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¡®La primera bofetada en p¨²blico¡¯: lee el adelanto de ¡®Ponte en mi lugar, la decisi¨®n de una mujer maltratada¡¯

Publicamos uno de los cap¨ªtulos del libro de Olivia Roca, una mujer humillada y ultrajada por su expareja, que ha decidido contar su historia.

cover_libro

(El siguiente fragmento pertenece a ¡®Ponte en mi lugar, la decisi¨®n de una mujer maltrata¡¯, el libro escrito en primera persona ¨Cbajo el pseud¨®nimo de Olivia Roca¨C por una mujer maltrata durante m¨¢s de una d¨¦cada por su exmarido. Puedes apoyar la campa?a de crowdfunding para que se publique el texto en Libros.com).

La primera bofetada en p¨²blico, qui¨¦n me lo iba a decir. ?Qu¨¦ hab¨ªa pasado por mi cabeza para que hasta ese instante yo diera por asegurado que nunca se atrever¨ªa a pegarme delante de otras personas? A quien lea este texto puedo asegurarle que hasta esa bofetada, con testigos, yo siempre tuve la sensaci¨®n de ?estar a salvo?.

Guardaba las apariencias, ¨¦l tambi¨¦n. Como si hubi¨¦ramos pactado un silencio que ayuda a aparentar una relaci¨®n como pareja y como padres que hab¨ªa dejado de ser normal mucho tiempo atr¨¢s.

Recuerdo el d¨ªa de esa bofetada. El rev¨¦s de su mano derecha, pues con la izquierda sosten¨ªa el volante de nuestro coche; una bofetada que me paraliz¨® la cara y me movi¨® los dientes, una bofetada que a¨²n hoy hace que se me salten las l¨¢grimas.

El d¨ªa hab¨ªa sido complicado: un familiar de Manuel estaba en una residencia de ancianos, hab¨ªa enfermado y ten¨ªamos que visitarlo. Era fin de semana, de los ¨²ltimos del verano pero con una temperatura muy agradable. Nuestros dos hijos, Marina y Daniel, se hab¨ªan levantado tarde; a¨²n no hab¨ªan entrado en la adolescencia y los fines de semana eran tranquilos, salvo por las prisas y los cambios de humor constantes de su padre. En ocasiones ten¨ªa la sensaci¨®n de que Manuel ¡ªque ya pasaba de los cuarenta¡ª actuaba como un ?cr¨ªo mimado. Y ese d¨ªa fue precisamente as¨ª.

Los ni?os y yo nos levantamos con la intenci¨®n de ir a la playa, de aprovechar el domingo, pero Manuel nos orden¨® que lo acompa?¨¢semos a la residencia para visitar a su t¨ªa Isabel. Los tres pusimos mala cara, nos miramos entre nosotros y ?le pedimos que fuera solo, al fin y al cabo ¡ªaunque era su t¨ªa¡ª precisamente ¨¦l no le prestaba atenci¨®n cuando la visit¨¢bamos en grupo. Todo los contrario: debido a la ubicaci¨®n del centro de mayores ¡ªmuy cerca del mar y rodeada de jardines¡ª Manuel sol¨ªa incluso ba?arse o pasear mientras sus hijos y yo ayud¨¢bamos a Isabel a escoger su ropa, buscar un libro o simplemente est¨¢bamos sentados con ella en uno de los bancos del jard¨ªn. Ese era el plan, aburrido para dos ni?os inquietos de siete y ocho a?os.

