La familia, la mejor mentira jam¨¢s contada: los hilos que la sostienen, la estrechan y la enmara?an
Dicen que uno ama como lo amaron en la infancia, tambi¨¦n que uno, de manera inconsciente, regresa a lo ya conocido para replicarlo, aunque no lo sepamos y repitamos unos patrones y unas inercias que no sabemos que llevamos impresas.
Contaba la escritora Alma Delia Murillo en ¡®La cabeza de mi padre¡¯ que la familia es la mentira mejor contada, la m¨¢s venerada, la que m¨¢s amamos, el punto ciego de sangre donde todos perdemos la perspectiva. A?ado que la familia es a la vez algo real, con su cupo de sombras, carencias y omisiones, pero tambi¨¦n una reserva de aspiraciones e innumerables expectativas espoleadas por un hondo deseo de amor incondicional. Todo eso conforma la familia. Sin embargo, en poqu¨ªsimas ¡ªo ninguna¡ª de las infinitas definiciones sobre familia que he le¨ªdo a lo largo de los a?os se hace referencia a un elemento imprescindible: el hilo que la cose. Los hilos que la sostienen, la estrechan y la enmara?an.
Las obras de la japonesa Chiharu Shiota, una de mis artistas de referencia, est¨¢n llenas de hilos. De lana negra, roja. Miles de filamentos se entrecruzan formando una mara?a de la que emergen espectaculares galer¨ªas, laberintos que esconden objetos de toda ¨ªndole: sillas, zapatos, cartas, llaves, instrumentos de m¨²sica. Objetos que parece que se sostengan por s¨ª solos, que hayan aparecido por generaci¨®n espont¨¢nea, pero que se aguantan gracias a esos miles de hilos y son en s¨ª mismos una evocaci¨®n de las relaciones interpersonales. Shiota los defini¨® como un espejo de los sentimientos: ¡°Est¨¢n tejidos entre s¨ª. Se enredan. Se desgarran. Se desatan¡±.
Lo bueno que tienen los hilos de Chiharu Shiota es que son visibles, que tienen color. Pero no ocurre as¨ª fuera de las salas de exposiciones, donde son transparentes, invisibles, y algunas realidades como la familia cuelgan de esas estructuras que no vemos y que, f¨¦rreas, nos sujetan, nos amarran y dirigen a trav¨¦s del tiempo y las generaciones. Unidos, sin saberlo, a eso que no conocemos pero que nos determina. Herencias que nos acercan a lo remoto porque las alegr¨ªas, carencias y tristezas tambi¨¦n forman parte de ese otro ADN que no aparece tampoco bajo el microscopio.
Dicen que uno ama como lo amaron en la infancia, tambi¨¦n que uno, de manera inconsciente, regresa a lo ya conocido para replicarlo, aunque no lo sepamos y repitamos unos patrones y unas inercias que no sabemos que llevamos impresas. Pocas verdades me resultan m¨¢s absolutas que esta: dentro de nosotros anida el ni?o que fuimos, el hijo que jugaba o no pudo jugar con el padre, la hija que no conoci¨® o s¨ª al padre, y es toda esa cuota de sombras, de esperanzas y deseos lo que luego podr¨¢ explicar los v¨ªnculos que, a ciegas, en la m¨¢s completa oscuridad, construir¨¢ el hijo. Lo dijo la poeta estadounidense Louise Gl¨¹ck: ¡°Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria¡±. Y as¨ª, la vida se desliza despu¨¦s de esa mirada primigenia mientras tratamos, como estoy haciendo yo, de dar con una definici¨®n de familia que nos satisfaga. Buscando un lugar entre estas hebras que nos apuntalan a trav¨¦s de las galer¨ªas y recovecos de esa entidad extra?a y misteriosa que se fundamenta, en realidad, en un deseo tan antiguo como el mundo: el de pertenecer.
*Laura Ferrero es escritora y acaba de publicar su ¨²ltima novela ¡®Los astronautas¡¯
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