Ll¨¢mame Sam y no Samira
¡®Babelia¡¯ avanza el primer cap¨ªtulo de ¡®El lunes nos querr¨¢n¡¯, la novela de Najat El Hachmi que se alz¨® con el Premio Nadal de 2021. El libro narra la lucha por libertad de dos mujeres j¨®venes, hijas de la inmigraci¨®n marroqu¨ª en los m¨¢rgenes de la periferia de Barcelona
Este 10 de febrero llega a las librer¨ªas ¡®El lunes nos querr¨¢n¡¯, de Najat El Hachmi, ganadora del Premio Nadal de Novela 2021, editada por Destino. El libro narra la lucha por libertad de dos mujeres j¨®venes, hijas de la inmigraci¨®n marroqu¨ª en los m¨¢rgenes de la periferia de Barcelona. Estas son sus primeras p¨¢ginas.
?bamos en manga corta el d¨ªa que nos conocimos. A¨²n no estaba mal visto que las chicas j¨®venes ense?¨¢ramos los brazos en ese barrio en la periferia de la periferia de Barcelona, pero que podr¨ªa ser la periferia de la periferia de cualquier otra ciudad. Ya no hay rayos de sol que rocen la piel de las chicas, el fino vello de los brazos ya no se aclara en verano ni salpica el agua sus espaldas desnudas. Y no es porque se haya instalado sobre nuestras cabezas un nubarr¨®n permanente, sino porque el oscurantismo ha penetrado en las mentes de los vecinos sin encontrar resistencia. Muchas de las j¨®venes tapadas que ahora ver¨ªas en nuestro barrio (son mucho m¨¢s numerosas que cuando tu familia se mud¨® all¨ª) dicen que renuncian al sol y a la brisa, al agua del mar y las piscinas, al amor y al sexo libres por convencimiento y voluntad propia. Discuto a veces con ellas cuando visito a mi madre ¡ªella sigue viviendo all¨ª¡ª, pero lo hago como si mi yo de ahora hablara con mi yo de entonces, de unos diecisiete a?os. Nosotras tambi¨¦n lo hicimos, ya lo sabes, renunciamos expresamente a ciertas cosas, y tambi¨¦n cre¨ªmos hacerlo voluntariamente.
El caso es que cuando nos conocimos ¨ªbamos en manga corta. T¨² no lo sab¨ªas entonces, pero yo en esa ¨¦poca sal¨ªa al mundo exterior con el cuerpo encogido sobre s¨ª mismo, como ocult¨¢ndome de las miradas de toda la gente con la que me iba encontrando. Daba igual qui¨¦nes fueran, yo siempre me encog¨ªa. Ese cuerpo era m¨ªo, pero me estorbaba hasta resultarme asfixiante porque no sab¨ªa muy bien c¨®mo desprenderme de ¨¦l. Al mirarte por primera vez vi un rostro deslumbrante, tu sonrisa se me contagi¨® sin que yo pudiera oponer resistencia alguna, pero al fijar mis ojos en los tuyos no tard¨¦ en darme cuenta de que en lo m¨¢s hondo, bajo el destello de simpat¨ªa, hab¨ªa una sombra que no pod¨ªa interpretar. Mi cuerpo encogido y la sombra en tu mirada eran fruto de una misma herida, pero por aquel entonces ni t¨² ni yo lo sab¨ªamos.
