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La resistencia del r¨ªo Mocor¨®n

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Ilustraci¨®n: Law Mart¨ªnez

La resistencia del r¨ªo Mocor¨®n

Frente a la devastaci¨®n de los invasores, un grupo de miskitos organiza la resistencia para defender su selva

Juan Mart¨ªnez d?Aubuisson
Moskitia (Honduras) -

En el pueblo de Mocor¨®n, una aldea habitada por aproximadamente 500 ind¨ªgenas miskitos, ubicado en las profundidades de la Moskitia, la gran selva hondure?a en el departamento de Gracias a Dios, que colinda con la frontera con Nicaragua, se re¨²nen m¨¢s de 60 l¨ªderes y representantes miskitos en una iglesia cat¨®lica.

La reuni¨®n la convoca el sacerdote Enrique Alargada, un espa?ol valenciano menudo y de hablar pausado, arriba de la cincuentena, que vive ac¨¢ desde hace m¨¢s de 20 a?os. El evento tiene un nombre anodino, uno que no despertar¨ªa sospechas ni levantar¨ªa la suspicacia de quien no debiera. Es la ¡°reuni¨®n anual de la pastoral del medio ambiente¡±.

Para asistir al encuentro, m¨¢s de 50 representantes de los diferentes entes sociales miskitos recorrieron la selva durante d¨ªas, incluidos dirigentes del pueblo de Limitara, cerca de la frontera con Nicaragua; y de la asociaci¨®n de mujeres Miskitas que iniciaron su recorrido desde Puerto Lempira, la capital de Gracias a Dios. Est¨¢n tambi¨¦n las mujeres del caser¨ªo Mavita, quienes han logrado proteger a la guara roja de su extinci¨®n por la caza furtiva; los consejos territoriales, encargados de la defensa de la tierra miskita, y al menos otras dos decenas de representantes de pueblos miskitos. En definitiva, est¨¢ ac¨¢ bien representado el pueblo miskito: desde las comunidades de la costa y las lagunas hasta las aldeas de la monta?a.

Ac¨¢, bajo el refugio simb¨®lico de la iglesia, estos l¨ªderes discuten sobre las estrategias para salvar su selva de la voracidad de ¡°los terceros¡±, nombre con el que llaman a los for¨¢neos, los extranjeros. Los terceros a los que se refieren hoy tienen dos singularidades: la primera es que est¨¢n invadiendo y destruyendo la selva miskita, la segunda es que est¨¢n vinculados a narcotraficantes.

Una aldea se prepara para pelear

El padre Alargada abre la reuni¨®n con una misa. Habla perfecto miskito, pero al final de la homil¨ªa habla en espa?ol. Les dice que los miskitos son como un pueblo b¨ªblico, al que Dios les prometi¨® una tierra y les encomend¨® cuidarla.

¡°Si perdemos esta tierra, si permitimos que nos la quiten, en el futuro dir¨¢n: qu¨¦ pueblo m¨¢s tonto el miskito, se dejaron quitar la tierra y las riquezas que Dios les dio¡±, predica.

Uno a uno van pasando hombres y mujeres y les cuentan a los dem¨¢s lo que pasa en sus territorios. Casi todos hablan de cientos de hect¨¢reas destrozadas, de tierras vendidas ilegalmente e invadidas por las cuales ya no pueden transitar. Otros cuentan c¨®mo fueron sacados a balazos de la misma selva donde cazaron y sembraron sus abuelos y los abuelos de estos.

Despu¨¦s, un hombre joven pide la palabra. Es grande, con brazos gruesos que brillan de sudor. Lleva en la cara la expresi¨®n del guerrero y camina hacia el altar de la iglesia como si se dirigiera a un ring de boxeo. No viste las ropas campesinas, de trabajo, que usan los dem¨¢s. ?l lleva camisa negra, tenis y jeans.

?l es miskito, pero no hace parte de ninguna de las formas de organizaci¨®n que hoy se re¨²nen. Ha sido militar y, seg¨²n sus palabras, est¨¢ ac¨¢ para organizar la lucha contra los terceros.

Casi todos lo conocen y lo respetan. Su nombre se ha vuelto popular en la selva, entre miskitos y entre terceros, pero en un af¨¢n de no ser yo quien termine de colocar la diana sobre su espalda, le llamar¨¦ con otro nombre, Miskut, como el h¨¦roe mitol¨®gico de los miskitos. El hombre es, en t¨¦rminos sencillos, un caudillo.

¡°He venido a mostrarles, no a decirles¡±, empieza mientras presenta un show de diapositivas. Les cuenta que, junto con los ancianos del pueblo de Mocor¨®n, lugar de la reuni¨®n, han hecho ya dos incursiones en lo profundo de la selva, desde Wisplini hasta el Mavita,¡± dice, haciendo referencia a un pueblo a m¨¢s de 150 kil¨®metros de distancia de la reuni¨®n.

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La resistencia del r¨ªo Mocor¨®n de JUAN MART?NEZ D?AUBUISSON.
Casas de la aldea Mocor¨®n (Honduras).EL PA?S

Mientras Miskut habla, un proyector tira su luz azulosa sobre la pared de la iglesia donde yace sangrante e inm¨®vil Jes¨²s crucificado. Va mostrando videos y fotos apocal¨ªpticas: cientos de ¨¢rboles muertos, interminables llanuras carbonizadas donde antes revoloteaba la vida. Un murmullo de indignaci¨®n recorre la iglesia cuando muestra lo que fue un bosque de caobas, el ¨¢rbol sagrado de la cultura miskita, del que construyen sus cayucos y caba?as. Todo muerto, todo en el suelo. Dice que los terceros, depredan grandes extensiones de tierra con el af¨¢n de adue?arse de la Moskitia hect¨¢rea por hect¨¢rea.