Adem¨¢s Marina era ¡ªy lo sigue siendo¡ª una persona muy directa y tremendamente sincera con sus comentarios: ?Pap¨¢, ¡ªle dijo¡ª t¨² vas, pero no haces caso a la t¨ªa. Daniel y yo nos aburrimos. Es un sitio que no nos gusta, huele mal?, recuerdo muy bien sus palabras. Siempre valientes

Yo escuchaba a Marina mientras recog¨ªa las tazas del desayuno e imaginaba con temor la reacci¨®n de Manuel ante la espontaneidad de su hija mayor. ?Ahora que lo pienso, su conducta con Marina era muy distinta a la que ten¨ªa con Daniel. Daniel callaba, y esperaba que su hermana hablara por los dos e incluso, como en este caso, por los tres. Manuel ¡ªen un principio¡ª se ech¨® a re¨ªr con fuertes carcajadas hasta tocar la cara de Marina con la suya. Ella cerr¨® los ojos y su padre aprovech¨® el momento para recordarle una vez m¨¢s que era muy desagradecida con su t¨ªa abuela Isabel.

La verdad es que nuestra relaci¨®n con la anciana no era muy intensa, pero los padres de Manuel hab¨ªan fallecido antes de nuestro matrimonio y ella les sustitu¨ªa de alguna manera. Por esta raz¨®n nos exigi¨® a los tres que nos comport¨¢semos como una feliz familia en presencia de Isabel. Me insisti¨® en que si algo iba mal la culpa ser¨ªa m¨ªa, como siempre.

Yo era la encargada de escenificar que ¨¦ramos una familia ejemplar. Ten¨ªamos dos hijos sanos, algo de dinero ahorrado, una casa en propiedad y dos sueldos decentes. A su juicio, no ten¨ªa ninguna raz¨®n para quejarme.

El caso es que Manuel consigui¨® lo que se propon¨ªa, pues despu¨¦s de sus carcajadas y sus gritos amenazantes logr¨® que la Marina se sintiera culpable y triste. Por su parte, Daniel quer¨ªa salir de casa, viajar en coche lo hac¨ªa feliz. Siempre he tenido la sensaci¨®n de que mi hijo so?aba despierto en cuanto se acomodaba en su asiento. Se evad¨ªa, miraba por la ventanilla y parec¨ªa escapar de los malos ratos que viv¨ªa en casa, de las discusiones entre su padre y yo, de mis lloros, de mi profunda tristeza, de mis ojeras.

Manuel impuso su palabra y ?decidimos? visitar a Isabel. Por mi parte, lo de siempre: supervisar a los ni?os, dejar la casa recogida y pedir para que el viaje que ¨ªbamos a hacer fuera tranquilo. Ten¨ªamos m¨¢s de una hora de camino por delante y tuve que convencerme de que habr¨ªa tiempo para pasarlo bien. Siempre ten¨ªa que imaginar ¡ªal menos¡ª que exist¨ªa esa posibilidad.

Los cuatro ocupamos nuestros asientos sin mediar palabra. Manuel conduc¨ªa. Yo estaba a su derecha, en silencio con mis pensamientos. Esta situaci¨®n se hab¨ªa convertido en rutina cuando utiliz¨¢bamos su coche. Yo tem¨ªa el ritual de estos viajes porque me sent¨ªa atrapada. Ten¨ªa el tiempo suficiente para percibir la incomodidad de mi marido, que parec¨ªa obligado a cumplir socialmente las obligaciones de padre y ejecutivo aunque no ejerciera ninguna de ellas con alegr¨ªa.

En esos ratos de reflexi¨®n, mirando en silencio la carretera, estaba convencida de que ¨¦l s¨®lo era feliz cuando provocaba en m¨ª inseguridad y dolor, porque en una ocasi¨®n lo mir¨¦ a los ojos buscando clemencia y descubr¨ª ?cierto placer que me dej¨® helada. En esos momentos me daba la sensaci¨®n de que yo me marchitaba y ¨¦l rejuvenec¨ªa.

En esas ideas estaba enfrascada durante el trayecto. Lo miraba de soslayo y sent¨ªa pena, repulsa, miedo e incluso curiosidad por saber qu¨¦ pasaba por su cabeza. Esa situaci¨®n me agotaba, me provocaba nauseas¡­ tal y como lo hace ahora que la recuerdo.

