Gente de agua
¡°El espa?ol de Panam¨¢ pasa por innumerables conceptos relacionados a la lluvia, al sol, a la humedad, a la temperatura¡±, relata la autora paname?a en esta cr¨®nica realizada para el proyecto Cuenta Centroam¨¦rica
La primera gran lluvia, tras un largo verano cortes¨ªa de El Ni?o, me sorprendi¨® en el supermercado mientras escog¨ªa los tomates.
Me fue arrullando un canto antiguo y maternal, que fue in crescendo hasta silenciar la m¨²sica gen¨¦rica, los gritos de los ni?os, el zumbido de las neveras. En minutos, el estruendo del agua golpeando con furia el techo de zinc llen¨® el espacio.
Algunos marchantes cruzaron miradas, otros rezongaron previendo las complicaciones del manejo bajo el aguacero y alguien pregunt¨®, con asombro antinatural: ¡°?Eso es lluvia?¡±. Solo yo sonre¨ª, feliz y triste al mismo tiempo. Pocos sonidos me provocan esa sensaci¨®n de regreso al seno materno, esas ganas de estar en cama, acurrucada.
Sabiendo que ten¨ªa que escribir esta cr¨®nica, hab¨ªa estado esperando ese momento para poder vivirlo con atenci¨®n y as¨ª relatarlo. So?aba con que el aguacero me encontrar¨ªa en mi casa, donde ver¨ªa las grandes gotas hacer carreritas sobre los vidrios de las ventanas, con mi libreta de notas en una mano y un caf¨¦ en la otra. Pero, en un giro del destino tan prosaico como tropical, la primera lluvia me agarr¨® haciendo la compra. Para eso tambi¨¦n nos prepara el tr¨®pico: para esperar lo inesperado y no dar nada por sentado.
¡°?Ir¨¢ a llover?¡±. En Panam¨¢, esa pregunta hace que todos miremos hacia el cielo, tratando de interpretar las omnipresentes nubes. Mis dos respuestas favoritas son ¡°este sol es de agua¡± y ¡°el cielo est¨¢ puesto¡±. ?C¨®mo explicar estos dos conceptos intr¨ªnsecamente tejidos con nuestra forma de ver el mundo? Un sol de agua es un sol ardiente, picante, que levanta la humedad y anuncia una lluvia vespertina. Un cielo puesto indica nubes cargadas pero luminosas, como si el cielo no quisiera revelarse o como si estuviera ocultando algo. Tal vez el lenguaje tambi¨¦n se rinde ante esas nubes gordas y ese sol imposible. Desde un bajareque hasta un buen palo de agua, nuestro espa?ol de Panam¨¢ pasa por innumerables conceptos relacionados a la lluvia, al sol, a la humedad, a la temperatura. Viajamos por la carretera del pensamiento trepados en el carro de las met¨¢foras, los s¨ªmiles y las hip¨¦rboles como si tuvi¨¦ramos que inventar palabras para nombrar lo conocido.
Nuestras dos estaciones, seca y lluviosa, son tan frontales y poco imaginativas como sus nombres. En la temporada lluviosa, llueve; en la seca, no. Eso es todo. La estaci¨®n seca es corta y maravillosa, tres meses de sol y brisa veraniega que coinciden con las vacaciones escolares y que la mayor¨ªa usa para disfrutar en las playas o el campo. El resto del tiempo llueve. Punto. Bienvenidos al tr¨®pico. La lluvia, un buen aguacero, es una buena excusa para cualquier cosa. Para llegar tarde al trabajo, para no asistir al colegio, para cancelar una funci¨®n social. En verano hay que ir a todo y nos lo tomamos muy en serio. Pero incluso ante la perspectiva de nueve meses de lluvia e incertidumbre, esas ¨²ltimas semanas de verano siempre tienen un sabor a a?oranza, a cansancio ante esos d¨ªas soleados y calientes. Extra?amos la lluvia, somos gente de agua.
Hace millones de a?os, a¨²n se discute si tres o veintitr¨¦s, el istmo de Panam¨¢ emergi¨® de entre las aguas, separando los oc¨¦anos y uniendo los continentes. Las consecuencias de este terrible evento geol¨®gico fueron enormes: el clima del mundo se modific¨® tras la creaci¨®n de la Corriente del Golfo; la fauna y la flora cambiaron, pues se favoreci¨® la migraci¨®n de plantas y animales entre las masas continentales y, finalmente, se cre¨® un puente de tierra para que el hombre encontrara nuevos sitios donde establecerse. Igual que un ser humano, Panam¨¢, al nacer, dej¨® su c¨®moda existencia en un ambiente l¨ªquido para empezar la vida al sol. La tierra pari¨® al istmo de entre las aguas y, en un apego prenatal, el istmo sigue persiguiendo a las aguas. Siglos despu¨¦s, la tierra hubo de dividirse una vez m¨¢s, para volver a unir oc¨¦anos y separar los continentes, con la construcci¨®n del Canal.