¡°Ni siquiera se llevan toda la madera, dejan la caoba podrirse en el suelo¡±, dice Miskut y el murmullo se ha vuelto algo dif¨ªcil de descifrar, un sonido colectivo entre el lamento y la protesta.

Miskut no parece querer guardarse nada. Se?ala con el dedo a los representantes del instituto forestal, el ¨²nico ente estatal representado en esta reuni¨®n, y les llama in¨²tiles. Les acusa de c¨®mplices del apocalipsis por no denunciar, por tibios. Se?ala a dos mujeres representantes de un conjunto de organizaciones no gubernamentales (ONG) y dice: ¡°Las ONG vienen a darnos talleres, a decirnos c¨®mo cultivar sin da?ar la selva y el ecosistema. A decirnos que hagamos huertos caseros para tener comida, y dejar la monta?a. ?Nosotros ya sabemos c¨®mo hacer eso, nosotros hemos cuidado esta selva por m¨¢s de 500 a?os! ?Por qu¨¦ no nos ayudan mejor a detener a los terceros, que destruyen cientos de hect¨¢reas en un d¨ªa?¡±

Miskut tiene, pero no necesita micr¨®fono. Las funcionarias a las que se refiri¨® est¨¢n en primera fila, bajan el rostro y sobre sus espaldas se recuestan las miradas reprochantes del pueblo miskito.

Las im¨¢genes siguen saliendo, una tras otra: decenas de videos que muestran desierto donde antes hab¨ªa vida. Miskut sigue hablando, los videos avanzando, los murmullos del pueblo miskito ya se mezclan con sus palabras. Una anciana se lamenta, como llorando, y las funcionarias y representantes de las ONG ven la salida de la iglesia como dese¨¢ndola.

¡°Tambi¨¦n hay traidores entre nosotros¡±, dice, y se?ala con un dedo rotundo a Maximiliano, otro nombre que cambi¨¦ por su protecci¨®n. Un hombre de unos 40 a?os, fibroso como todos por ac¨¢. ¡°?l ha estado trabajando para los terceros, ha estado talando selva en el lado de Wisplini, y de Mavita. Tengo las pruebas, ¨¦l trabaja para ellos¡±, denuncia.

La multitud se revuelve, ya es dif¨ªcil controlarlos, y empiezan los primeros gritos. Luego, Miskut dice que todos corren riesgo, que Maximiliano es una especie de esp¨ªa y que eso pone en riesgo la vida de todos los presentes. Decir esto en un lugar donde los l¨ªderes, los que quedan, han recibido amenazas y disparos de los terceros, de hecho, pone en riesgo la vida del mismo Maximiliano.

Miskut suelta el micr¨®fono y dirige su cuerpo fuerte y sus pasos militares hacia afuera. Pasa al lado de Maximiliano y lo mira a la cara, con la furia de un jaguar, luego sale.

Maximiliano tiembla, los nervios lo hacen tartamudear. Toma la palabra, agarra el micr¨®fono y pide perd¨®n, dice que nadie es perfecto, que si hay alguien libre de pecado, que tire la primera piedra. Mientras habla, un abucheo comunitario le ahoga las palabras. Sigue y habla de todo lo que no tiene: dinero, comida, trabajo, y ayuda. Y luego de todo lo que s¨ª tiene, hijos y hambre.

Pero esto no cala ac¨¢. Los presentes tambi¨¦n tienen hambre e hijos. As¨ª que la iglesia comienza a vaciarse y afuera, alrededor de Miskut, se arma un revuelo de miskitos que gritan, enfurecidos. Tal como se ven las cosas, parece que Maximiliano no saldr¨¢ bien de esta.

El padre Alargada toma el micr¨®fono y enfr¨ªa las cosas. Los miskitos, los que quedan en la iglesia, se calman. Luego suelta una frase, una de esas que vuelven a la gente celebre: ¡°Hay que ver realmente a qui¨¦n se est¨¢ sirviendo, si queremos servir al cuidado de nuestra tierra, de nuestros hijos y de su futuro, no podemos servir tambi¨¦n a quienes lo destruyen. Si queremos servir a nuestro pueblo y al pueblo de la Moskitia¡­ no podemos servir a dos se?ores¡±.

Afuera el revuelo es fuerte. Maximiliano sale por otra puerta y se refugia en una iglesia evang¨¦lica a dos cuadras. Luego huye del pueblo. En esta historia, Miskut y Maximiliano se volver¨¢n a encontrar. Pero para eso faltan tres d¨ªas.

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Ni?os ind¨ªgenas miskitos recorren las calles de la aldea.EL PA?S

La cacer¨ªa

Son las nueve de la ma?ana, en la madrugada cay¨® una capa de roc¨ªo y el pueblo de Mocor¨®n se ha despertado con olor a hierba h¨²meda, a tierra mojada. Han pasado dos d¨ªas desde la reuni¨®n en la iglesia y un grupo de ind¨ªgenas miskitos se preparan para salir a la selva a cazar. Esta vez las presas son otras personas. Van a cazar terceros.

