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Se muri¨® la se?ora que hac¨ªa tacos en la puerta

En M¨¦xico, mantener la distancia social choca contra una convicci¨®n arraigada en muchas vecindades: que la adversidad se supera colectivamente

El altar y el patio de la vecindad del n¨²mero 22 de la calle Peralvillo, en la colonia Morelos, Ciudad de M¨¦xico.
El altar y el patio de la vecindad del n¨²mero 22 de la calle Peralvillo, en la colonia Morelos, Ciudad de M¨¦xico.M¨®nica Gonz¨¢lez
Pablo Ferri

Cuando Araceli muri¨®, sus vecinos organizaron un rosario en su honor en el patio, frente al altar de la virgen de Guadalupe. Lo organiz¨® Minerva, que la conoc¨ªa desde ni?a, cuando la vecindad era un pasillo rodeado de cuartos y los ba?os eran compartidos, igual que la lavander¨ªa. ¡°Araceli cocinaba muy bien, me gustaban mucho los sopes que hac¨ªa, as¨ª gorditos, con salsa roja¡±, recordaba Minerva la semana pasada.

Araceli hab¨ªa muerto d¨ªas antes, mientras M¨¦xico caminaba hacia la fase masiva de contagios de la pandemia y miraba de reojo las decenas de miles de muertos en Europa y Estados Unidos. Su hija la llev¨® al hospital el 13 de abril, pero ya estaba muy mal. Aguant¨® una noche m¨¢s y a la ma?ana siguiente dej¨® de respirar. Ten¨ªa 65 a?os. Ira¨ªs, su hija, dice que el lunes por la tarde a¨²n tuvo un ratito de lucidez: ¡°Nos despedimos, nos perdonamos, cerramos ciclos y nos pusimos en manos de Dios¡±.

Hac¨ªa semanas que las autoridades recomendaban a la gente que no saliera a la calle, que mantuviera distancia con los otros y, aunque la curva de contagios crec¨ªa r¨¢pidamente, los vecinos decidieron hacer un rosario. Empezaron el mi¨¦rcoles 15 y continuaron el resto de esa semana y la siguiente. Cada d¨ªa a las 19.00, familia, amigos y conocidos de la difunta sacaban sillas al patio, frente al altar, y empezaban a rezar. Acostumbrados a la vida colectiva ¡ªa tener la puerta de casa abierta, a bajar al patio a pasear, a verse, olerse y tocarse a diario desde hace d¨¦cadas¡ª un rosario por una vecina muerta resultaba del todo incuestionable: nadie habr¨ªa pensado en no hacerlo.

A la izquierda, el patio todav¨ªa vac¨ªo, antes del rosario. A la derecha, el rosario empieza.
A la izquierda, el patio todav¨ªa vac¨ªo, antes del rosario. A la derecha, el rosario empieza.monica gonzalez

Peralvillo 22 es una vieja vecindad de la colonia Morelos, en el centro de Ciudad de M¨¦xico, entre el casco antiguo y Tlatelolco. Un pedazo de terreno fraccionado en 48 departamentos de 40 metros cuadrados, centenar y medio de inquilinos. All¨ª viven comerciantes ¡ªsobre todo comerciantes¡ª meseros, estilistas, un taquero, un cantante, una vendedora de alitas de pollo, una recaudadora de la Secretar¨ªa de Hacienda... Algunos siguen trabajando, pero la mayor¨ªa no. La pandemia los ha dejado en la cuneta. Desde hace varias semanas, los d¨ªas transcurren entre visitas vecinales, salidas poco urgentes y un desenfado at¨¢vico: parece que aqu¨ª todo era igual hace quince a?os; que todo ser¨¢ igual en quince m¨¢s.

