pido: aquel joven jud¨ªo a quien su familia tiene por atolondrado se hab¨ªa planteado c¨®mo ser¨ªa viajar junto a un rayo de luz. A la larga, un viaje y otro, el real en tren hasta Suiza y el imaginario, pondr¨¢n patas arriba la f¨ªsica newtoniana. Pero en 1895 las motivaciones de Einstein son m¨¢s mundanas. Quiere dejar atr¨¢s su adolescencia en Baviera y le puede el pavor a hacer el servicio militar en Alemania.
El siglo XIX est¨¢ dando sus ¨²ltimas boqueadas y los viejos cient¨ªficos a¨²n no terminan de desprenderse de la creencia en el ¨¦ter como medio que usa la luz para transmitirse. El debate cient¨ªfico se libra en laboratorios polvorientos donde titilan las l¨¢mparas de gas. En comparaci¨®n con ese ambiente casposo, qu¨¦ flamantes le resultan a Albert los laboratorios que el magnate Siemens hab¨ªa pagado para el Polytechnikum de Z¨²rich. Sumando premios Nobel hasta los 21 actuales, el Polit¨¦cnico se convertir¨¢ a?os despu¨¦s en uno de los centros de investigaci¨®n m¨¢s afamados del mundo bajo tres iniciales: ETH. Einstein, tras un primer rechazo, logra matricularse en sus clases.
La atm¨®sfera que el joven respira en las calles de Z¨²rich tampoco tiene mucho que ver con la de las ciudades alemanas donde ha crecido. En el aire de Suiza palpita algo industrioso y civil, y se le hace patente el contraste con el militarismo prusiano. Albert opta por ser ap¨¢trida: renuncia a la nacionalidad alemana y aspira, ahorrando 20 francos al mes, a convertirse alg¨²n d¨ªa en ciudadano helv¨¦tico. Es f¨¢cil imaginar al chaval extranjero perdi¨¦ndose por el Lindenhof, el barrio que siglos atr¨¢s coron¨® un templo a J¨²piter, hijo del dios del tiempo. Quiz¨¢ buscara a menudo la cima suave de la colina a trav¨¦s de cuestas y plazuelas plagadas de fuentes para plantarse ante la torre enorme del reloj de San Pedro, el de los minutos en cent¨ªmetros, el de las distancias medibles en minutos. Adentr¨¢ndose luego en un callej¨®n abierto junto a la iglesia, es posible que sin saberlo pisara los restos de las termas de la Turicum romana (si se pronuncia ese nombre latino durante m¨¢s de mil a?os, se termina diciendo Z¨²rich).
De ni?o, sus familiares acusaron que tardaba demasiado en aprender a hablar y quiz¨¢ por eso a Albert se le ha quedado la costumbre de ensayar sus frases en voz alta. Aun siendo distante, guas¨®n y hura?o, no le hace ascos a mezclarse entre el gent¨ªo que toma caf¨¦. A¨²n est¨¢ abierto, aunque con una decoraci¨®n bien cambiada, el caf¨¦ Metropol, un refugio a lo belle ¨¦poque donde se re¨²ne en tertulia con sus amigos escasos pero sinceros del Polit¨¦cnico. No falla a los encuentros el fiel Marcel Grossmann, apoyo en el armaz¨®n matem¨¢tico de las teor¨ªas de Einstein y a quien tambi¨¦n deber¨¢ el puesto de trabajo en la famosa Oficina de Patentes de Berna, el escenario de su annus mirabilis de 1905, adonde llegar¨¢ tras recibir rechazos de ac¨¢ y de all¨¢.
Entre un paisanaje sobre todo masculino, a Einstein le llama la atenci¨®n una compa?era culta, inteligente y tenaz. Mileva Mari? es la ¨²nica chica que se sienta en su clase del Polit¨¦cnico. Al principio a Albert la joven serbia le resulta fea, pero comienza a hablar con ella, a cartearse. Intercambian referencias cient¨ªficas como una antesala pudorosa del afecto. Se entienden. Les apasionan las fronteras de la f¨ªsica. Ambos son extranjeros por voluntad propia en una ciudad que los acoge de buen grado.
