Maldici¨®n y examen
Estoy encerrada en mi apartamento y a?oro mi estudio, situado a unas 40 cuadras. Tengo la fantas¨ªa de que si estuviera all¨ª podr¨ªa escribir mejor
Hoy, m¨¢s que nunca, tengo el sentimiento de compartir la maldici¨®n de dioses arbitrarios o el merecido castigo de un ser supremo en quien muchos no creemos. A millones de humanos, nos est¨¢n tomando un examen que parece final. Pero no todos somos iguales ante la peste.
Est¨¢n quienes no tienen casa ni apartamento donde encerrarse a meditar o desesperar. En estos d¨ªas se le proh¨ªbe circular a la anciana que pide monedas con su perra; al hombre que suele dormir a metros de una de las grandes avenidas de la ciudad; a la chica que se arregla con lo que le dejan para ella y sus tres hijos. Ahora han desaparecido de la calle y los imagino hacinados en un hogar de tr¨¢nsito donde, seg¨²n se dice, suelen perder los pocos trapitos que poseen.
Yo, en cambio, estoy encerrada en mi apartamento y a?oro mi estudio, situado a unas 40 cuadras. Tengo la fantas¨ªa de que si estuviera all¨ª podr¨ªa escribir mejor. La mitad de mis libros est¨¢ en el estudio. Los paquetes de mis cigarrillos preferidos, de esos que ya se acabaron en los quioscos, tambi¨¦n est¨¢n all¨ª. Mis apuntes, ?para qu¨¦ decirlo?, desperdigados sobre la mesa o las repisas de ese lugar que hoy es inaccesible.
Desde que pude pag¨¢rmelo, siempre defend¨ª la separaci¨®n de casa y estudio. No hay una sola foto m¨ªa tomada en mi casa, por ejemplo. Los amigos dicen que soy secretista y probablemente tengan raz¨®n: me gustan los espacios donde valen regulaciones firmes que yo misma establezco. Tambi¨¦n me gusta vagar sola por la ciudad.
Largos tramos de mi historia podr¨ªan explicarlo todo. Estudi¨¦ hasta graduarme en Letras en los bares cercanos a la facultad, donde me atoraba con Men¨¦ndez Pidal o balbuceaba G¨®ngora sin entenderlo. Para resarcirme, ped¨ªa una copa de vino blanco. Al caer la tarde, los viernes, llegaban al bar dos institutrices inglesas que aprovechaban su franco para salir a tomar gin, y nos convidaban. Un espa?ol, que se proclamaba noble, tambi¨¦n pagaba un trago de vez en cuando, y nos sentaba a su mesa, que compart¨ªa con un astr¨®logo, a quien ocult¨¦ mi fecha de nacimiento con esmero, porque me aterraba la idea de conocer el futuro. Hoy conservo ese terror.
Con este r¨¦gimen elegido a los 17 a?os, me acostumbr¨¦ a trabajar en un lugar diferente a aquel donde dorm¨ªa. La separaci¨®n se mantuvo, por seguridad, durante las dictaduras militares. Parad¨®jicamente, viv¨ªa encerrada en lugares p¨²blicos, porque no ten¨ªa acceso a muchos lugares privados. Por eso me acomodo en casi cualquier espacio para leer o escribir, para mejorar lo escrito o empeorarlo con correcciones. Ahora estoy escribiendo en la cocina de mi apartamento. La cuarentena me proh¨ªbe desplazarme hasta el estudio.
Pero tengo compensaciones. Mi m¨²sica est¨¢ aqu¨ª, en discos que no compactan ni aplanan los sonidos. Puedo ponerme meditativa con la obertura de Tannh?user o seguirlo a Salvatore Sciarrino por las sendas de su Quaderno di Strada. Tengo casi todo Miles Davis y Cecil Taylor. Puedo decidir, finalmente, si Mahanthappa me suena como el mejor saxo alto de las ¨²ltimas d¨¦cadas.
?Qu¨¦ m¨¢s pedir? Una cosa: no perder mi lapicito, como le pasa a Malone, el agonizante personaje de la genial y t¨¦trica novela de Beckett.
Beatriz Sarlo es una escritora argentina, autora de La intimidad p¨²blica.
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