Antes de salir comen platos de arroz y yuca hervida que un grupo de mujeres del pueblo han preparado para los cazadores.

Es un grupo de 16 personas. La mitad son soldados del ej¨¦rcito hondure?o del quinto batall¨®n. Est¨¢n ac¨¢ por un convenio entre las Fuerzas Armadas hondure?as y las comunidades ind¨ªgenas de la Moskita. Es una de las pocas expresiones de apoyo que han recibido despu¨¦s de tantas cartas y peticiones. El Gobierno env¨ªa cada cierto tiempo a una cuadrilla de soldados a patrullar por la selva y con esto afirman que est¨¢n activamente luchando contra la deforestaci¨®n y el narcotr¨¢fico.

Sin embargo, el Gobierno no tom¨® en cuenta que estos soldados son todos Miskitos y creen, igual que todos por ac¨¢, que si no detienen la matanza de ¨¢rboles, su familia y su descendencia tendr¨¢n un futuro muy complicado. Por eso hoy apuran el arroz y la yuca para salir temprano y poder cazar con luz de d¨ªa.

Es Miskut quien organiza esto, es ¨¦l quien ha organizado a los miskitos civiles, y fue ¨¦l quien, aprovechando la existencia de un convenio, persuadi¨® a los soldados de acompa?arle. Miskitos con uniforme y miskitos sin ¨¦l siguen las ¨®rdenes del caudillo Miskut.

Les da una arenga fuerte en miskito, su lengua materna, mueve las manos y los brazos con bravura y les llama valientes a estos hombres por lo que se disponen a hacer. Les dice que del ¨¦xito de estas misiones depende el futuro del pueblo miskito.

Con el grupo viaja tambi¨¦n un miembro del consejo de ancianos del pueblo Mocor¨®n. Se llama Abraham, tiene 74 a?os y camina por la selva como caminar¨ªan las rocas si pudieran. Es duro, seco y compacto. Camina sin resollar y apenas suda. Rechaza en¨¦rgico cuando le tienden una mano para subir una colina y saltar desde una pendiente.

Salimos a pie, en fila militar. Son casi las diez cuando cruzamos el r¨ªo Mocor¨®n. Sus aguas son claras y se puede ver en el fondo una cama de hojas y ramas. Hoy est¨¢ manso porque es verano, la temporada m¨¢s seca del a?o. Este mes, mayo, se espera que lleguen las primeras lluvias a aliviar la sed de los cultivos, los pastos y a engordar el cauce del r¨ªo, que cada invierno se engorda menos.

Los soldados miskitos lo cruzan en cayuco para no mojar los rifles M-16. Yo voy con este grupo, los dem¨¢s lo cruzan a nado. Cada uno carga un aproximado de 40 kilos sobre sus espaldas compuestos por arroz, yuca, y una gran olla de aluminio que se turnan. Lo atraviesan como pasar un charco. Esta es la l¨ªnea de salida. Desde ac¨¢, lejos de sus hogares, comienza la misi¨®n.

El anciano Abraham saca una biblia y les hace formar un c¨ªrculo, lee con dificultad el salmo 91 en espa?ol: ¡°Mi Dios, en quien confiar¨¦. ?l te librar¨¢ del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrir¨¢ (¡­) caer¨¢n a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegar¨¢¡±.

Luego comienza una dura caminata por la selva virgen que durar¨¢ cinco d¨ªas. Los miskitos, soldados y civiles, aprietan el paso. Quieren llegar por la tarde al primer punto donde creen que hay terceros tumbando la selva. Conocen esta tierra, sus padres y sus abuelos cazaron ac¨¢, pero aquellas eran presas menos peligrosas.

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R¨ªo en el pueblo de Mocor¨®n.EL PA?S

El grupo de Miskitos avanza por la selva a paso r¨¢pido, es casi imposible seguirles el ritmo. La idea es encontrar los descombros de selva, amedrentar a los terceros y tomar registro en foto y video, no solo del paisaje marciano que queda despu¨¦s de la tala, sino del rostro de las personas que lo hacen.

En las dos ocasiones anteriores que salieron, a inicios del 2023, con esta misma misi¨®n, rodearon a varios de los invasores. Uno se hab¨ªa apoderado de 600 hect¨¢reas (m¨¢s de 800 campos de f¨²tbol), otro de 500 hect¨¢reas. Pero en los videos se ven a hombres pobres, viviendo en casas muy parecidas a las de los miskitos.

Los ind¨ªgenas elaboran teor¨ªas sobre estos reci¨¦n llegados, los asocian con los traficantes porque los han visto trabajar juntos, pero nada m¨¢s. Un alto mando de la polic¨ªa hondure?a con quien hablamos bajo acuerdo de anonimato afirma que la estrategia para invadir las tierras es sencilla: env¨ªan a grupos de colonos a tomarse grandes extensiones de tierra, les dan las herramientas necesarias para expulsar de ah¨ª a los ind¨ªgenas y luego, cuando ya han ocupado la tierra, la venden a los narcotraficantes o a prestanombres de su n¨®mina. Este sencillo modus operandi de los traficantes de la Moskitia se refleja tambi¨¦n en los documentos oficiales de dos grandes operaciones antidrogas realizadas en la Moskitia por la Agencia T¨¦cnica de Investigaci¨®n Criminal (ATIC), y la Fiscal¨ªa hondure?a, Estegia I y Estegia II, a los que tuvimos acceso.