Las murallas medievales de Z¨²rich han ido cayendo desde mediados del siglo XIX por orden de los liberales gobernantes del cant¨®n. Esa merecida fama aperturista se extiende a los huidos por las represiones de toda Europa y se constata al llegar a la ciudad. Hay algo sorprendentemente ¨¢crata en el fr¨ªo coraz¨®n de los fabricantes de relojes. Una fisura contestataria en los zuriqueses, a pesar de ser adoradores del m¨¦todo, el engranaje, la puntualidad y los seguros. En realidad as¨ª es tambi¨¦n Albert: est¨¢ convencido de que la naturaleza se rige por un orden definido ¡ªDios y los dados¡ª y le asustar¨¢n las incertidumbres que generar¨¢ su hip¨®tesis de la onda corp¨²sculo, pero, a la vez, es reacio ante cualquier autoridad y verdad revelada. Para dar rienda suelta a sus inquietudes, pocas ciudades hay mejores que Z¨²rich, una ciudad con solera de levantisca desde la Edad Media. La revoluci¨®n de los gremios del siglo XIV ya hab¨ªa puesto contra las cuerdas el poder de la nobleza y de los monasterios. En la ciudad manda lo emp¨ªrico, el sentido pr¨¢ctico, la falta de prejuicios, y de ella se beneficiar¨¢n tambi¨¦n Mileva y otras mujeres pioneras de la ciencia: la Universidad de Z¨²rich fue una de las primeras en abrir sus puertas al sexo femenino.
En sus calles, sin la atadura de un contrato, Albert y Mileva vivir¨¢n su pasi¨®n l¨²cidos y libres. En casa de ella recala ¨¦l cada vez que pierda las llaves, y bien sabe el atolondrado Einstein que no ser¨¢n pocas ocasiones. Entre despiste y despiste, los j¨®venes engendran a una ni?a, Lisserl. El embarazo impide a Mileva diplomarse en el Polit¨¦cnico. La peque?a nace en 1902 en Serbia, y puede que Albert no llegase nunca a conocerla: se cree que muri¨® un a?o despu¨¦s.
Pero antes de que la muerte de la ni?a los sacuda, mucho tiempo antes de que se divorcien pactando que el dinero de un futuro Nobel ser¨¢ para Mileva, los dos j¨®venes estudiantes deciden saltarse las clases y escapan al ?etliberg, el monte-mirador que domina la ciudad y ofrece vistas amplias sobre su lago.
Discuten asuntos tan poco rom¨¢nticos como la teor¨ªa electromagn¨¦tica de la luz. A sus pies se extiende un caser¨ªo que alterna edificios antiguos y modernos, una especie de capricho de marqueter¨ªa en el que conviven las sedes de los antiguos gremios de artesanos con las de los nuevos centros cient¨ªficos. Destacan las construcciones que albergan el Polit¨¦cnico y la Universidad de Z¨²rich, pero tambi¨¦n una nueva estructura imponente que surge de entre las casas antiguas como una tenia gigante. Es el observatorio astron¨®mico que Gustav Gull ha ubicado en una de las partes m¨¢s antiguas de la ciudad. El arquitecto se plantea derruir para siempre el viejo barrio de Schipfe, el cargadero del puerto. Por suerte, la falta de fondos congela el proyecto y sus calles a¨²n ofrecen hoy un refugio pintoresco a quienes huyen del tedio del lujo y el?antiglamour de las empresas de seguros.
En esa primera estancia en la ciudad, Albert Einstein pasar¨¢ solo cuatro a?os, que acaban porque tras graduarse en el Polit¨¦cnico no consigue trabajo acad¨¦mico, y es el ¨²nico licenciado de su secci¨®n al que nadie se lo ofrece. Ya aupado por la fama de gran cient¨ªfico, volver¨¢ a Z¨²rich para ser primero profesor asociado, en 1909, y luego profesor de f¨ªsica te¨®rica en su alma mater, de 1912 a 1914. Para vivir escoger¨¢ siempre barrios no muy alejados de los centros acad¨¦micos y repartir¨¢ su vida en seis casas que a¨²n se conservan.
Los lustrosos laboratorios Siemens no fueron imprescindibles para Albert. Si no hubiera sido en Z¨²rich o en Berna, su maravilla genial se habr¨ªa obrado en otro sitio pero, a pesar de que su imaginaci¨®n no precisara de instrumentos materiales, s¨ª que encontr¨® est¨ªmulo en los imponentes relojes de las torres de Suiza.
Entre reflexi¨®n y reflexi¨®n, ha llegado la hora de tomar un caf¨¦ helado. Albert y Mileva bajan desde el monte ?etliberg hasta la confluencia de los dos r¨ªos de la ciudad, en el mismo sitio donde un irland¨¦s de apellido Joyce escribir¨¢ su ¨²nica obra de teatro, titulada oportunamente Exiliados. No muy lejos de ah¨ª, el dada¨ªsta Hugo Ball desterrar¨¢ la raz¨®n del arte en su Cabaret Voltaire, Carl Gustav Jung fundar¨¢ su Club de la Psicolog¨ªa y Lenin calentar¨¢ motores en su exilio justo antes de partir a Rusia. Aunque todos ellos caminar¨¢n por las mismas calles en distintos a?os, entre lagos, caf¨¦s populosos y el relativo rigor de los relojes, en Z¨²rich cada uno inaugurar¨¢ el siglo XX a su manera.
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