Estaba nervioso, por eso no me sorprendi¨® cuando le o¨ª decir: ?Olivia, ?por qu¨¦ te has puesto ese pantal¨®n? Est¨¢s horrible¡­ ?No tienes espejos en casa? ?Es nuevo?, ?cu¨¢nto te ha costado? ?No s¨¦ qui¨¦n te ha dicho que te queda bien!

Yo no contest¨¦. Vi una leve sonrisa en su cara. Manuel sol¨ªa torcer el labio hacia la derecha cuando ten¨ªa la certeza de que hab¨ªa dado en la diana. Pero nuestra hija Marina fue r¨¢pida: ?Mam¨¢ est¨¢ guapa siempre, porque es guapa. Y t¨² eres feo y lo ser¨¢s?. Me re¨ª hacia dentro, con cuidado. ?l gir¨® la cabeza para ver mi cara que miraba al frente, a la carretera ya. Luego Manuel se volvi¨® hacia su hija, rio insultante y a?adi¨® sin dejar de mirarla: ?eres una cabrona?. Daniel no dijo nada.

Durante el resto del trayecto, Manuel nos ignor¨® a los tres. Yo intentaba descubrir las razones de su af¨¢n por aparentar que todo nos iba bien cuando era un verdadero desastre. Transcurridos los a?os, un m¨¦dico forense me explic¨® las bases de la extra?a conducta de mi marido. Por esta raz¨®n y por mi experiencia, actualmente soy capaz de detectar a lo lejos la tristeza de una mujer sometida. Lleva una soga transparente alrededor de su cuello, una soga que tensa su caminar de una manera especial. Se me encoje el est¨®mago cuando lo escribo y no quiero llorar, pero esa forma de poner un pie en la calle y luego el otro ¡ªcon la soga invisible al cuello¡ª conlleva un esfuerzo de equilibrio f¨ªsico y mental que nos agota y enferma. Disimulamos, o al menos lo intentamos, porque estamos convencidas de que debemos protegernos, asegurarnos de ?que nadie se entere, que nadie nos pregunte qu¨¦ nos ocurre, porque ser¨¢ peor?.

Aquellos pensamientos me acompa?aban mientras lleg¨¢bamos al destino. El d¨ªa estaba espl¨¦ndido. Nos cost¨® aparcar porque hab¨ªa muchos ba?istas. De inmediato Manuel nos reproch¨® que ten¨ªa calor y que hab¨ªa conducido con muchos tramos de retenci¨®n en carretera. As¨ª fue acumulando excusas para llegar a donde le interesaba; despu¨¦s abri¨® el maletero, donde hab¨ªa metido su bolsa de deporte, sac¨® su ba?ador, se cambi¨® y nos orden¨® que nos adelant¨¢ramos hacia la recepci¨®n de la residencia: ?Ahora voy yo?, esa era su frase favorita para decir que ya ir¨ªa cuando le apeteciera. Una f¨®rmula con la que se excusaba de muchas de sus obligaciones. Vimos c¨®mo bajaba a la playa, sin mirar hacia atr¨¢s y sin esperar oposici¨®n por nuestra parte. No la tuvo, desde luego.

Era mediod¨ªa, pasadas las doce. Daniel se enfad¨® conmigo porque no le hab¨ªa metido su ba?ador, pues quer¨ªa ir con su padre, al que idolatraba por aquel entonces. La reacci¨®n de Marina fue bien distinta, me dio la mano y me dijo que no me preocupara: ?Los chicos son tontos?, algo que repet¨ªa m¨¢s a menudo de lo que yo quisiera o¨ªr. Para mi hija ?hab¨ªa dos bandos en casa: chicos y chicas, y aunque no era una realidad lo cierto es que ella lo sent¨ªa as¨ª. A m¨ª eso me preocupaba.