En M¨¦xico, el 70% de la vivienda es informal. La industrializaci¨®n de mediados del siglo XX atrajo a la capital a millones de personas, que necesitaban lugares baratos donde vivir. En el resto de urbes de Am¨¦rica Latina ocurrieron procesos similares: familias enteras que dejaban su pedazo de tierra por un futuro mejor en la ciudad, hacinadas en cuartos de vecindades, corralas, conventillos o inquilinatos.

En las ciudades, millones de hect¨¢reas se fraccionaron en peque?os predios. Propietarios y constructores de hace un siglo rentaban terrenos a los migrantes, o casuchas en terrenos, con ba?o y lavadero comunitarios. En Ciudad de M¨¦xico, la gente del campo ocup¨® tambi¨¦n viejas casas coloniales y conventos abandonados del centro. Los inquilinos compart¨ªan un patio que era, en realidad, el pasillo para entrar y salir. Los ni?os jugaban all¨ª, el mismo lugar donde se tend¨ªa la ropa y donde los viejos tomaban el sol. M¨¦xico y sobre todo su capital vivi¨® la transformaci¨®n industrial en comunidad.

El terremoto de 1985 tir¨® miles de vecindades en la capital del pa¨ªs, algunas de ellas por completo y otras a medias. En Peralvillo 22, el Gobierno derrib¨® los viejos cuartos de la vecindad y levant¨® 48 departamentos, como en otros rincones de la ciudad, donde miles de vecindades mudaron de piel. En un plan sin precedentes, montonadas de cuartuchos en el centro fueron derribadas y el Gobierno construy¨® m¨¢s de 44.000 departamentos.

A la izquierda, los planos de Peralvillo, 22. A la derecha, fotos de Chari y Luis.
A la izquierda, los planos de Peralvillo, 22. A la derecha, fotos de Chari y Luis.Monica Gonz¨¢lez

En Peralvillo 22 ya no hay ba?os comunitarios ni lavander¨ªa, pero la vida sigue siendo colectiva. Las casas son demasiado peque?as para pensar en cualquier tipo de aislamiento, las ¨¢reas comunes permanecen y la mayor¨ªa de vecinos se conocen desde hace d¨¦cadas. Lo normal es salir, no quedarse en casa.

El d¨ªa que rezaron el primer rosario, la vecindad era un traj¨ªn de hombres, mujeres y ni?os que sal¨ªan y entraban, algunos con mascarilla, la mayor¨ªa a boca suelta, todos con la tranquilidad, la pereza o la modorra que imponen las horas muertas de la tarde, cuando el comercio empieza a recoger en la calle Peralvillo y el resto de la colonia Morelos. M¨¢s que una amenaza, la pandemia parec¨ªa un tema de conversaci¨®n poco trascendente, como el clima. Nadie conoc¨ªa a ning¨²n enfermo de la covid-19, pero todos conoc¨ªan a Araceli: era la cocinera y due?a del puesto de tacos de guisado que funcionaba en la puerta de la calle.

La escalera

El rosario va a empezar y unas 20 sillas ocupan el espacio frente al altar. En la escalera aparece Mar¨ªa Luisa, que vivi¨® durante a?os en la vecindad y ahora viene cada d¨ªa porque trabaja cerca, en una tienda de abarrotes en la concurrid¨ªsima calle Tenochtitlan. Su hija visita a menudo a su t¨ªa Minerva.

Mar¨ªa Luisa tiene 34 a?os y se apellida Corona. Conoce bien los hospitales de Ciudad de M¨¦xico. Su hijo Owen enferm¨® de leucemia en 2011 y durante seis a?os estuvo entrando y saliendo de uno u otro. Se acuerda con cari?o del Ju¨¢rez, uno de los centros que ahora reciben pacientes de la covid-19. ¡°Los m¨¦dicos nos trataron muy bien¡±, dice. Despu¨¦s de seis a?os de pelea contra la enfermedad, Owen muri¨® en 2017 a los nueve a?os.