En la incursi¨®n anterior, en marzo de este mismo a?o, la tropa de Miskut y Abraham se enfrent¨® a un grupo de terceros, y pudieron capturar a dos de ellos. Les quitaron sus rifles y los amarraron.

Testigos que estaban ah¨ª y eran parte de la tropa me contaron que Abraham les dio patadas y les peg¨® con un palo mientras les hac¨ªa se?alar en un mapa los puntos donde se destruye la selva. Pero al siguiente d¨ªa, luego de amenazarles, los soltaron. Ahora el pueblo miskito tiene dos enemigos m¨¢s.

Seguimos avanzando. La selva es buena para quienes la conocen y es hostil para el for¨¢neo, para el tercero. Entramos a una zona donde crecen unas matas malvadas que clavan sus peque?as espinas en la piel de quien las roce y hay que esperar que el cuerpo las rechace y salgan solas, causando mucho dolor. Contrario del imaginario colectivo, la selva no ofrece fuentes de comida. Es muy raro encontrar ¨¢rboles frutales y cazar un animal es una tarea compleja que depender¨¢ de ser m¨¢s listo y m¨¢s fuerte que ¨¦l. Es como un desierto verde. Mientras marchamos, las r¨¢fagas repentinas de viento revuelven las copas de los inmensos ¨¢rboles donde los p¨¢jaros y los monos nos ven pasar, desde sus butacas de ramas.

Es media tarde. Las ramas de los ¨¢rboles detienen la luz y la selva se vuelve oscura. Entramos a una zona llena de barro movedizo, donde el pie del inexperto se va hundiendo lento mientras el lodo te ahoga y te pierde para siempre en las entra?as de la selva. M¨¢s de una vez la mano de Miskut me alz¨® como a un ni?o de entre las garras del lodo. Mi presencia solo retrasa a la tropa. Cada error m¨ªo son valiosos minutos perdidos. El sonido de mis botas en las rocas y el tintineo de mi mochila terminar¨¢ delatando nuestra posici¨®n, si no lo ha hecho ya. Miskut me dice que ¨¦l y yo regresaremos a Mocor¨®n. Le obedezco sin chistar.

El viejo Abraham guiar¨¢ a la tropa en su b¨²squeda de enemigos. Creo, adem¨¢s, que no quieren cazar frente a los ojos de un extra?o, frente a los ojos de un tercero.

En busca de aliados

Miskut tiene una misi¨®n importante que hacer. Pero es una misi¨®n arriesgada y secreta. Debe hablar con los ancianos de otra aldea lejana, una aldea cuyo l¨ªder, despu¨¦s de haber boicoteado la tala ilegal de pinos, fue emboscado por un grupo de sicarios. Sobrevivi¨®, pero, despu¨¦s de ese evento, ¨¦l, el grupo de ancianos y los l¨ªderes j¨®venes de ese lugar han decidido atrincherarse en su aldea. No hay se?al telef¨®nica y la ¨²nica forma de buscarlos y sumarlos a la guerra por la selva es ir y convencerlos.

Miskut me dejar¨¢ acompa?arle, a cambio de comprarle algo que a estas alturas de la selva se ha vuelto casi un tesoro: gasolina. La ¨²nica forma de ir es en su moto. Es un camino dise?ado por los pies de los miskitos que lo han transitado durante d¨¦cadas, quiz¨¢ cientos de a?os. Miskut me pide no avisar a nadie pues debemos evitar una emboscada.

Pero nadie compra gasolina para quedarse en el pueblo. ¡°Los se?ores tienen orejas por todos lados¡±, nos hab¨ªa advertido ya uno de los ancianos, refiri¨¦ndose a los informantes locales de los traficantes. Y es cierto, las tienen. Al siguiente d¨ªa lo descubrir¨ªamos. Nuestra presencia ac¨¢ no ha pasado desapercibida. Hace cuatro d¨ªas, mientras habl¨¢bamos en la noche con un grupo de ancianos llegados a la reuni¨®n desde Limitara, descubrimos que est¨¢bamos siendo espiados por un muchacho. Nadie de ah¨ª lo conoc¨ªa y cuando le preguntamos qui¨¦n era y por qu¨¦ nos escuchaba a hurtadillas, corri¨®. Lo seguimos, pero se disolvi¨® en la selva, como un fantasma.

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Dos ind¨ªgenas miskitos pescan en el r¨ªo de Mocor¨®n.EL PA?S

Salimos con Miskut por el lado de atr¨¢s del pueblo lo m¨¢s sigilosos que podemos y tomamos un camino en desuso, m¨¢s largo, pero m¨¢s seguro.

La moto es grande, con llantas especiales para terracer¨ªa. Miskut la maneja como una extensi¨®n m¨¢s de su cuerpo y alcanza velocidades de 80 kil¨®metros por hora. Lleva un rev¨®lver calibre .38, pero no es una garant¨ªa eficiente de seguridad. Aunque es un calibre fuerte, solo le caben seis tiros y debe usar sus dos manos para manejar.