Cuando se hac¨ªa de noche en nuestro barrio vertical, las ventanas iluminadas de centenares de pisos min¨²sculos parec¨ªan ojos que nos observaran. Todos nuestros movimientos, nuestras conversaciones, gestos y acciones, todo era p¨²blico y visible para los vecinos amontonados los unos encima de los otros, unos vecinos que dedicaban buena parte de su tiempo a controlar nuestras vidas. Me acuerdo mucho de Sam, que viv¨ªa en el piso de abajo y se part¨ªa de risa cuando alguien le contaba lo que hab¨ªan dicho sobre ella. ?Y crees que me importa? Vive y deja vivir, repet¨ªa, y puede que por eso mismo yo fuera tan a menudo a su casa y me sentara sobre su cama, una cama con un somier viejo que se hund¨ªa y nos hac¨ªa resbalar la una hacia la otra. Su dormitorio estaba lleno de cajas y bolsas que no se pod¨ªan guardar en ning¨²n otro sitio. No s¨¦ si sigue haci¨¦ndose llamar Sam y no Samira. ?Te acuerdas de que se enfadaba cuando la llam¨¢bamos por su nombre real porque sonaba a buena chica, a chica anticuada de las que se casan con catorce a?os y tienen el primer hijo a los quince? No, ella quer¨ªa que la llam¨¢ramos Sam porque era m¨¢s moderno y encajaba mejor con la otra cosa que quer¨ªa ser (aparte de moderna): negra. Nos daba la risa, pero estaba convencida de que lo conseguir¨ªa. Nosotras, las moras, no somos nada, nos dec¨ªa, no salimos en videoclips ni en pel¨ªculas, no existimos. Solo aparecemos en la mierda de reportajes aburridos de La 2. Y a veces ni eso. Cuando salimos en televisi¨®n nos enfocan de lejos o de espaldas, en grupo y todas tapadas, como si fu¨¦ramos parte de una manada en medio de la sabana. No hacemos nada. Ni cantamos ni bailamos. Pero los negros s¨ª, ellos son guais, tienen su m¨²sica, sus series, son los protas, y la gente los admira, no los estudia.
Y es que hab¨ªa unas cuantas Samiras en nuestro barrio. A pesar de que las leyes de entonces prohib¨ªan el abandono escolar temprano y el matrimonio infantil. ?O no eran infantiles esas uniones pactadas con un primo del pueblo que necesitaba los papeles? Todo por el bien com¨²n de la familia. Si las Samiras quer¨ªan otra cosa, que se aguantaran, como se aguantaban los padres de las Samiras comiendo cada d¨ªa patatas y tomates de lata, porque la comida fresca era demasiado cara y todos los meses deb¨ªan mandar dinero a los parientes del otro lado del Estrecho. Todo formaba parte del mismo sacrificio: comer barato, vivir en pisos de techos bajos y cocinas de armarios de formica abombada, trabajar todas las horas que les ofrecieran y dar las hijas de catorce a?os en matrimonio al hijo mayor de un hermano que no pod¨ªa cruzar la frontera de ning¨²n otro modo. Cuando cumpl¨ªan los quince, las Samiras ya empujaban el cochecito de su primer beb¨¦ y nadie les cantaba la canci¨®n: ?tiene mi amoooor!
Es verdad que Sam ten¨ªa un rizo muy peque?o y crespo, y siempre le dec¨ªan que era pelo de negra, pero no se parec¨ªa nada a ti. Era la chica con los labios m¨¢s carnosos que he conocido nunca, con esa forma de coraz¨®n, llenos, como a punto de derramarse. Me imaginaba a los hombres recorriendo con un dedo aquellas protuberancias, deseando morderlas, pero cuando me ven¨ªan este tipo de pensamientos volv¨ªa al lunes, lunes y a confeccionar listas mentales, listas y m¨¢s listas para frenar la excitaci¨®n. Aunque no siempre lo consegu¨ªa. S¨ª, cuando nos conocimos, aquel verano de finales de los a?os noventa, yo ya ha?b¨ªa llegado a esa fase. Obsesionada con un autocontrol imposible, convencida de que era la ¨²nica forma de alcanzar todos mis objetivos: sacar las mejores notas, tener un cuerpo normal y no aquella confusi¨®n de carnes casi monstruosas, aprender ingl¨¦s, ganar dinero, escribir una novela, leer todos los libros y salir del agujero en el que nos hab¨ªa tocado vivir para viajar y conocer algo m¨¢s que nuestro barrio vertical de pisos de techo bajo.
