Dentro de un gel desinfectante
Ante mi escritorio, entonces, acepto que no podr¨¦ trabajar ni leer ni concentrarme, que no podr¨¦ quitarme este extrav¨ªo que es como traer una escafandra
Antes de bajar a la cocina, pienso en los horrores de la cr¨®nica que he estado leyendo.
Tiene apenas seis p¨¢ginas, pero la he le¨ªdo una y otra vez y una m¨¢s: es el a?o 46 AC y Tuc¨ªdides narra los horrores de la ¨²ltima epidemia que asolara Atenas.
Cuando el mal que atac¨® los cuerpos de la antig¨¹edad me suelta, desayuno escuchando la conferencia diaria de mi presidente, a quien hab¨ªa dejado de escuchar, antes de que esto empezara, porque hablaba de todo menos de aquello que tendr¨ªa que estar hablando.
Hace dos o tres d¨ªas, sin embargo, mientras desayunaba, igual que hoy e igual que ayer, un pan tostado, un pedazo de aguacate y varias hebras de quesillo, me di cuenta de que, por primera vez en muchos meses, quer¨ªa que ¨¦l, mi presidente, hablara de otra cosa, de cualquier otro tema que no fuera este del que ahora tiene que estar hablando.
Como seguramente har¨¦ tambi¨¦n ma?ana, apago la radio antes de que mi presidente acabe su conferencia, guardo el quesillo en el refrigerador y me llevo a la boca, con los dedos, un pedazo de alguna de mis cenas anteriores, adem¨¢s de un trozo de chorizo que me chorreo las comisuras de los labios. Hace una semana, aunque tambi¨¦n pudo ser hace diez d¨ªas o dos semanas, dej¨® de importarme el colesterol.
Por esos mismos d¨ªas, unos d¨ªas que, curiosamente, prometen estar ah¨ª tambi¨¦n, en el futuro, por si trato de olvidarlos, dejaron de importarme mis problemas de tiroides, mi nivel de cortisol, mi taquicardia y el esguince de mi espalda: la pandemia vino, adem¨¢s de todo, a robarnos la hipocondria. Ahora resulta que, all¨¢ afuera, hay una enfermedad real y despiadada, un mal listo para meterse en nuestros cuerpos y chorrearse, con nuestras c¨¦lulas, las comisuras de sus m¨²ltiples hocicos.
Acompa?ado por mis perros ¡ªdos de los cuales son tan viejos que luchan, d¨ªa con d¨ªa, hora tras hora, por durar aunque sea un minuto m¨¢s que este presente inesperado, mientras los otros dos, que a¨²n son j¨®venes y fuertes, observan la puerta con coraje, pues sus paseos se han reducido al m¨ªnimo posible¡ª, atravieso el comedor y la sala. Es as¨ª como me encierro en mi estudio. Y ah¨ª, como ayer y ma?ana, la cabeza se me parte en mil ideas.
Ante mi escritorio, entonces, acepto que no podr¨¦ trabajar ni leer ni concentrarme, que no podr¨¦ quitarme este extrav¨ªo que es como traer una escafandra, como vivir dentro de un gel desinfectante, como habitar un cuerpo cuyo sistema nervioso se ha proyectado a la estratosfera.
Como todos los d¨ªas de la semana pasada, me dejo caer en el sill¨®n que est¨¢ al otro extremo de mi estudio y me digo o me dije o me dir¨¦ que s¨®lo soy o fui o ser¨¦ capaz de llevar a cabo algo pr¨¢ctico. Por en¨¦sima vez, entonces, decido ordenar mi biblioteca.
Antes de levantarme, sin embargo, los cuerpos putrefactos de Tuc¨ªdides me aplastan, aunque de un modo distinto. De golpe veo esa enfermedad como m¨¢s benevolente.
Y es que su ¨²ltimo acto era borrar la memoria del enfermo que consegu¨ªa sobrevivirla.
Emiliano Monge es un escritor mexicano autor de No contar todo (Literatura Random House, 2019).
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