A medida que avanzamos, el paisaje se va convirtiendo de selva h¨²meda a bosque de con¨ªferas, con imponentes pinos y pastizales que trepan hasta lo alto de las monta?as y los cerros. Los pinos se extienden hasta donde se pierde la vista. Si no fuera por el delgado sendero por donde nos movemos, parecer¨ªa que jam¨¢s nadie ha estado ac¨¢. Todo est¨¢ en el desorden propio de la naturaleza, es como transitar por un mundo sin estrenar.

A las dos horas de viaje llegamos a un sendero m¨¢s grande. Miskut detiene la moto frente a una tosca cruz de cemento.

¡°Este es el lugar donde mataron a Osvaldo Jacobo¡±, dice, vi¨¦ndola fijamente. Osvaldo fue de los primeros defensores ambientales de la Moskitia. Era bi¨®logo y cre¨®, ante la inminente destrucci¨®n de la selva a finales de los 90, la primera organizaci¨®n miskita con el fin de defender la Moskitia y todo lo que contiene, miskitos incluidos.

Flor Jacobo sostiene una fotograf¨ªa de Oswaldo Jacobo.
Flor Jacobo sostiene una fotograf¨ªa de Oswaldo Jacobo.EL PA?S

¡°A Osvaldo hubo que levantarlo con pala¡±, me hab¨ªa dicho su hermana hace unos d¨ªas. Como cuenta su familia y sus vecinos, el 27 de diciembre del 2000, Osvaldo detuvo su motocicleta porque le explot¨® una llanta. Mientras trataba de enmendarla apreci¨® una camioneta lo arroll¨® varias veces en este lugar hasta dejar ¨²nicamente una masa indistinguible que los buitres comieron durante d¨ªas, una masa que, efectivamente, sus familiares tuvieron que recoger con pala, para meterlo en bolsas pl¨¢sticas y poder darle sepultura en el pueblo de Mocor¨®n.

Osvaldo ya hab¨ªa recibido amenazas por obstaculizar la tala de ¨¢rboles y obstruir el poder de los narcotraficantes. Empez¨® a organizar a los miskitos y busc¨® una serie de alianzas con organizaciones de la capital. Ese d¨ªa se dirig¨ªa a Mavita, la misma aldea donde ahora vamos nosotros, a hacer algo muy parecido: hablar con los miskitos m¨¢s respetados y temidos de la selva, los Lakut.

Miskut hizo esta cruz de cemento con sus manos en un homenaje a Osvaldo. Cree que ¨¦l terminar¨¢ igual. El destino dir¨¢ si cuando muera alguien tambi¨¦n har¨¢ una cruz de cemento en su honor. Volvemos a la moto, faltan varias horas para llegar a nuestro destino.

Est¨¢ muriendo la tarde cuando cruzamos el peque?o r¨ªo que separa a la aldea de Mavita del resto de la Moskitia. El bosque se detiene y comienza un inmenso jard¨ªn. Entramos a territorio Lakut.

El ruido de nuestra moto rompe la paz de la aldea y hace que se levante un torbellino de alas de colores. Es como haber espantado un arco¨ªris. Son decenas de guaras rojas que viven ac¨¢ protegidas por la familia Lakut, los fundadores y guardianes de este pedazo de para¨ªso.

No es una aldea grande. Los locales me dicen que el abuelo Lakut lleg¨® a estas tierras, apenas pobladas por los pinos y las guaras, a final de los a?os 50. Conoci¨® este lugar mientras era soldado y peleaba en la ef¨ªmera y desnutrida guerra entre Honduras y Nicaragua por el control de la Moskitia. Luego regres¨® y fund¨® una casa y tuvo hijos, sus hijos buscaron parejas y sus hijas recibieron maridos y la aldea hoy tiene m¨¢s de 200 habitantes que subsisten como lo hac¨ªan los humanos de esta regi¨®n hace tres mil a?os. Siembran yuca, ma¨ªz y frijol. Complementan su dieta con pescados y caza silvestre.

Pero lo que vuelve a esta aldea un lugar ¨²nico en toda la Moskitia es que junto a los Lakut viven las guaras rojas. La idea de salvar a esta especie naci¨® en Rus Rus, un pueblo vecino. Ah¨ª un hombre, Tom¨¢s Manzanares, empez¨® a criarlas y cuidar sus nidos. Pero para cuidar los nidos es necesario cuidar el ¨¢rbol que les alberga, y resulta que ese ¨¢rbol vale dinero. A diferencia que en otros lugares de la selva, en esta zona los traficantes s¨ª tienen instalado un sistema para talar los pinos y venderlos en Nicaragua o en Olancho. Como negocio extra, los taladores tambi¨¦n venden las guaras y sus polluelos a otros traficantes que a su vez los llevan a Colombia y a Jamaica.

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Un casquillo de bala encontrado en el pueblo de Mocor¨®n.EL PA?S

La norma parece ser que, si algo vale dinero en la Moskitia, tarde o temprano llegar¨¢n los terceros. A Manzanares, defender las guaras le cost¨® caro. En 2011 unos terceros le asestaron cuatro balazos que le postraron en cama durante cuatro meses.

Con Manzanares fuera del camino, las guaras fueron capturadas y vendidas y los ¨¢rboles donde hacen sus nidos talados y vendidos. La suerte parec¨ªa echada para aquellos animales. Entonces, Manzanares decidi¨® lo mismo que ahora decide Miskut: buscar el apoyo de los Lakut. Habl¨® en 2011 con el consejo de ancianos de esa familia y pidi¨® refugio para los pocos espec¨ªmenes que sobrevivieron a la matanza y la venta.