A Sam la conoc¨ª en el colegio. Nunca le hab¨ªa in?teresado demasiado estudiar y al terminar la etapa obligatoria lo dej¨®. No me entra nada, t¨ªa; ella siempre me llamaba t¨ªa. Cuando nos present¨® no tard¨® ni un segundo en dec¨ªrtelo: es una empollona asquerosa. Mi madre siempre me lo dice: tendr¨ªas que ser m¨¢s como la hija de Muh y no tan cabra loca. En el barrio me llamaban la hija de Muh y en el colegio empollona, algunos incluso mora empollona. Los chicos, tambi¨¦n moros en su mayor¨ªa, me dec¨ªan si me cre¨ªa mejor que ellos, si por el hecho de ser empollona iba a dejar de ser mora. Una mora de mierda como nosotros, dec¨ªan a veces. Claro que tambi¨¦n hab¨ªa alumnos que eran cristianos. Los llam¨¢bamos as¨ª porque era lo que se dec¨ªa en nuestras casas, el mundo se divid¨ªa entre moros y cristianos. Los cristianos me llamaban empollona o mora empollona dependiendo del d¨ªa, de si hab¨ªa habido una pelea o no. Puede que fuera por todas esas fronteras invisibles entre los alumnos por lo que yo me sent¨ªa siempre m¨¢s c¨®moda en compa?¨ªa de un libro.
Sam me llamaba empollona con admiraci¨®n, siempre me repet¨ªa que yo iba a llegar muy lejos. Nunca se habr¨ªa imaginado que a pesar de mis buenos resultados acad¨¦micos yo me sent¨ªa totalmente defectuosa. Que cuando sacaba un 9,75 me quedaba atrapada en el error fatal que supon¨ªa el 0,25, una tara imperdonable que demostraba que, al fin y al cabo, yo no era nada, no serv¨ªa para nada y nunca llegar¨ªa a nada. Y que si los dem¨¢s pensaban que era inteligente era porque ten¨ªa la habilidad de enga??arlos a todos, de disimular mi condici¨®n de tonta sin remedio. Viv¨ª muchos a?os as¨ª, azot¨¢ndome sin parar. Mi gran delito era ser mediocre y por eso merec¨ªa todo el dolor del mundo. Por eso me gustaba encontrarme con Sam y hablar con ella un rato, por? que la suya era una juventud luminosa. Ella la disfrutaba sin la actitud malsana y retorcida con la que la viv¨ªa yo.
Yo le¨ªa mucho entonces, y tanto Sam como mi madre y todos en el barrio cre¨ªan que lo hac¨ªa porque era muy estudiosa. Ya sabes que para nuestras familias los libros son eso: instrumentos al servicio de la preparaci¨®n acad¨¦mica, s¨ªmbolos de seriedad y buena conducta. Si mis padres hubieran podido leer algunas de las novelas que me excitaban en las noches de insomnio, seguro que me las habr¨ªan prohibido, del mismo modo que cambiaban de canal cuando en televisi¨®n estaban a punto de darse un beso. Pero como eran todos analfabetos confiaban en la correcci¨®n moral de lo escrito. Al fin y al cabo, nuestras vidas de musulmanes estaban vertebradas por el libro sagrado, ?c¨®mo iban a imaginar que un objeto parecido al noble Cor¨¢n pudiera contener lo que ni siquiera se pod¨ªa decir en voz alta? ?Lo que no se pod¨ªa ni pensar? Intentaba evitarlo porque despu¨¦s sent¨ªa una culpa insoportable, pero a menudo, cuando al leer un libro cualquiera me encontraba con p¨¢rrafos en los que se describ¨ªa la intimidad de alg¨²n encuentro amoroso o sexual, los le¨ªa una y otra vez hasta que no pod¨ªa evitar la excitaci¨®n y mi mano, como si fuera ajena a mi voluntad, descend¨ªa hasta la humedad de mi entrepierna. Conten¨ªa la respiraci¨®n siempre y apenas me mov¨ªa para no despertar a mi hermano peque?o, que dorm¨ªa en la cama de debajo. Despu¨¦s, si llegaba la explosi¨®n de placer, lloraba. Siempre lloraba despu¨¦s de los orgasmos. Ni siquiera contigo pude hablar de esto. Ahora leo alguno de los p¨¢rrafos que m¨¢s me excitaron y descubro que eran de lo m¨¢s inocentes, que en realidad poco dec¨ªan y casi todo era fruto de mi imaginaci¨®n inflada de fantas¨ªas.