Mar¨ªa Luisa cuenta la historia de su hijo con un tono neutro, de receta m¨¦dica, como distanci¨¢ndose de la historia. Pero tambi¨¦n con un dejo de certeza en la voz: las tormentas siguen y ella lleva el tim¨®n de la familia. El virus la ha convertido en el ¨²nico sost¨¦n del hogar. Su esposo, que vend¨ªa gorras y tenis deportivos, se ha quedado sin ingresos.

A la izquierda, la hija de Minerva. A la derecha, Minerva con la hija de Mar¨ªa Luisa y otra vecina.
A la izquierda, la hija de Minerva. A la derecha, Minerva con la hija de Mar¨ªa Luisa y otra vecina.M¨®nica Gonz¨¢lez

El rosario empieza a las 19.00 en punto y el granizo minutos despu¨¦s. Con la lluvia, los vecinos se refugian en la escalera, donde colocan sillas y taburetes. Acaban de rezar entre truenos y risas y cuando terminan, la hermanas de Araceli, la difunta, reparten vasitos de arroz con leche y una galleta. Una vecina ha cocinado un pastel de pl¨¢tano y su casa se convierte de pronto en una estaci¨®n de servicio. Todos entran y salen con rebanadas de pastel y vasos de poliestireno oliendo a canela.

En la escalera, Minerva sostiene su arroz con leche. Empieza a hacer fr¨ªo. ¡°Cuando pas¨® lo de Owen, Araceli se port¨® bien. Siempre le daba unos centavitos¡±, recuerda. Retirada desde hace unos a?os de la escuela p¨²blica, Minerva dice que Araceli cumpl¨ªa a?os el 28 de abril. Normalmente hac¨ªan una reuni¨®n peque?a y la hija le preparaba un pastel.

Lo del rosario no fue una ocurrencia de Minerva. Su madre, Eva, que ya muri¨®, rezaba el rosario por todos los vecinos que mor¨ªan en la vecindad. ¡°Ahora la gente me pide que lo haga yo¡±, dice. Todo el mundo es alguien en la vecindad. Despu¨¦s de d¨¦cadas de convivencia, los trofeos y las glorias, y tambi¨¦n las derrotas personales, forman parte de la identidad en la comunidad.

La sala, la zotehuela

¡°Aqu¨ª todo sigue igual¡±, murmura un d¨ªa despu¨¦s Rosario Rojas, do?a Chari, que ha vivido en la vecindad desde hace m¨¢s de 30 a?os. Peque?a o chiquita son adjetivos que fallan al describir su casa. Chari dice que cuando la vio por primera vez no le pareci¨® tan chica, pero claro, estaba vac¨ªa. Ahora hay un sof¨¢ de dos piezas, un mueble para la sala, otro mueble en la cocina, una mesa para seis, dos camas, otra mesa, armarios. All¨ª viven dos personas ¡ªChari y su esposo Luis¡ª, que a veces se convierten en cinco, cuando su hija Mayra llega con los dos nietos: Diego, de siete a?os, y Noa que apenas tiene seis meses. Como Diego va al colegio cerca, hay temporadas en que los tres se quedan en esta casa.

Chari es flaca y enjuta. Habla bajito, despacio, como si no quisiera molestar a su taza de caf¨¦. Enciende un cigarro, se levanta de la mesa de la cocina y se apoya en la puerta de la zotehuela, que ella ha convertido en un jard¨ªn vertical. La zotehuela es un trozo de terraza donde la gente lava, guarda cosas, cuelga plantas, sale a ver el cielo. Ah¨ª, junto a sus plantas, ella parece una m¨¢s, el tallo nudoso de una de sus lavandas.