Si reduj¨¦ramos a su m¨ªnima expresi¨®n el ethos del paname?o tendr¨ªamos que mencionar la ruta y el agua. La ruta ha sido nuestro sino desde que cruzaron los primeros hombres; por aqu¨ª pasaron las riquezas americanas rumbo a Europa, pero tambi¨¦n pasaron los libros, los instrumentos musicales, los santos que ven¨ªan a adornar las iglesias. A?os despu¨¦s, cuando Am¨¦rica del Norte a¨²n resultaba terriblemente extensa para las caravanas, nuestro ferrocarril acort¨® el viaje de aquellos que ca¨ªan presas de la fiebre del oro. Ruta y agua se conjugan en esa maravillosa obra del ingenio humano que es nuestro s¨ªmbolo nacional y que nos tom¨® casi cien a?os recuperar: el Canal de Panam¨¢. Hoy, la ruta y el agua nos hacen testigos de la tragedia humana: casi un mill¨®n de migrantes atravesando el ind¨®mito Dari¨¦n, con la esperanza de llegar a los Estados Unidos.
Ese constante ir y venir de gente, de mercanc¨ªa, de dinero, de ideas, ha tenido un impacto en nuestra cosmovisi¨®n, en nuestra forma de ver la vida. Por aqu¨ª, todo pasa y nada permanece. Igual que vemos el agua correr desde las monta?as hasta los oc¨¦anos, nos sentamos ante la historia a mirarla pasar con una conciencia absoluta de que Her¨¢clito ten¨ªa raz¨®n y nunca podremos ba?arnos dos veces en el mismo r¨ªo. Navegamos por nuestra historia con los ojos puestos en el horizonte, hacia la desembocadura en el mar, nunca hacia el ojo de agua del que venimos.
Acostumbrados a las pisadas de los viajeros, a las despedidas, a echar ra¨ªces en el borde del camino, adoptamos otra cualidad del agua: tomamos la forma del recipiente que nos contiene. Nos adaptamos a las grandes crisis y, cuando salimos, nos sacudimos el polvo de la solapa, nos ponemos de pie y volvemos a mirar el horizonte. El que mira atr¨¢s se convierte en estatua de sal.
Recurro a la memoria para terminar este texto: tengo cinco a?os y repaso, con la yema del ¨ªndice, unas letras plateadas que quedan a la altura de mis ojos: BUICK. El carro de mi abuelo Claudio es azul cobalto, con infinidad de brillitos que destellan bajo el implacable sol de agua paname?o. ?l era historiador y dedic¨® su vida a preservar la memoria, a luchar contra ese no querer mirar hacia el ojo de agua del que nacimos.
Mi abuelo conoc¨ªa el nombre de los r¨ªos y su ubicaci¨®n y pod¨ªa hablar sobre cualquier evento hist¨®rico, citando fechas, causas y consecuencias. Lo recuerdo parado a mi lado, ante al estacionamiento donde su carro azul serv¨ªa de refugio al Tinto, el perro mestizo de su casa, que brillaba engastada como una piedra preciosa en lo alto del barrio de Miraflores.
Me pide que ponga atenci¨®n, que observe y escuche.
A lo lejos se empieza a o¨ªr un ruido, como un tren que se acerca. Poco a poco el sonido crece, parece que el barrio estuviera irrumpiendo en aplausos. De pronto me se?ala unas calles a lo lejos: ah¨ª viene la lluvia. Ya huele a tierra mojada, ya se siente el agua en el aire. En segundos caen frente a nosotros las primeras gotas, grandes y tibias. El ruido arrecia, la lluvia cae con fuerza un rato y, as¨ª como vino, se va.
Tal vez el ser paso, el recibir viajeros nos promete cada d¨ªa una novedad y por eso estamos siempre a la expectativa de lo que viene. Pero tal vez el agua nos obliga a poner atenci¨®n y a observar. Mi abuelo siempre mir¨® hacia adelante, pero tambi¨¦n hacia atr¨¢s, hacia la memoria. Y tal vez la mejor manera de unir estos conceptos, la ruta, el agua, la memoria sea a trav¨¦s de la literatura.
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