Sorbos de sutileza
¡°En el ¨¢mbar l¨ªquido contenido en la porcelana marfile?a, el iniciado puede entrar en contacto con la dulce reticencia de Confucio, la picard¨ªa de Lao Tse y el aroma et¨¦reo del mismo Shakyamuni¡±. El fragmento bien podr¨ªa estar describiendo los efectos cat¨¢rticos de un reci¨¦n descubierto psicoactivo natural, pero no, simplemente habla del t¨¦. El texto es un extracto de un ensayo que el fil¨®sofo Okakura Kakuz¨ dedica en 1906 a esta poli¨¦drica infusi¨®n. El t¨¦ es paisaje, es cultura, es arte, es est¨¦tica, es religi¨®n: una bebida cuyo significado traspasa los l¨ªmites de la obviedad, imbricada en todas y cada una de las capas de la sociedad que lo dio a conocer al mundo, la asi¨¢tica. Es la segunda bebida m¨¢s popular en el mundo: 15.000 tazas con cada golpe del segundero, una cifra solo superada por el consumo de agua. Sin embargo, resulta casi insultante hablar de t¨¦ en t¨¦rminos de estad¨ªstica, cuando su consumo tiene m¨¢s que ver con lo ritual, siendo considerado por budistas y tao¨ªstas ni m¨¢s ni menos que como un proceso purificador.
M¨¢s all¨¢ de los elevados lindes orientales de su concepci¨®n original, se esconde una realidad dif¨ªcil de obviar, y es que no se llega a ser la bebida m¨¢s consumida del mundo sin un perverso mecanismo productivo que lo sustente. India, Sri Lanka, Kenia o Vietnam: sus campesinos seleccionan las hojas m¨¢s verdes para venderlas, a precios deleznables, a los intermediarios que multiplicar¨¢n por 1.000 el precio del producto, llenando sus bolsillos a la vez que convierten la mercanc¨ªa en una de las m¨¢s prol¨ªficas del planeta. En un viaje a Ruanda hace unos a?os pude comprobar en primera persona el car¨¢cter mal¨¦volo, la complejidad del universo que yace escondido detr¨¢s de las inocentes bolsitas que con ligereza adquirimos en cualquier superficie comercial. Las colinas del norte del pa¨ªs, lim¨ªtrofes con Uganda, son verde esmeralda, frondosas planicies cubiertas de hojas de t¨¦. En ellas, j¨®venes y viejos se juegan su salario mensual transportando a la espalda fardos de 15 kilos de hojas, recogidas a golpe de machete bajo el sol, a cambio de unas pocas monedas apenas c¨¦ntimos, apenas nada. Recuerdo llegar en coche a una plantaci¨®n, aparcar a orillas en la carretera para intercambiar algunas palabras con quienes esa ma?ana hac¨ªan jornada en la plantaci¨®n. El capataz, un chico de 15 a?os, se acerca amenazante, furioso de vernos. No quieren visitas, menos de blancos. Como si de oro se tratase, protegen los per¨ªmetros de las plantaciones con ferocidad, que nadie se interponga entre los jornaleros y su actividad, esa que saben lucrativa para sus superiores, y que para ellos es tan solo una v¨ªa de subsistencia, un caramelo envenenado cuya alternativa es la nada.
Mientras escribo hoy, me acompa?a una taza de t¨¦. Contemplo ensimismada las tonalidades que adquiere en contacto con la cer¨¢mica de color ocre rosa de mi diminuta taza, parte de un juego de t¨¦ japon¨¦s (antiguo, imperfecto, con una vida m¨¢s larga que la m¨ªa), regalo de mis padres hace unos a?os. Reflexiona?Kakuz¨?en su tratado acerca del car¨¢cter sutil del t¨¦, que lo hace particularmente susceptible de idealizaci¨®n, pues carece de la arrogancia del vino, del individualismo consciente del caf¨¦ y de la inocencia sonriente del cacao. En cualquier caso, y como todos los tesoros que yacen escondidos al amparo de la sutileza, su grandeza var¨ªa de tama?o dependiendo del ojo observador.
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