Cuando acaba de fumar, se sienta en la misma silla que antes, frente a la mesa. ¡°Este es mi chiquerito¡±, dice. All¨ª teje.

monica gonzalez
A la izquierda, la vecina de Chari, en la ventana de la zotehuela. A la derecha, Chari y una vecina en su sala. Sobre estas l¨ªneas, Chari en su zotehuela.
A la izquierda, la vecina de Chari, en la ventana de la zotehuela. A la derecha, Chari y una vecina en su sala. Sobre estas l¨ªneas, Chari en su zotehuela. Monica Gonzalez (EL PAIS)

Falta unos minutos para que empiece el segundo rosario y las vecinas empiezan a juntarse abajo. A eso de las 19.00, una chica joven entra por la puerta de Chari. Saluda. Es una vecina de 19 a?os que ha venido a que ella le inyecte unas vitaminas. Chari deja su chiquerito y prepara la jeringuilla. Mientras tanto, Luis sale de su cuarto con unas fotos y unos papeles. Desde afuera se alcanza a ver una cama, un nieto que juega con la plastilina en una mesa, montones de zapatillas deportivas, un armario. Lo que casi no se ve es el suelo, todo ocupado.

Luis Valenzuela vende deportivas al por menor. Las compra en Tepito y recorre centros comerciales, donde las ofrece a vendedores en las tiendas. Dice que con eso sacaba por semana unos mil pesos (40 d¨®lares). Tambi¨¦n es kinesi¨®logo, masajea gemelos de futbolistas desde hace d¨¦cadas. Hasta finales de marzo, trabajaba con varios equipos de una liga de taxistas cerca del aeropuerto. Les calentaba las piernas antes de los partidos y por cada juego le daban 300 pesos.

¡°Yo masaje¨¦ a Mario Kempes una vez¡±, dice, con el orgullo del que ha jugado la final de un mundial. Y eso, ?c¨®mo fue? ¡°En el 98¡±, contesta, ¡°Marito vino a jugar un torneo de f¨²tbol r¨¢pido y a m¨ª me llamaron para que les apoyara, para que les calentara los m¨²sculos¡±. ?Usted le calent¨® las piernas a Kempes? ¡°S¨ª, le dije: ¡®Marito, ?le doy masaje?¡¯. Y ¨¦l dijo ¡®s¨ª, no m¨¢s no me clav¨¦s los deditos¡±. S¨ª Araceli era la se?ora que vend¨ªa tacos de guisado en la puerta, Luis es el vecino que le masaje¨® los gemelos a Kempes en el 98.

Diego y su abuelo Luis, en el cuarto del segundo.
Diego y su abuelo Luis, en el cuarto del segundo. Monica Gonzalez (EL PAIS)

Los ingresos de Luis se han esfumado pero no las ganas de salir a la calle. El virus no le inquieta, ni siquiera por la diabetes, que padece desde hace a?os. Todas las tardes sale. Ayer fue al dentista, hoy va al dentista, ma?ana ir¨¢ al dentista. No es tanto por los dientes, que tambi¨¦n. Es que el sacamuelas es amigo de la primaria y entre paciente y paciente, mientras Luis espera, se echan unas risas tan a gusto.

Bajo la ventana se escucha el rosario. A trav¨¦s de los cristales se alcanzan a ver semblantes serios y no tan serios. ?Cu¨¢ntos conoc¨ªan a Araceli? ?Cu¨¢les fueron las ¨²ltimas palabras que cada uno intercambi¨® con ella? Mientras en pa¨ªses como Espa?a muchos no pueden despedirse de sus padres o parejas, o los capellanes apenas tienen siete minutos para despedir a cada difunto, en Peralvillo, 22, los vecinos se juntan durante nueve d¨ªas para rezar el rosario por una vecina que algunos apenas conoc¨ªan. Pero eso no importa: era la se?ora que ve¨ªan todos los d¨ªas en la puerta. En la vecindad ¡ªy m¨¢s en un pa¨ªs como M¨¦xico¡ª, la muerte es un asunto comunitario.

