La ciencia de la fe
El miedo que los espa?oles llevamos en el ADN no tiene que ver con la enfermedad y la parca, sino con el hambre, pues segu¨ªa sin haber ni rastro de fe en la epidemia
Vivo donde Alcobendas acaba, frente a un bald¨ªo que colinda con una zona militar. Algunas noches llegan ruidos de tanques: son los soldados haciendo maniobras. El ¨²ltimo d¨ªa en el que las m¨¢quinas de guerra rugieron fue como colof¨®n a la primera jornada sin colegio, con todo oliendo a vacaciones, a primavera, especialmente en los parques y en el descampado, donde correteaban los infantes y refulg¨ªan los jaramagos amarillos, las t¨ªmidas manzanillas, las malvas. ?Qui¨¦n iba a creer que hab¨ªa vuelto la peste? ?C¨®mo pod¨ªa ser cierta la muerte en mitad de aquella pur¨ªsima vida de flores y chiquillos, y qu¨¦ padres no iban a ir tras esa estela de inmortalidad encarnada en su progenie?
En el segundo d¨ªa sin cole sigui¨® habiendo ni?os por el descampado, pero manteniendo m¨¢s las distancias bajo la vigilancia adulta. Las familias no parec¨ªan haber quedado con amigos para pasar el rato mientras sus hijos jugaban, pero se saludaban entre ellas y charlaban un rato sobre el inveros¨ªmil virus que las condenaba a un confinamiento llevadero, de salir al descampado, ya que a los parques no se pod¨ªa. Los estaban precintando. El cambio era m¨¢s llamativo en el patio, sin una sola alma, de mi bloque, una vivienda de manzana cerrada con el t¨ªpico parquecito de tobog¨¢n y balanc¨ªn. Veinticuatro horas atr¨¢s estaba a rebosar de chiquillos mientras los progenitores se daban a la conversaci¨®n y a la lata de cerveza. Los gritos de los juegos se oyeron hasta bien entrada la tarde, y hubo profusi¨®n de besos, abrazos y mocos entre adultos y ni?os.
Con la declaraci¨®n del estado de alarma, todo cambi¨® un poco m¨¢s, es decir, con cierto disimulo, como si hubiera algo pegajoso que impidiera creer en lo que estaba sucediendo. Por el bald¨ªo las familias siguieron saliendo con bicis y cometas, con manteles para poner sobre el suelo, aunque s¨®lo a ciertas horas. Los mayores no renunciaron a la caminata ma?anera, recetada por los m¨¦dicos para una vejez saludable. Los que nos quedamos en casa y miramos la algarab¨ªa nos convertimos en sospechosas viejas del visillo, en aguafiestas, en esp¨ªas. La histeria solo estaba permitida en los supermercados; pens¨¦ entonces que el miedo que los espa?oles llevamos en el ADN no tiene que ver con la enfermedad y la parca, sino con el hambre, pues segu¨ªa sin haber ni rastro de fe en la epidemia. Record¨¦ que durante d¨ªas, y a pesar de las advertencias, no dar dos besos cuando te encontrabas con amigos o conocidos sin s¨ªntomas se hab¨ªa considerado casi una afrenta, e incluso yo, que evit¨¦ toda cercan¨ªa, me marchaba luego contrita y algo avergonzada, con la impresi¨®n de haberles negado el pan a los m¨ªos.
Tuvo que aparecer la polic¨ªa para que el descampado se vaciara. Entonces, los confinados empezamos a escuchar por las paredes. A mi ba?o llegaban voces de los vecinos: ¡°Quedaremos en los trasteros¡±, escuch¨¦. ?Se trataba de una broma? Empezaron tambi¨¦n las fiestas del balc¨®n: tras los aplausos a los sanitarios, un rato con Paquito el Chocolatero, Manolo Escobar, Parch¨ªs y luces de discoteca. Incluso los perros bailaban. De vieja del visillo pas¨¦ a vieja piadosa: a lo mejor, me dije, lo que necesitamos ahora para sobrevivir es, parad¨®jicamente, no creer en la muerte.
Elvira Navarro es escritora. Su ¨²ltimo libro es La isla de los conejos.
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