Tambi¨¦n le¨ªa por miedo a la vida. Eso no lo sab¨ªais ni mi familia, ni t¨², ni Sam. Ella disfrutaba con todo, hablaba con naturalidad del mundo de los chicos, coqueteaba con ellos aunque luego no llegaran a nada, ten¨ªa fama de f¨¢cil por el solo hecho de re¨ªrse y porque vest¨ªa como quer¨ªa, y sus padres dejaban que fuera as¨ª. No le daba miedo gustar. Yo admiraba y envidiaba su comportamiento extrovertido y espont¨¢neo, que le importara una mierda su reputaci¨®n o cosas intangibles como el honor de la familia. Al recordarla me viene a la cabeza la voz de Cyndi Lauper diciendo: ¡°Oh, girls just want to have fun¡±. Era lo que nos tocaba entonces, era lo que se supon¨ªa que ten¨ªamos que hacer, pasarlo bien. Pero eso tan simple era toda una novedad: nunca antes se hab¨ªa dicho que a nuestra edad nos ten¨ªamos que divertir. Pero si nuestras madres nos hab¨ªan parido poco despu¨¦s de salir de la infancia, ?c¨®mo pod¨ªamos saber lo que era ser adolescente si en el pa¨ªs de nuestros padres no exist¨ªa tal cosa? ?C¨®mo pod¨ªamos vivir despreocupadas y hacer como que ¨¦ramos chicas normales al filo del milenio con todas esas ventanas iluminadas acech¨¢ndonos?
Yo estaba convencida de que pod¨ªa aprender lo que era la vida ley¨¦ndola en los libros: el amor, el sexo, la libertad. Lo que fuera. Pensaba que era lo mismo entender algo por escrito que en la pr¨¢ctica.
?Qu¨¦ diferencia pod¨ªa haber? T¨², con tu esp¨ªritu pragm¨¢tico y los pies en el suelo (creo que en nuestro barrio todo el mundo era mucho m¨¢s pragm¨¢tico que yo), me contestar¨ªas que vaya tonter¨ªa, que una cosa es lo que puedes entender con la cabeza (y aqu¨ª te llevar¨ªas el ¨ªndice a la sien con un gesto muy nuestro, muy de nuestras madres) y otra es vivir las cosas de verdad. Como una receta, me dir¨ªas, la lees y todo cuadra, pero luego te pones a hacerla y ?qu¨¦ pasa? Que hay cosas que salen bien y otras que no.
?Por qu¨¦? Por mil razones. Nena (t¨² no me llamabas t¨ªa, me llamabas siempre nena), nena, los libros no lo dicen todo. Ni siquiera los de cocina. No te cuentan cosas que los cocineros saben y dan por hecho que todo el mundo conoce, o no te dicen el tipo de harina, si el horno es el¨¦ctrico o de gas, hay miles de cosas que no controlas leyendo la receta y que solo descubres cuando cocinas t¨². La vida se vive, no se lee. Bueno, no s¨¦ si me habr¨ªas soltado una frase tan ampulosa. Eras profunda, m¨¢s madura de lo que te tocaba por edad, pero te expresabas de un modo claro y accesible. Por eso despu¨¦s, cuando ya nos ten¨ªamos m¨¢s confianza, cuando yo te hablaba y hablaba, me dec¨ªas: para, nena, para, para, que no entiendo nada de lo que dices.
Lo que no supe explicarte entonces es que leer, sentirme parte de un mundo que nada ten¨ªa que ver con el nuestro, tan peque?o, ponerme en la piel de la protagonista de peque?as y grandes aventuras, me permit¨ªa ensayar c¨®mo vivir. Todo era un simulacro, es verdad, pero me sirvi¨® de asidero al que agarrar? me para no ahogarme bajo el peso de todas las normas que nos iban imponiendo.