Le sonre¨ª a Marina, me acerqu¨¦ a Daniel y les propuse comer los bocadillos que hab¨ªamos preparado en casa. Tomar¨ªamos un helado m¨¢s tarde. Se animaron. Jugamos a las palabras encadenadas mientras com¨ªamos. Por un momento me olvid¨¦ de por qu¨¦ hab¨ªamos salido de casa. Lo m¨¢s importante para m¨ª era que estaba sentada all¨ª, bajo la sombra de un ¨¢rbol con mis dos hijos, riendo¡­

Compramos los helados y me entr¨® un cosquilleo en el est¨®mago. Ten¨ªa miedo, ?le has desobedecido ¡ªpensaba¡ª hace una hora ten¨ªamos que haber entrado en la recepci¨®n de la residencia?.

Pero al mismo tiempo recordaba su ?Ahora voy yo?. Hoy hubiera actuado de otra manera, pero hace doce a?os yo obedec¨ªa ¨®rdenes y acataba deseos, y consecuentemente ese d¨ªa actu¨¦ bajo el mandato de que deb¨ªamos acercarnos a la residencia y asumir que Manuel ?ir¨ªa cuando desease.

Los tres entramos en el edificio y preguntamos por la t¨ªa Isabel, que a¨²n estaba en su habitaci¨®n. Hab¨ªa comido y descansaba. Subimos a buscarla. Al vernos apenas nos prest¨® atenci¨®n, pregunt¨® por su sobrino y ment¨ª. Le dije que estaba cansado, que hab¨ªa ido a estirar las piernas y que vendr¨ªa pronto. Siempre le excusaba, pues estaba programada para hacerlo: era mi obligaci¨®n guardar ?las apariencias.

Pero Manuel no lleg¨® tan r¨¢pido como cre¨ªamos. Transcurri¨® una hora m¨¢s. Regres¨® oliendo a mar, con el pelo mojado y me dijo al o¨ªdo que hab¨ªa t¨ªas muy buenas en la playa. ?Tengo que venir m¨¢s por aqu¨ª?, sentenci¨®. Yo me entristec¨ª a¨²n m¨¢s, ?el pantal¨®n te queda horrible, est¨¢s fea, hay t¨ªas buenas en la playa?, record¨¦. Y pens¨¦ ??por qu¨¦ sigues conmigo¡­??, pero a¨²n no era capaz de plantearme la pregunta que lo cambia todo: ??por qu¨¦ sigo yo contigo??.

Manuel bes¨® a su t¨ªa. Ella lo mimaba con la mirada porque ¨¦l era su ¨²nico sobrino, o al menos el que m¨¢s cerca ten¨ªa. No s¨®lo le perdon¨® que hubiera llegado tarde, sino que lo alent¨® a que se cuidara m¨¢s: una mujer y dos hijos cansan mucho. La t¨ªa Isabel fue maestra franquista, maestra y soltera, muy religiosa. Para ella su sobrino era casi un h¨¦roe. El pobre cargaba con toda la familia¡­ Yo trabajaba tambi¨¦n fuera de casa, pero la t¨ªa Isabel parec¨ªa siempre olvidarlo.

Tras el saludo comenz¨® un paseo m¨¢s ¨ªntimo entre ellos, que se pusieron al d¨ªa y nos ignoraron. De vez en cuando Daniel demandaba la atenci¨®n de su padre, pero ante las negativas decidi¨® sumarse a nosotras que, como por inercia, nos fuimos alejando de los jardines de la residencia para respirar de nuevo el aire que ven¨ªa desde el mar y contemplar el atardecer. Manuel no nos ech¨® de menos, le interesaba que nos alej¨¢semos, el dinero de su t¨ªa, su legado, su bienestar econ¨®mico, su, su¡­

Al cabo de unas dos horas volvimos para reencontrar a t¨ªa y sobrino ya dentro del edificio y en agradable charla con otros ancianos. Mi marido se mostraba relajado, se hab¨ªa asegurado de nuevo los comentarios sobre su condici¨®n de sobrino predilecto y ejemplar padre de familia.