La visita

Ver¨®nica Manrique no sal¨ªa de su casa desde el 15 de marzo, pero hoy, viernes, m¨¢s de un mes despu¨¦s, ya no pod¨ªa m¨¢s. Creci¨® aqu¨ª, en Peralvillo, 22, pero hace unos a?os se cas¨® y se mud¨® a otra colonia. Vive en una casa ¡°como estas, pero con la zotehuela m¨¢s peque?a¡±. Dos de sus cuatro hermanos todav¨ªa viven aqu¨ª. Y otros tantos primos. Una vecina dir¨¢ m¨¢s tarde que los inquilinos de esta vecindad son en realidad apenas dos o tres grupos de familias. Pero parecen una sola, una gran familia que se multiplica y, cuando ya no hay espacio, van a formar otras vecindades.

A mediados de marzo, Ver¨®nica, 44 a?os, llev¨® a su hijo peque?o al centro de salud, al lado de casa. Ten¨ªa fiebre y tos seca. Pensaron que era sarampi¨®n. Adem¨¢s del coronavirus, Ciudad de M¨¦xico sufre una epidemia de sarampi¨®n, una enfermedad que se pensaba erradicada. Les mandaron encerrarse en casa y volver en 15 d¨ªas si los s¨ªntomas persist¨ªan. ¡°Me dijeron que si segu¨ªa con calentura, lo trajera. Pero que entr¨¢ramos por la puerta del estacionamiento¡±.

Ver¨®nica y sus hijos, en casa de una vecina en Peralvillo, 22.
Ver¨®nica y sus hijos, en casa de una vecina en Peralvillo, 22. Monica Gonzalez (EL PAIS)

Por suerte, los s¨ªntomas desaparecieron y hoy finalmente han salido los cuatro de casa, Ver¨®nica, su esposo y los dos ni?os. ¡°Yo ahorita me voy y no regreso en 15 d¨ªas¡±, dice, justificando su salida. ¡°Es que, ?qu¨¦ pasa? Que la gente se aburre y sale¡±.

La convivencia ha sido complicada para Ver¨®nica. Acostumbrada a tener las ma?anas para ella, no le gustaba ver en casa a todo el mundo. Pero tampoco sent¨ªa que pudiera quejarse. As¨ª que limpiaba, cocinaba, esquivaba piernas, brazos y arrebatos adolescentes. ¡°A la semana yo ya explot¨¦, porque adem¨¢s mi marido es hipertenso y tiene ataques de ansiedad¡±. No es que su marido sufriera un ataque la semana pasada, es que a ella le estresaba que pudiera sufrirlo. As¨ª que un d¨ªa, harta, se sent¨® en la mesa de la cocina y solloz¨®.

Desde entonces, el marido y los hijos le ayudan m¨¢s. El marido es trabajador social en una c¨¢rcel de la ciudad, pero ahora est¨¢ de baja por los ataques de ansiedad. La semana pasada fue su cumplea?os, cumpli¨® 49. La hermana de Ver¨®nica les mand¨® una pizza hawaiana para celebrar.

Ver¨®nica y familia no han venido al rosario. De hecho, Ver¨®nica no recuerda demasiado de Araceli, aunque es verdad que ella hace a?os que no vive aqu¨ª. S¨ª sabe algo. ¡°Mi pap¨¢ tambi¨¦n era diab¨¦tico. De hecho, ¨¦l muri¨® de insuficiencia renal. Muy joven, a los 46¡±. Antes que el nuevo coronavirus, los mexicanos conocen a la vieja diabetes. Y tampoco le prestan mucha atenci¨®n. Se calcula que en M¨¦xico aproximadamente 13 millones de habitantes padecen diabetes (es el sexto pa¨ªs en el mundo con mayor cantidad de casos) y que m¨¢s de 100.000 mueren cada a?o a causa de ella.