Y era una forma de vivir sin el peligro de que la vida, la real, me desbordara. Al sumergirme en un libro abandonaba un poco el cuerpo, dejaba de resultar tan amenazante, aunque de vez en cuando despertara de repente de su letargo con esos p¨¢rrafos que yo consideraba tan sexuales. Cuando nos conocimos no me di cuenta, centrada como estaba en m¨ª misma, de que a vosotras tambi¨¦n os pasaban cosas en el cuerpo que expresaban lo que no pod¨ªamos decir en voz alta. Ahora s¨¦ que era puro miedo al placer, al amor, al sexo, a la libertad, pero tambi¨¦n al acoso, a las consecuencias devastadoras que pod¨ªa tener el hecho de provocar el deseo en los hombres, un deseo amenazador sobre el que todas las madres nos advert¨ªan sin parar desde que ¨¦ramos peque?as. No andes sola, ni a oscuras, el lobo siempre est¨¢ al acecho; y al convertirnos en mujeres, mujeres v¨ªrgenes a¨²n, el peligro aumentaba de un modo exponencial. Pero todo esto lo comprend¨ª muchos a?os m¨¢s tarde.
T¨² conoc¨ªas a Sam de antes, vuestros padres eran vecinos en el pueblo al otro lado del Estrecho y ahora hab¨ªan recuperado el contacto cuando vuestra familia se mud¨® al barrio vertical, unos pisos por encima del nuestro. Est¨¢bamos en medio de la plazoleta que formaban las tres torres cuando Sam nos present¨®. Todas las ventanas observ¨¢ndonos, y t¨² y yo nos quedamos atrapadas de repente la una en la otra. Dar¨ªa lo que fuera para volver a ese preciso instante, a la atracci¨®n repentina que sent¨ª hacia ti, un impulso f¨ªsico que escapaba a la voluntad o la raz¨®n. Con el sol calent¨¢ndonos ligeramente la espalda, sentimos una goma el¨¢stica que tiraba de la una hacia la otra y desde entonces buscamos todas las excusas posibles para encontrarnos. Si coincid¨ªamos por la calle, nos pas¨¢bamos horas hablando. Yo llegaba a casa y mi madre me hac¨ªa mil preguntas sobre d¨®nde hab¨ªa estado. Pod¨ªas verme desde la ventana, le respond¨ªa, estaba abajo con una amiga. Tienes suerte de que ¨¦l no est¨¦. Mi madre siempre dec¨ªa ¨¦l en vez de tu padre. A veces coincid¨ªamos en la habitaci¨®n apretujada de Sam, a veces nos par¨¢bamos en el rellano. No consigo recordar de qu¨¦ habl¨¢bamos tanto rato de pie, aquella tirantez extra?a, aquella confianza inmediata para contarte mis secretos que yo no hab¨ªa sentido con nadie. Aunque entonces me daba tanto miedo lo que pudieran decir de m¨ª que intentaba no tener nada que ocultar, no hacer nada que pudiera considerarse una mala conducta. No por mi mala conciencia, sino para poder seguir disfrutando de los privilegios que me hab¨ªan concedido: salir para ir al instituto o para hacer recados concretos, un margen de libertad inaudito para las mujeres como mi madre, que no sal¨ªan de casa m¨¢s que una vez por semana.