Marina y Daniel ten¨ªan hambre y propuse que fu¨¦ramos los cinco a cenar o que regres¨¢ramos a casa porque a buen seguro nos ¨ªbamos a encontrar con mucho tr¨¢fico en el camino. Manuel se volvi¨® hacia m¨ª y, delante de su t¨ªa, me increp¨® dici¨¦ndome si me sobraba el dinero para ir a cenar fuera de casa. Yo ten¨ªa mi propio sueldo. Me dio verg¨¹enza, pero no contest¨¦ nada. Entonces, con una gran sonrisa, nos dijo que en el coche a¨²n estaba el bocadillo que le hab¨ªa preparado yo; no lo hab¨ªa tocado porque tras su ba?o en la playa hab¨ªa comido un plato combinado. ?l pod¨ªa, para ¨¦l siempre hab¨ªa dinero¡­ Para nosotros no. Ahora que lo pienso, adem¨¢s yo hab¨ªa interiorizado que as¨ª deb¨ªa ser.

Poco a poco y por mi incorporaci¨®n a tiempo completo en mi trabajo las cosas iban a cambiar, pero ese d¨ªa yo no contaba con esa informaci¨®n y a¨²n me costaba mirar de frente a la vida. Podr¨ªa decirse que por aquel entonces manten¨ªa los ojos entreabiertos.

Marina y Daniel se enfadaron mucho: ?Has comido en un restaurante, ?por qu¨¦ nosotros no podemos??. Pero su padre re¨ªa, y disgustada tuve que o¨ªr de boca de su t¨ªa que yo tendr¨ªa que cambiar la expresi¨®n de mi cara, que no tomara en serio los comentarios de su sobrino y que me diera cuenta de que ?es un bromista este Manuel, ya lo era de ni?o. Siempre con bromas?.

??Bromas??, pens¨¦. Callamos los ni?os y yo porque en ese momento pasaron cerca de nosotros varios residentes y cuidadoras del asilo. Los altavoces dieron un aviso desde el comedor, eran las ocho de la noche y deb¨ªan acudir a cenar. Acompa?amos a Isabel hasta la puerta y nos despedimos.

Hac¨ªa fr¨ªo, yo ten¨ªa fr¨ªo, estaba muy nerviosa, quer¨ªa ir a casa porque me quedaba por preparar la comida para el d¨ªa siguiente. Mi horario en la oficina comenzaba a las seis de la ma?ana y Manuel nunca me ayudaba en los trabajos de la casa ni en la educaci¨®n de sus dos hijos. Yo siempre estaba sola.

Llegamos al aparcamiento y ¨¦l decret¨® que iba a ba?arse en la playa otra vez. Pens¨¦ que era el colmo: sent¨ªamos fr¨ªo y hambre, y a¨²n ten¨ªamos por delante un trayecto de m¨¢s de una en coche, pero ¨¦l quer¨ªa coger unas olas. No nos lo pod¨ªamos creer. Entramos en su coche y localizamos el bocadillo que quedaba por comer. Lo repartimos y esperamos.

Lleg¨® Manuel al cabo de una media hora y se rio de nuestras caras de aburrimiento. Marina aprovech¨® la ocasi¨®n para advertirle: ?Nos hemos comido tu bocadillo?. ?l me mir¨® y me pregunt¨®: ??Los tres??, le contest¨¦ que s¨ª. Le ped¨ª que se vistiera r¨¢pido, pues era tarde. Entonces reaccion¨® saliendo del coche y dirigi¨¦ndose a uno de los bares. Regres¨® con un paquete gigante de patatas fritas, los ni?os me miraron, yo levemente mov¨ª la cabeza haci¨¦ndoles entender que no deb¨ªan pedirle patatas. Manuel ¡ªarrogante¡ª abri¨® la bolsa, comenz¨® a comer, arranc¨® el coche y no les ofreci¨® nada a sus hijos. Callados, los dos se pusieron el cintur¨®n de seguridad. Poco a poco terminaba un domingo m¨¢s.