El segundo piso

Araceli Figueroa muri¨® a los 65 a?os de insuficiencia renal por a?os de no tratarse la diabetes. Los que la conocieron dicen que era una gran vendedora. Que en los ¨²ltimos a?os compraba y vend¨ªa discos en blanco al por mayor, fundas para discos, estuches. Que ¡°sab¨ªa mucho de carros¡± porque hab¨ªa trabajado como secretaria en tiendas de refacciones de carros Volkswagen y Renault, en Tlalnepantla. Que sus especialidades eran la cochinita y el pozole rojo con carne de puerco. Que la ¨²ltima vez que cocin¨® fue a finales de marzo.

Su muerte podr¨ªa haber sido causada por covid-19, pudo contagiarse en el hospital general en su ¨²ltima estad¨ªa a finales de marzo. Pero no. Su muerte, como otras miles hasta hace pocos meses, fue una muerte m¨¢s. No dej¨® ninguna moraleja, sino apenas la confirmaci¨®n de una realidad: en muchas partes de M¨¦xico, la vida es colectiva de la cuna a la tumba. Desobedecer la distancia social no es una cuesti¨®n de indolencia o de rebeld¨ªa. Es una forma de supervivencia.

Muchos chilangos recuerdan que, frente a las tragedias colectivas como los terremotos, fueron los esfuerzos y la solidaridad comunitaria los que han permitido que la vida siga. Resulta complicado que, en una vecindad, los residentes entiendan ahora que unirse frente a la adversidad puede ser motivo de riesgo y no de salvaci¨®n y regocijo.

Los nueve d¨ªas que duraron los rosarios por Araceli, el cielo de la colonia Morelos fue un mosaico de nubes grises y papalotes de colores. Vecinos del barrio sub¨ªan a las azoteas y los volaban, aprovechando los vientos fuertes de abril. En la vecindad, el patio se llenaba de gente que rezaba durante una hora. Si llov¨ªa, todos corr¨ªan a la escalera del edificio que hay frente a la entrada, entre las puertas de Minerva, que vive en el primero, y Chari y Luis, que viven en el segundo.

A la izquierda, Mayra con su beb¨¦, Noa. A la derecha, un papalote vuela en la colonia Morelos.
A la izquierda, Mayra con su beb¨¦, Noa. A la derecha, un papalote vuela en la colonia Morelos.Monica Gonz¨¢lez

Una de las ¨²ltimas tardes llovi¨®. Los vecinos ocupaban la escalera y entraban y sal¨ªan de las casas. En la sala de Chari y Luis, en el primer piso, su nieto Noa estaba con su mam¨¢ en el sof¨¢, que se llama Mayra y es conocida en el barrio por su activismo. Mayra habla fuerte, de manera resuelta. Todo lo que dice parece definitivo. Aquella tarde, ella dec¨ªa que esto ¡ªla vecindad¡ª ¡°es como una mansi¨®n grandota¡±. Tambi¨¦n dijo que su casa en realidad empieza en la puerta de la vecindad, no en su puerta.

Esa tarde, las vecinas que entraban y sal¨ªan agarraban a Noa y se lo pasaban en brazos; el beb¨¦, que naci¨® cuando apenas llevaba seis meses en la barriga de su mam¨¢, lo aceptaba sin protestar. Mayra sabe de cuarentenas porque pas¨® m¨¢s de un mes aislada cuando naci¨® su hijo. Aquella tarde, cada vez que Noa pasaba de unos brazos a otros, su cara reflejaba cierto miedo, enfado. Ella, que cada cinco minutos se pone gel bacterial en las manos. Sin embargo, no le dijo nada a nadie. A los 20 minutos dej¨® de llover y la escalera se vaci¨®. Noa no tard¨® en dormirse. El cielo estaba ya oscuro y los papalotes hab¨ªan dejado de volar.

Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de M¨¦xico desde 2015. Cubre el ¨¢rea de interior, con atenci¨®n a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. Tambi¨¦n escribe de arqueolog¨ªa, antropolog¨ªa e historia. Ferri es autor de Narcoam¨¦rica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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