Las esclavas de la casa del candado
Una pareja de octogenarios, acusada de vejar a 30 cuidadoras
Ten¨ªan que hablar por el m¨®vil a escondidas, si no se lo hab¨ªan roto antes, ducharse cuando ellos dorm¨ªan si quer¨ªan evitar que el anciano se colara en el ba?o, se quedaban sin comer cuando los octogenarios consideraban que se hab¨ªan portado mal y solo pod¨ªan salir de casa cuando consegu¨ªan que les abrieran la verja, siempre cerrada con un candado. As¨ª viv¨ªan las m¨¢s de 30 mujeres que la Guardia Civil cree que pasaron por la casa de Luis y Rosa en el municipio de Laluenga (Huesca). Este matrimonio junto con dos personas que les suministraban a las cuidadoras est¨¢n acusados de trata de seres humanos. El hombre tambi¨¦n de abuso y agresi¨®n sexual.
Un camino de tierra une el casco de Laluenga, en Huesca, con la casa de esa pareja que cambiaba de cuidadora cada semana. Nadie sabe cu¨¢ntas mujeres han recorrido ese sendero que separa a 200 vecinos de esos dos octogenarios malhumorados que solo salen para ir al m¨¦dico.
Casi todas eran inmigrantes sin papeles que necesitaban dinero. Ellas contactaban en Barbastro, a 20 kil¨®metros de Laluenga, con un tal Jos¨¦ El Gallo y su nombre y su tel¨¦fono pasaban a engrosar la lista de 250 chicas que ¨¦l lleg¨® a apuntar en una ajada agenda. Algunas pasaron de la lista al taxi que hac¨ªa un recorrido que finalizaba en la casa rodeada por esa verja con candado. El taxista, siempre el mismo, est¨¢ ahora acusado de connivencia.
Laluenga es un pueblo sin comercios. Un par de furgonetas cargadas de comida recorren cada d¨ªa las pocas calles que tejen la localidad. Uno de esos veh¨ªculos se adentra en el camino de tierra y se planta frente a la verja de Luis y Rosa. Tras unos bocinazos, aparece un hombre enjuto, con gorro y gafas de sol, que recoge su hogaza de pan. ¡°Son todas unas fulanas que no quer¨ªan trabajar, as¨ª que yo las despachaba¡±, cuenta. ¡°Son unas sinverg¨¹enzas que solo ven¨ªan aqu¨ª por dinero¡±, asegura indignado. ¡°?C¨®mo voy yo a tocarlas si vivo con mi mujer, que es muy celosa?¡±, se justifica. Su esposa interviene y le ordena con malas pulgas que deje de hablar
Luis trabaj¨® como criado hace 70 a?os en alguna casa de pudientes del pueblo. ¡°Tiene mucho resentimiento, as¨ª que ahora reproduce lo que vivi¨®; les he visto tratar mejor a un perro¡±, explica uno de los pocos vecinos con los que habla.
En 2009 hubo una primera denuncia, explica la regidora, de una mujer que aseguraba que no le hab¨ªan pagado. Pero no mencion¨® nada de vejaciones. El tema se qued¨® aqu¨ª. Pero a partir de ese momento, la alcaldesa, Cristina Ju¨¢rez, recomend¨® a cada chica que llegaba a la casa que acudieran a la Guardia Civil si ten¨ªan problemas. Una se atrevi¨®. Apareci¨® una tarde del pasado octubre en el bar. ¡°Me dijo que no le daban dinero, ni su ropa¡±, relata Ju¨¢rez. Esa mujer cont¨® algo m¨¢s: Luis la hab¨ªa agredido sexualmente. La alcaldesa hab¨ªa conseguido la primera prueba de sus sospechas. Despu¨¦s vinieron siete m¨¢s.
?Pero c¨®mo dos octogenarios pudieron someter a mujeres j¨®venes? La respuesta la da la propia alcaldesa: ¡°Son inmigrantes amenazadas con enviarlas de vuelta a su pa¨ªs. Imag¨ªnate que hacen da?o a alguno de los ancianos. A los dos d¨ªas est¨¢n fuera¡±.
Eso tem¨ªa una de las chicas que trabaj¨® en la casa varios meses. Se llama Mar¨ªa y ahora vive en el otro extremo del pueblo cuidando a otra pareja de ancianos. Ella fue una de las que m¨¢s aguant¨®: m¨¢s de medio a?o. Cuenta que la anciana le obligaba a levantarse de la cama a las seis de la ma?ana para limpiar y que le insinuaba que se dejase abrazar por Luis porque ¡°la quer¨ªa como a una hija¡±. Nunca tuvo la llave del candado de la verja y pas¨® los primeros meses sin poder salir, hasta que su amiga se plant¨® frente a la puerta y convenci¨® a los ancianos de que la dejaran pasear por el pueblo, siempre con las ocho de la tarde como l¨ªmite para regresar. Por precauci¨®n, procuraba ducharse en otras casas o cuando los ancianos dorm¨ªan.
Mar¨ªa fue una de las que viaj¨® en el taxi. Tras unos d¨ªas en el calabozo, el conductor est¨¢ ya frente a su volante. Cabizbajo y con un hilo de voz se defiende: ¡°Me han metido en esto y yo no he hecho nada, estoy muy agobiado¡±, dice antes de subir la ventanilla y cortar bruscamente la conversaci¨®n y alejarse en el coche que supuestamente recorri¨® tantas veces el camino de tierra de Laluenga.
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