Tener secretos era demasiado arriesgado, y si los hubiera tenido no se los habr¨ªa contado a nadie que viviera en el barrio. Los rumores, en esas tres torres de pisos, corr¨ªan como la p¨®lvora, y las paredes parec¨ªan tener o¨ªdos. Por eso a m¨ª me hab¨ªan puesto el sobrenombre de la Mudita. As¨ª era yo en el barrio, muy distinta de como me comportaba dentro de las aulas del instituto, donde hablaba y hablaba sin parar, en clase, en los pasillos, en el comedor lleno de humo. A mi instituto no iba ning¨²n alumno que viviera en nuestro barrio, porque entonces la primaria se acababa a los catorce a?os y los pocos que segu¨ªan estudiando se apuntaban a formaci¨®n profesional. No recuerdo si nos dimos dos besos ni la conversaci¨®n del primer d¨ªa, te recuerdo sonriendo, con el pelo liso recogido en una cola de caballo, unos p¨®mulos majestuosos y los ojos almendrados siempre pintados de negro. A las chicas solteras se nos prohib¨ªa pintarnos los ojos, el kohl era para las casadas, pero yo a ti siempre te he visto con esa mirada intensa, las cejas enmarc¨¢ndola como en una miniatura persa. Eras, sin duda, la encarnaci¨®n del ideal de belleza de nuestras madres: con la piel blanca y de carnes abundantes. Aunque ten¨ªas la cara llena de granos y parec¨ªas medio enterrada en ti misma. De cintura para arriba estabas delgada, con poco pecho y los hombros estrechos, pero de cintura para abajo te ensanchabas como si te hubieran plantado en otro cuerpo, m¨¢s lento, m¨¢s espeso, un cuerpo que parec¨ªa frenar tus posibilidades de alzar el vuelo. ?Eso es lo que pens¨¦ ese mediod¨ªa ante el portal o es ahora cuando me parece que tus caderas y muslos desmesuradamente anchos y los granos en la cara eran mecanismos de defensa ante el mundo, del mismo modo que lo era mi forma permanente de encogerme sobre m¨ª misma?
No lo s¨¦, pero pronto correr¨ªan rumores en la escalera sobre tu vida, sobre lo que te hab¨ªa pasado antes de aterrizar en el barrio. Y de haber sido ciertos me habr¨ªan confirmado que la sombra en el fondo de tu mirada era una tristeza razonable, por muy risue?a que te mostraras. Yo entonces, por principios, no me cre¨ªa ninguno de los cotilleos que circulaban. Cuando mi madre me dec¨ªa: ?sabes que la hija de fulanita ha hecho tal cosa?, me encog¨ªa de hombros y le contestaba que yo no hab¨ªa visto nada y ella tampoco, y que por eso no pod¨ªamos sacar conclusiones y menos a¨²n dedicarnos a juzgar a las dem¨¢s (porque los rumores siempre eran sobre chicas o mujeres, ellos no eran materia de inter¨¦s para la brigada de control social de las tres torres). Entonces mi madre se empecinaba en defender a la persona que le hab¨ªa confiado la informaci¨®n y, para demostrarme que no ment¨ªa, me dec¨ªa que hab¨ªa jurado por Dios. ?Qui¨¦n se atrever¨ªa a usar el nombre del Se?or en vano?
?Qui¨¦n crees que dir¨ªa juro por el sagrado Cor¨¢n si no fuera cierto? Yo volv¨ªa a encogerme de hombros, porque en la mayor¨ªa de los casos los rumores ten¨ªan que ver con hechos inocentes o normales para chicas de nuestra edad: que si una hab¨ªa hablado con aquel, que si hab¨ªa salido de noche, que si aceptaba trabajar sirviendo alcohol a los cristianos o limpiando culos a los viejos. Todo eran excusas para frenar nuestros pasos, por peque?os que fueran, y se nos juzgaba de forma implacable. La se?ora del sexto segunda, hermanastra de una prima lejana de mi padre, conocida por todos como la Parab¨®lica, porque a la que le llegaba una exclusiva corr¨ªa a la cabina de tel¨¦fono a gastarse el dinero para contarla a los del pueblo al otro lado del Estrecho, no tard¨® en visitar a mi madre para traerle noticias sobre tu familia. Le cont¨® que, aunque vinieras del mismo pueblo que las respetables familias de nuestra raza (dec¨ªan raza en castellano, no eran pocas las palabras que tomaban prestadas), sin duda la m¨¢s noble de todas las razas, vosotros erais m¨¢s relajados, del tipo de gente a quien le da todo igual. Por eso, cuando hab¨ªa reuniones en vuestra casa se mezclaban hombres y mujeres.