Los ancianos Lakut decidieron darles refugio a las guaras y desde ese d¨ªa viven entre ellos, se alimentan de frijol, arroz y yuca, lo mismo que los Lakut, y tienen sus nidos en los ¨¢rboles que esta familia protege. As¨ª fue c¨®mo las abuelas y las madres de las guaras que hoy revolotean a nuestro alrededor llegaron hasta ac¨¢. Pero las guaras y los pinos donde ellas hacen sus nidos siguen valiendo plata, y en esta selva, como en una f¨®rmula muy rara de alquimia, la plata atrae al plomo.

Los guerreros Lakut

Santiago Lakut es jefe del consejo de ancianos de la aldea Mavita. Es un hombre fuerte, entrado en la cincuentena y su piel es oscura como un ¨¢rb¨®l de ¨¦bano.

Santiago, al igual que su abuelo, fundador de la aldea de Mavita, sabe de guerras. Pele¨® en los a?os 80 en Nicaragua de lado de los contras, una guerrilla financiada por el Gobierno de Estados Unidos que pretend¨ªa derrocar el r¨¦gimen socialista de los sandinistas. Este conocimiento b¨¦lico y las armas de las que dispone su familia es lo que lo vuelve tan imprescindible en la lucha contra los terceros.

Me muestra un tiro capturado en la parte baja del parabrisas de su camioneta.

¡°Yo iba con mi hijo, cuando de repente empezamos a escuchar los balazos. Eran dos. ¡®Pap¨¢ qu¨¦ es eso¡¯, me dijo mi hijo, ¡®son balazos, ag¨¢chate¡¯, le dije, y me vine sin paradas hasta ac¨¢¡±, cuenta Santiago.

Es de noche. Los Lakut nos han dado de cenar lo mismo que a sus guaras: arroz y frijoles. Santiago y los dem¨¢s ancianos nos reciben a Miskut y a m¨ª en una parte alejada de la aldea ya entrada la noche. Sobre unos tablones de pino, y mientras unos zancudos de tama?o jur¨¢sico drenan nuestra sangre, le piden a Miskut que suelte las palabras que trajo hasta ac¨¢.

Miskut saluda con respeto a los tres ancianos y, antes de hablar, hace alusi¨®n a que, aunque de forma remota, ¨¦l lleva tambi¨¦n el apellido Lakut en su nombre. Luego me pide disculpas, hablar¨¢ en miskito con los ancianos. Lo que sea que les dir¨¢ necesita intimidad. Hablan por m¨¢s de una hora, a veces con el tono suave y armonioso de su idioma, a veces con espavientos y palabrotas robadas del espa?ol o el ingl¨¦s. Santiago y los ancianos se niegan a lo que sea que Miskut les pide. Miskut insiste, ellos menean la cabeza y fruncen el ce?o, se miran entre s¨ª, muy preocupados. Dicen que no.

Despu¨¦s de un tiempo en donde aquella discusi¨®n parece haber llegado a punto muerto. Miskut, h¨¢bil para persuadir, saca un arma poderosa: su tel¨¦fono. Y una a una les va ense?ando las fotos que tom¨® en las dos incursiones pasadas. Cientos de caobas taladas, pudri¨¦ndose en el piso, animales carbonizados en el suelo, v¨ªctimas del fuego de los terceros, videos donde algunos trabajadores, capturados por la tropa de miskitos que Miskut organiz¨®, admiten haber talado en semanas recientes entre 400 y 600 hect¨¢reas de bosque para meter ganado. Hay tristeza en la mirada de los Lakut.

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Un hombre muestra una foto de un cayuco en Mocor¨®n.EL PA?S

Les muestra el poco caudal del r¨ªo Mocor¨®n, en donde antes hab¨ªa que batallar para no naufragar en los cayucos, ahora hay que hacer un esfuerzo por no encallar. Les recuerda que, si el bosque muere, los r¨ªos se secar¨¢n, y que si esto sucede, cada aldea quedar¨¢ incomunicada, pues, ya no ser¨¢n transitables en cayucos. Entonces s¨ª, cada aldea deber¨¢ entenderse con los terceros en soledad. Incluso los bravos Lakut se ver¨¢n superados en alg¨²n momento.

Los Lakut ven aquello en silencio, anonadados, se le acercan al tel¨¦fono de Miskut como quien se acerca a una fogata nocturna y apuntan con el dedo. Piden ver el mapa que Miskut ha hecho con georreferencia de los lugares donde se concentran los terceros. Ya no se est¨¢n informando, est¨¢n planificando. La tristeza se convirti¨® en otra cosa.

Es entrada la noche y vuelven, por fin, al espa?ol. Me dicen que est¨¢n dispuestos a agotar las v¨ªas pac¨ªficas para expulsar a los terceros de la selva, van a presionar al Gobierno para que haga el proceso de ¡°saneamiento¡± de tierras que tanto han prometido, que consiste b¨¢sicamente en enviar militares a expulsar a los terceros. Pero que si esto falla no quedar¨¢ otra salida que pelear.