Cuando iniciamos la marcha, en ese instante yo sent¨ª el cosquilleo ¡ª mezcla de nervio y miedo¡ª que comenzaba en mi est¨®mago y culminaba en un ?tremendo dolor de cabeza. No era la primera vez que lo sent¨ªa: un dolor intenso que se alargaba durante horas y que lleg¨® a multiplicarse por muchos a?os de mi matrimonio. Este malestar era la consecuencia de nuestras tremendas discusiones y disgustos, pues me causaba migra?as y jaquecas que me bloqueaban. Tan s¨®lo quer¨ªa cerrar los ojos, pero ese d¨ªa no pod¨ªa. Intent¨¦ distraerme, olvidarme del dolor y permanecer atenta al movimiento de los coches que nos rodeaban.

Manuel segu¨ªa comiendo patatas fritas. Masticaba con la boca entreabierta, molestaba, adrede. Yo me preguntaba c¨®mo un hombre de negocios, con reuniones diarias con sus colaboradores y viajes internacionales pagados con Visa Oro pod¨ªa comportarse de manera tan cruel con sus hijos.

Y entonces ocurri¨®. Manuel ten¨ªa la habilidad de escoger la modalidad id¨®nea para hacerme sentir mal, para castigarme. Era un hombre muy inteligente y una vez m¨¢s acert¨® de lleno: abri¨® mi ventanilla y subi¨® el volumen de la m¨²sica de manera exagerada. Le ped¨ª ¡ªsiempre por favor y con mi leve chorro de voz, debido a la fuerte jaqueca, que cerrara la ventanilla: ?Tengo fr¨ªo, no me encuentro bien?, le expliqu¨¦. ?Y yo calor?, me contest¨®, ?te est¨¢s haciendo vieja?, a?adi¨®.

Al mismo tiempo, ¨¦l subi¨® a¨²n m¨¢s la m¨²sica en la radio del coche, que con la ventanilla bajada se o¨ªa por toda la calle. Paramos en el ¨²ltimo sem¨¢foro antes de incorporarnos a la autov¨ªa, un conductor situado a mi derecha nos observ¨®. Era un hombre joven, iba solo, primero mir¨® a los ni?os y luego a nosotros dos. Estaba muy serio, supongo que inc¨®modo, porque el volumen de nuestra m¨²sica tambi¨¦n invad¨ªa su espacio. En cuanto el sem¨¢foro se abri¨®, el conductor aceler¨® y le perdimos de vista. En ese momento yo toqu¨¦ el volumen de la radio con la intenci¨®n de bajar la m¨²sica. Y ocurri¨®.

Manuel solt¨® el paquete de patatas fritas y agarr¨® el volante con la mano izquierda para golpearme en la cara con la derecha. Lo hizo con el reverso de la mano y los nudillos se me clavaron. Fueron segundos r¨¢pidos; su mano vol¨®, tom¨® impulso y sent¨ª el dolor. Un golpe tremendo en la cara y en el alma.

Me mir¨® con crueldad. ?No vuelvas a tocar la m¨²sica ¡ªchill¨®¡ª, me ten¨¦is harto los tres?. Yo lo mir¨¦ y no contest¨¦, pero entonces se produjo una situaci¨®n cuyo recuerdo me acompa?ar¨¢ hasta que me muera: en el instante en que Manuel golpe¨® mi cara, Marina y Daniel se soltaron a la vez de sus cinturones de seguridad y cada uno pos¨® sus manitas en mis hombros. Daniel en el izquierdo y Marina en el derecho. Al tiempo Marina le dijo ?a su padre: ?Lo que acabas de hacer no tiene remedio?. Una frase a la que ¨¦l no contest¨®. Se limit¨® ?a bajar el volumen de la m¨²sica y cerr¨® la ventanilla.

Me volv¨ª hacia Marina y Daniel, sintiendo c¨®mo se me hinchaba la cara y sopesando qu¨¦ dir¨ªa al d¨ªa siguiente en la oficina en caso de que tuviese se?al del golpe. Sonre¨ª a mis hijos con mucha tristeza en los ojos y con toda la ?serenidad ?que pude les record¨¦ que se abrocharan el cintur¨®n. Debo confesar que en el trayecto hubo momentos en los que pens¨¦ en abrir la puerta del coche y tirarme en marcha. Pero¡­ ?Y mis hijos? No pod¨ªa, eran mi vida.