?Te acuerdas del peso que ten¨ªa la expresi¨®n ¡°todo les da igual¡±? Todo les da igual no quer¨ªa decir que fuerais unos pasotas, no, lo que quer¨ªa decir es que erais moralmente relajados, algo que creaba todo tipo de suspicacias. No s¨¦ de d¨®nde sac¨® la Parab¨®lica que vosotros erais de ese tipo de gente, pero cuando a¨²n no hab¨ªais terminado la mudanza ya os hab¨ªan colgado la etiqueta, y eso despu¨¦s complica? r¨ªa nuestra amistad, vista muy pronto por mi padre como un peligro. Pero ya sabes que para ¨¦l pr¨¢cticamente todo constitu¨ªa un peligro.
Yo hice siempre o¨ªdos sordos a todo lo que contaban sobre ti y tu familia. Me parec¨ªas de lejos la persona m¨¢s transparente que hab¨ªa conocido. Y, al contrario de lo que hac¨ªan los dem¨¢s, nunca te o¨ª contar nada que no fuera sobre ti misma. Si sab¨ªas algo de las otras chicas, eras como un m¨¦dico que guarda un secreto profesional.
A la Parab¨®lica yo la desconcertaba mucho. Cuando ven¨ªa a casa y se sentaba en la salita, se recog¨ªa un poco el vestido hasta que se le ve¨ªan los pantalones de debajo, enganchaba dos dedos en el cintur¨®n trenzado para coloc¨¢rselo bien y me miraba repas¨¢ndome de arriba abajo de un modo que me inquietaba. Entonces me soltaba: el otro d¨ªa te vi pero t¨² ni caso, ni te diste cuenta. T¨² siempre andas r¨¢pido y con la mirada fija en el suelo. Desde luego que no hay chica m¨¢s ejemplar que t¨². Y me lo dec¨ªa como pregunt¨¢ndome: ?qu¨¦ escondes? Algo escondes, y tarde o temprano lo descubrir¨¦.
Yo entonces, ya te lo he dicho, estaba intentando controlar la vida haciendo listas y abdominales y leyendo todo lo que pod¨ªa leer, no daba pie a rumor alguno, y si segu¨ªa en el instituto era por eso mismo, porque a mi padre no le hab¨ªan llegado comentarios negativos sobre mi comportamiento. Pobre de m¨ª. Si se entera del m¨¢s m¨ªnimo desv¨ªo, me advert¨ªa a menudo mi madre, que le hac¨ªa de mensajera, se te acabar¨¢n todos los privilegios. Poco se imaginaba la Parab¨®lica que pronto tendr¨ªa material de sobra para dejarse un dineral en la cabina, hablando de m¨ª y de ti y de las cosas que har¨ªamos a escondidas.
Poco despu¨¦s de conocernos empezamos a salir a correr. T¨², Sam y yo. Qu¨¦ gran novedad, qu¨¦ comportamiento tan escandaloso que ocupar¨ªa las tertulias en las casas y provocar¨ªa encendidos debates: que un grupo de chicas como nosotras, con madres que no sal¨ªan de casa m¨¢s que por motivos concretos y tap¨¢ndose antes de pisar el mundo exterior, que chicas solteras como nosotras en un barrio como el nuestro, tres torres alrededor de una plaza de cemento limitadas por el tri¨¢ngulo que formaban un r¨ªo, la v¨ªa del tren y una carretera comarcal, nos pusi¨¦ramos a correr por los caminos sin asfaltar como cabras locas.
?D¨®nde se ha visto? Pero esa ser¨ªa solo una de las controversias que provocar¨ªamos. Controversias por actos insignificantes. La cucharita escarbando en la enorme muralla tras la que est¨¢bamos encerradas. Es cierto que no ¨¦ramos muy conscientes de lo que est¨¢bamos haciendo. No ¨¦ramos m¨¢s que unas chicas j¨®venes que quer¨ªan ponerse en forma y correr como las que sal¨ªan en televisi¨®n.
El lunes nos querr¨¢n
Autora: Najat El Hachmi
Editorial: Destino, 2021
Formato: Tapa dura, 304 p¨¢ginas, 20,90 euros
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