Una emboscada en la selva

A la ma?ana siguiente, la aldea se despierta con los gritos de las guaras. Una se asoma por la baranda de mi ventana y me grita, como pidi¨¦ndome algo. Afuera una mujer de la familia Lakut camina con dificultad cargando una enorme olla repleta de comida. Las guaras revolotean sobre ella dando estruendosos alaridos. De lejos parece una especie de diosa del color y de los animales que vuelan. Con un cuchar¨®n les sirve sobre una mesa arroz con frijoles, lo mismo que desayunar¨¢n ellos, y los animales hacen un remolino de plumas sobre aquella comida. Suenan como si se rieran.

Por la tarde, los Lakut les servir¨¢n otra olla del mismo men¨², de esta forma garantizan que las guaras se queden cerca de ellos, bajo su protecci¨®n, y no deban arriesgarse a buscar comida en donde puedan atraparlas. Si alg¨²n tercero se aventurara a cazar guaras o talar pino en los alrededores de Mavita, tendr¨ªa que enfrentarse a tiros con los Lakut, y esto es algo que, por el momento, no desean los traficantes.

Esta familia recibe alg¨²n apoyo de organizaciones internacionales de conservaci¨®n animal que les ayudan con dinero para poder mantener a las aves, pero no es suficiente y, sobre todo, no brindan ninguna ayuda a la hora de protegerles de la caza furtiva y la deforestaci¨®n. De no ser por esta familia, y antes por el valiente se?or Manzanares, no habr¨ªa m¨¢s guaras rojas en la selva.

Nos montamos en la moto nuevamente. Nos esperan varias horas de viaje por la selva. Los ancianos nos indican un camino olvidado, creen que por ah¨ª estaremos m¨¢s seguros. Encargan a uno de los adolescentes de la familia para que nos gu¨ªe y le entregan una escopeta y una moto. El muchacho nos lleva por un camino antiguo, hecho por los abuelos de tanto caminar por el mismo lugar. El muchacho nos saca del territorio de Mavita y le indica a Miskut por donde ir. A lo lejos se escucha a¨²n la risa de las guaras.

El camino es dif¨ªcil, debemos bajarnos cada cierto tiempo a ajustar la cadena de la moto que insiste en zafarse en cada tropez¨®n con una roca. La selva est¨¢ tranquila, apenas un viento tr¨¦mulo mueve algunas hojas y el canto de alg¨²n p¨¢jaro se escucha a lo lejos. Nos detenemos en Casa Sola, un peque?o caser¨ªo de tres casas donde vive una familia de terceros con quienes los Miskitos tienen buena relaci¨®n. Miskut se baja y saluda, quiere demostrarme algo.

¡°Nosotros no tenemos problema con que vengan a vivir ac¨¢. Ac¨¢ hay tierra. Siempre y cuando vivan como nosotros, que agarren una o dos hect¨¢reas y siembren para vivir. Nosotros les acogemos. Pero si quieren venir y talar 500 hect¨¢reas para un solo hombre y luego vender y luego expulsar a los miskitos¡­entonces no son bienvenidos¡±, me dice.

Tomamos el agua que nos ofrece una mujer silenciosa y volvemos a la moto.

No ha pasado ni una hora desde que salimos de Casa Sola cuando, de pronto, en medio de un camino ancho, aparece Maximiliano, el hombre que Miskut acus¨® en p¨²blico de ser traidor, junto con otros cinco hombres m¨¢s. Todos llevan machetes.

El miedo es cosa poderosa, hace en la cabeza juegos extra?os. En la m¨ªa, detiene el tiempo, me dilata las pupilas haci¨¦ndome ver todo mucho m¨¢s luminoso y mucho m¨¢s lento; seca mi boca y paraliza mis manos. El l¨ªder miskito se tensa, lo siento en sus hombros, y acelera la moto; emite una especie de gru?ido tenue, como un animal, y dice, m¨¢s para el aire que para m¨ª: ¡°No tiene los huevos, no tiene los huevos¡±.

USAR SOLO PARA EL REPORTAJE:
La resistencia del r¨ªo Mocor¨®n de JUAN MART?NEZ D?AUBUISSON.
Impactos de bala en una vivienda en el pueblo de Mocor¨®n.EL PA?S

No los tuvo. Se quedaron de una pieza cuando Miskut pas¨® como una bala por su costado. Quiz¨¢ esperaban a un tripulante y no a dos. Quiz¨¢ el mensaje de los famosos ¡°ojos y orejas¡± no fue preciso. No lo s¨¦, pero lo que sea que les haya detenido de atacar fue ef¨ªmero. Dos de ellos se suben a una moto y arrancan detr¨¢s de nosotros. Pienso que si la cadena se zafa, como lo ha venido haciendo todo el viaje, nos alcanzar¨¢n. Pienso en las seis balas del rev¨®lver de Miskut.

¡°No. No tiene los huevos. No¡±, repite Miskut como un mantra mientras acelera su moto por sobre barrancas y riachuelos.

La moto de los dos hombres es m¨¢s peque?a, la perdemos cada cierto tiempo, pero en las curvas o las ensenadas, donde a fuerza debemos ir m¨¢s despacio, les vemos aparecer a unos 60 metros detr¨¢s de nosotros. De pronto, entre la arbolada, se ve ya el humo de las cocinas de le?a de Mocor¨®n. Los hombres desisten. Mocor¨®n es territorio de la resistencia.

