Ban¨²s de irrealidad
Puerto Ban¨²s, la ciudad con m¨¢s tiendas de lujo por metro cuadrado del mundo, es un catalizador para la revoluci¨®n en tiempos de crisis
Puerto Ban¨²s: el lugar con m¨¢s tiendas de lujo por metro cuadrado (Dolce, Valentino, Louis Vuitton, Jimmy Choo, Blablabla¡) del mundo. Misi¨®n: buscar aqu¨ª se?ales de crisis. Complicado, a primera vista. Ban¨²s es el parque tem¨¢tico marbell¨ª donde, en vez de hacerte la foto con Mickey Mouse, te la haces frente a un yate de 90 metros con un Bentley en la cubierta y seis modelos en biquini bebiendo martinis. Vienes aqu¨ª a observar a los ricos, o a jugar a ser uno de ellos. Como terapia en tiempos de depresi¨®n econ¨®mica, es un plan; como catalizador para la revoluci¨®n, tambi¨¦n.
En caso de que ocurriese, no esperen que los rusos se apunten. Hubo una ¨¦poca cuando el peor susto que le pod¨ªas dar a un cristiano era decirle: ¡°?que vienen los rusos!¡±. Hoy en Ban¨²s, y en Marbella en general, el deseo de los nativos es que vengan m¨¢s. Como me explic¨® un camarero canario, ¡°piden diez de todo¡±. Olv¨ªdense de los alemanes ¡ªen los bares y restaurantes¡ª; en los hoteles, en las inmobiliarias, todos me repet¨ªan lo mismo: los rusos son nuestra salvaci¨®n. Gracias a su espectacular vulgaridad, a su desesperado af¨¢n por superar medio siglo de complejos respecto al capitalismo occidental, los hijos del proletariado sovi¨¦tico son los que m¨¢s invierten en la ¨²nica rama de la econom¨ªa espa?ola que hoy sigue creciendo. Franco y Fraga, los padrinos del turismo costero, se revolcar¨ªan en sus tumbas.
Los rusos compiten por la medalla de oro del mal gusto solo con los ingleses, el eterno pilar de la industria tur¨ªstica espa?ola ¡ªla reina los salve¡ª. No andan por las calles con fajos de 500 euros en los bolsillos (un ruso enfrente de m¨ª en la cola de un peque?o supermercado le ofreci¨® a la chica un billete de 500 por un gasto de 9,80), pero abundan. A diferencia de los pocos espa?oles que se ven por Ban¨²s (pero que, eso s¨ª, hacen un esfuerzo por preservar una cierta dignidad), los ingleses se lanzan de cabeza al espejismo de que pertenecen a la jet set. Se los puede ver en todo su cutre esplendor en el Ocean Club, una especie de nav¨ªo blanco amurallado (para alejar a la chusma mirona) con una piscina gigante rodeada de un archipi¨¦lago de colchonetas que cuestan 325 euros al d¨ªa. Tan apartados del resto del mar de culos como si los separase el canal de la Mancha, las tribus inglesas se emborrachan con aplicado fervor, se l¨ªan en las colchonetas a vista de todo dios, acompa?an el champ¨¢n franc¨¦s con hamburguesas. Hay un rinc¨®n relativamente discreto del recinto con mesas y manteles, pero ah¨ª no se acercan los ingleses: el men¨² y la lista de vinos son exageradamente finos. Ah¨ª van los holandeses, franceses y belgas y otros que han alcanzado aquella etapa de la evoluci¨®n en la que el ser humano aprendi¨® a disfrutar del arte de la conversaci¨®n y el buen comer.
Me explicaron que en la vida real muchos ingleses tienen trabajos grises que pagan poco, pero ahorran todo el a?o para poder exhibirse durante una semana en este babil¨®nico escenario. El Ocean Club, como todo Puerto Ban¨²s, vende la ilusi¨®n de exclusividad, ofrece el sue?o de que al atravesar sus fronteras has ganado admisi¨®n al beau monde. Me suscrib¨ª al sue?o. Fui a una discoteca llamada Billionaire, patrocinada por el repelente Flavio Briatore, figura en el mundo de la f¨®rmula 1 y exnovio de la no menos repelente Naomi Campbell, del que me hab¨ªan hablado por su fama de servir copas a 45 euros cada una. Decepci¨®n, y primer atisbo de la crisis que buscaba: solo costaban 15 euros. Bueno, la verdad es que hubo una decepci¨®n anterior: el mero hecho de que me dejaran entrar, pese a que llegu¨¦ sin Ferrari o belleza puti-Versace en el brazo, delat¨® que de ambiente billionaire esto ten¨ªa poco. Supongo, de todos modos, que los clientes prefieren no reflexionar sobre estas crueles verdades, ni ver que, pese a los pretenciosos mueblecitos rosados ¡ªmedio Dal¨ª, medio Ikea¡ª que adornan el antro, los ba?os son tan b¨¢sicos como el de cualquier bar de pueblo. Intu¨ª que los inversores no hab¨ªan apostado con convicci¨®n. Si se llevasen los mueblecitos, lo que quedar¨ªa del Billionaire Club ser¨ªa un patio bald¨ªo.
Alguna met¨¢fora para la crisis ten¨ªa que haber aqu¨ª, pero encontr¨¦ una mejor paseando de noche por el puerto. Cuatro miembros de una familia espa?ola ¡ªpareja de mediana edad y dos hijos¡ª apretaban las narices contra el escaparate de una tienda de relojes. Se llenaban los ojos con los Rolex, los Cartier, los Richard Mille, record¨¢ndome a la escena de Oliver Twist, de Dickens, en la que unos hu¨¦rfanos salivan ante una mesa de gordos con pinta de banqueros devorando monta?as de rosbif, repollo y patatas. Una imagen ¡ªm¨¢s real que Puerto Ban¨²s¡ª para los tiempos que corren.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.