Me puse la mano izquierda sobre la piel enrojecida, pidiendo que no se inflamara la cara. La hora de viaje transcurri¨® en absoluto silencio. Todav¨ªa hoy no dejo de preguntarme qu¨¦ pensamientos pasaron ese d¨ªa por la cabecita de mis peque?os. S¨ª me acuerdo de que yo daba vueltas una y otra vez a la afirmaci¨®n tan valiente de mi hijita, una frase que dec¨ªa ?basta?, una puerta que me alentaba a dar el paso hacia el cambio. En esos momentos me promet¨ª que le retirar¨ªa la palabra a Manuel hasta que me pidiera perd¨®n, algo que ?nunca hizo, pero a¨²n ni me plante¨¦ interponer una denuncia por maltrato.

Llegamos a casa. Con mucho silencio cenamos los ni?os y yo. Se durmieron pronto y yo me puse a hacer las tareas pendientes. Mi marido ve¨ªa la televisi¨®n. Al poco yo me acost¨¦ en la cama de matrimonio.

?En qu¨¦ pensaba? Ahora me pregunto por qu¨¦ no eleg¨ª dormir en otro lugar de la casa. Pude hacerlo y no lo hice.

Manuel se ech¨® m¨¢s tarde, me pregunt¨® si hab¨ªa puesto el despertador, le contest¨¦ que s¨ª. El m¨ªo, pero no el suyo¡­ Y digo ?no el suyo? porque yo ten¨ªa la obligaci¨®n de supervisar su despertador, la hora concreta a la que deb¨ªa sonar dependiendo de si ten¨ªa que ir a la oficina, tomar un avi¨®n o cualquier otra circunstancia. Ahora pienso que mi comportamiento era rid¨ªculo y me cuestiono en qu¨¦ punto me convert¨ª en un objeto m¨¢s de su ajuar.

Pero esa noche no reflexionaba como ahora. Hab¨ªa tomado un calmante para el dolor de cabeza y me estaba quedando dormida, as¨ª que me limit¨¦ a tenderme en el lado opuesto de la cama, casi con medio cuerpo fuera para que no me tocase.

No activ¨¦ la alarma de su reloj, esa vez sin sentimiento de culpa porque, al fin y al cabo, ¨¦l ?no me hab¨ªa pedido perd¨®n por su bofetada; una bofetada que por primera vez me propinaba en p¨²blico y adem¨¢s delante de sus hijos.

El resultado fue que a la ma?ana siguiente son¨® la sinton¨ªa de mi despertador pero no la de Manuel, que deb¨ªa haberse levantado antes que yo. Al o¨ªr mi reloj salt¨® de la cama y se incorpor¨® como una fiera, chillando y llam¨¢ndome in¨²til porque por mi culpa iba a llegar tarde a una reuni¨®n de trabajo muy importante, tras lo cual me lanz¨® sus zapatillas a la cara.

Eran las seis de la ma?ana de un lunes. Nuestros hijos ir¨ªan a clase llevando en su memoria nuestros gritos y sus insultos. ?Quiero el divorcio, no vales para nada, eres una in¨²til?, dijo. Me agarr¨® fuertemente los brazos, me zarande¨® y me empuj¨® hacia la pared. La cara ya no me dol¨ªa.

En esos momentos eran sus gritos los que me preocupaban. ?B¨²scate un abogado, quiero el divorcio?. Y yo pens¨¦: no lo dice en serio, pero a la vez recordaba sus vejaciones. Es mi momento ¡ªme dije a m¨ª misma¡ª lo har¨¦. Pedir¨¦ el divorcio.

Pobre de m¨ª, no fue tan f¨¢cil. Tard¨¦ en lograrlo doce largos y tormentosos a?os.

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