El destino incierto de la naci¨®n Miskita

La violencia casi nunca es ave de paso. Anida en los lugares y en los corazones de las personas por largo tiempo. A la Moskitia lleg¨® desde hace casi 30 a?os y todo indica que falta mucho tiempo para que se largue. Pero la violencia necesita dejar de ser idea y materializarse, necesita herramientas y no es juego de un solo jugador. Necesita tambi¨¦n organizaci¨®n y recursos. Los miskitos han aceptado la invitaci¨®n a la violencia, pero a¨²n no disponen de todo lo anterior para llevarla a cabo con eficiencia.

?C¨®mo se imagina usted la guerra contra los terceros, tienen ustedes ya un plan?, le pregunt¨¦ a Eusebio, uno del consejo de ancianos del pueblo de Mocor¨®n, una semana antes del viaje hacia Mavita.

Don Eusebio respondi¨® muy convencido. Me dijo que tienen arcos, flechas y lanzas. Cree que, tal como la punta de flecha entra en la carne de un venado, entrar¨¢ tambi¨¦n en la de un hombre.

En la aldea de Mavita, casi al final de nuestra larga conversaci¨®n, como largas suelen ser las pl¨¢ticas miskitas, pregunt¨¦ lo mismo a los ancianos lakut. Ellos s¨ª tienen armas de fuego, pero son pocas y en su mayor¨ªa se trata de escopetas calibre 12, un arma poderosa para cazar o para la defensa personal, pero poco o nada eficiente para un enfrentamiento contra los AR-15, los AK-47 y las granadas M67 de los terceros y los traficantes de coca¨ªna.

¡°Ellos tienen armas, es cierto, porque tienen m¨¢s dinero del narcotr¨¢fico. Pero nosotros tenemos fortalezas. Somos muchos y estamos organizados, conocemos la selva. Adem¨¢s, tenemos armas silenciosas, tenemos hondillas y flechas. ?Te mato sin ruido!¡±, dice H¨¦ctor, uno de los tres ancianos lakut.

Luego otro, impulsado por la euforia, dice: ¡°Tenemos sica¡±. Los dem¨¢s lo voltean a ver, como reproch¨¢ndole por revelar sus secretos. Pero despu¨¦s de un rato acceden a contarme de su arma secreta, con la que piensan enfrentar a los terceros.

¡°Sica es un rezo. Yo te hago sica, yo te duermo. O me hago invisible y te mato con pu?al, f¨¢cil¡±, dice Santiago, el jefe de los ancianos lakut.

Me revelan que el sica es una especie de hechizo que se expresa en varias formas. Uno debe decir las palabras correctas en el orden correcto y marcar una cruz en un lugar. El enemigo que pase por ese lugar se llenar¨¢ de odio, y llevar¨¢ ese odio hacia su casa, sembrar¨¢, pues, la discordia entre los suyos y se acabar¨¢n matando entre ellos. Seg¨²n estos miskitos, sirve tambi¨¦n para hacer al enemigo errar los disparos y encasquillar las armas de los invasores.

El arco y la flecha, concluye el doctor Antonio Rodr¨ªguez Hidalgo, una autoridad en cuanto al pasado reciente de la especie humana, y la mayor parte de la comunidad acad¨¦mica, se empez¨® a utilizar en el mesol¨ªtico, despu¨¦s de la ¨²ltima era del hielo, en casi todo el mundo, menos Australia. Su uso se populariz¨® entre las sociedades de cazadores recolectores hace unos 12.000 a?os. As¨ª que, si nos ponemos estrictos en t¨¦rminos de tecnolog¨ªa b¨¦lica, los terceros tienen una ventaja de 12.000 a?os con respecto a los miskitos. Es como si un pueblo del paleol¨ªtico se enfrentar¨¢ a un ej¨¦rcito moderno.

Cementerio del pueblo.
Cementerio del pueblo.EL PA?S

Los tiros ya suenan por ac¨¢. Se alojan en el carro de Santiago Lakut, en el cuerpo del bi¨®logo Manzanares y de un pu?ado de l¨ªderes Miskitos. Caen desde el cielo desde los helic¨®pteros del ej¨¦rcito hondure?o y muerden sin distinci¨®n a ni?os y adultos. Duermen a la espera en las escopetas de los ind¨ªgenas y las AR-15 de los traficantes. Los primeros muertos ya fueron enterrados, por el momento, de un solo lado, el lado miskito.

La tropa que sali¨® a patrullar la selva al mando del anciano Abraham regres¨® con informaci¨®n desoladora. M¨¢s descombros, m¨¢s incendios, m¨¢s terceros. Cientos de hect¨¢reas que hace unos d¨ªas eran una selva donde se api?aba la vida, ahora son campos yermos donde se pasea el ganado y aterrizan avionetas con coca¨ªna. Lo que encontraron en su expedici¨®n azuza m¨¢s la convicci¨®n de pelear del pueblo Miskito.

Si bien el futuro es incierto, el de los Miskitos es predecible. Se enfrentan a fuerzas que ellos mismos no entienden, a hombres poderosos con una capacidad inconmensurable para la violencia y con recursos de sobra para financiarla. Se avecina la oscuridad, el tiempo dir¨¢ cu¨¢l ser¨¢ el destino de la naci¨®n miskita. Por el momento solo podemos decir que un pu?ado de pueblos ind¨ªgenas se preparan para la guerra en las riberas el r¨ªo Mocor¨®n.

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