El principio del fin de la infancia
La colombiana Pilar Quintana gan¨® el Premio Alfaguara de Novela 2021 con ¡®Los abismos¡¯, donde ahonda en la opresi¨®n de las mujeres a trav¨¦s de los ojos de una ni?a. ¡®Babelia¡¯ adelanta las primeras p¨¢ginas del libro, que este jueves llega a las librer¨ªas
Pilar Quintana, novelista y cuentista nacida en Cali (Colombia) en 1972, gan¨® el XXIV Premio Alfaguara de Novela con ¡®Los abismos¡¯, donde cuenta en primera persona la percepci¨®n de una ni?a, Claudia, sobre las tensas relaciones que vive el matrimonio que forman sus padres y sobre el mundo de varias generaciones de mujeres aparentemente atadas a un modo de vida del que no pueden escapar. ¡®Los abismos¡¯ es la quinta novela de Quintana, que la ha escrito bas¨¢ndose en su propia experiencia de la maternidad y en sus recuerdos de infancia. En palabras del jurado, la novela despliega ¡°una prosa sutil y luminosa en la que la naturaleza nos conecta con las posibilidades simb¨®licas de la literatura, y los abismos son tanto los reales como los de la intimidad¡±. La novela llega este jueves a las librer¨ªas de la mano de Alfaguara. Estas son sus primeras p¨¢ginas.
En el apartamento hab¨ªa tantas plantas que le dec¨ªamos la selva.
El edificio parec¨ªa salido de una vieja pel¨ªcula futurista. Formas planas, volados, mucho gris, grandes espacios abiertos, ventanales. El apartamento era d¨²plex y el ventanal de la sala se alzaba desde el suelo hasta el cielorraso, que all¨ª era del alto de las dos plantas. Abajo ten¨ªa piso de granito negro con vetas blancas. Arriba, de granito blanco con vetas negras. La escalera era de tubos de acero negro y gradas de tablas pulidas. Una escalera desnuda, llena de huecos. Arriba el corredor era abierto a la sala, como un balc¨®n, con barandas de tubos iguales a los de la escalera. Desde all¨ª se contemplaba la selva, abajo, esparcida por todas partes.
Hab¨ªa plantas en el suelo, en las mesas, encima del equipo de sonido y el bif¨¦, entre los muebles, en plataformas de hierro forjado, y materas de barro, colgadas de las paredes y el techo, en las primeras gradas y en los sitios que no se alcanzaban a ver desde el segundo piso: la cocina, el patio de ropas y el ba?o de las visitas. Hab¨ªa de todos los tipos. De sol, de sombra y de agua. Unas pocas, los anturios rojos y las garzas blancas, ten¨ªan flores. Las dem¨¢s eran verdes. Helechos lisos y rizados, matas con hojas rayadas, manchadas, coloridas, palmeras, arbustos, ¨¢rboles enormes que se daban bien en materas y delicadas hierbas que cab¨ªan en mi mano de ni?a.
A veces, al caminar por el apartamento, me daba la impresi¨®n de que las plantas se estiraban para tocarme con sus hojas como dedos, y que a las m¨¢s grandes, en un bosque detr¨¢s del sof¨¢ de tres puestos, les gustaba envolver a las personas que all¨ª se sentaban o asustarlas con un roce.
En la calle hab¨ªa dos guayacanes que cubr¨ªan la vista del balc¨®n y la sala. En las temporadas de lluvia perd¨ªan las hojas y se cargaban de flores rosadas. Los p¨¢jaros saltaban de los guayacanes al balc¨®n. Los picaflores y los sirir¨ªs, los m¨¢s atrevidos, se asomaban a curiosear al comedor. Las mariposas iban sin miedo del comedor a la sala.
A veces, por la noche, se met¨ªa un murci¨¦lago que volaba bajo y como si no supiera para d¨®nde. Mi mam¨¢ y yo grit¨¢bamos
A veces, por la noche, se met¨ªa un murci¨¦lago que volaba bajo y como si no supiera para d¨®nde. Mi mam¨¢ y yo grit¨¢bamos. Mi pap¨¢ agarraba una escoba y se quedaba en la mitad de la selva, quieto, hasta que el murci¨¦lago sal¨ªa por donde hab¨ªa entrado.
Por las tardes un viento fresco bajaba de las monta?as y atravesaba Cali. Despertaba a los guayacanes, entraba por las ventanas abiertas y sacud¨ªa tambi¨¦n las plantas de adentro. El alboroto que se armaba era igual al de la gente en un concierto. Al atardecer mi mam¨¢ las regaba. El agua llenaba las materas, se filtraba por la tierra, sal¨ªa por los huecos y ca¨ªa en los platos de barro con el sonido de un riachuelo.
Me encantaba correr por la selva, que las plantas me acariciaran, quedarme en el medio, cerrar los ojos y escucharlas. El hilo del agua, los susurros del aire, las ramas nerviosas y agitadas. Me encantaba subir corriendo la escalera y mirarla desde el segundo piso, lo mismo que desde el borde de un precipicio, las gradas como si fueran el barranco fracturado. Nuestra selva, rica y salvaje, all¨¢ abajo.
Mi mam¨¢ siempre estaba en la casa. Ella no quer¨ªa ser como mi abuela. Me lo dijo toda la vida.
Mi abuela dorm¨ªa hasta la media ma?ana y mi mam¨¢ se iba al colegio sin verla. Por las tardes jugaba lulo con las amigas y cuando mi mam¨¢ volv¨ªa del colegio, de cinco d¨ªas no estaba cuatro. El d¨ªa que estaba era porque le correspond¨ªa atender el juego en la casa. Ocho se?oras en la mesa del comedor fumando, riendo, tirando las cartas y comiendo pandebonos. Mi abuela ni miraba a mi mam¨¢.
Una vez, en el club, ella oy¨® cuando una se?ora le pregunt¨® a mi abuela por qu¨¦ no hab¨ªa tenido m¨¢s hijos.
¡ªAy, mija ¡ªdijo mi abuela¡ª, si hubiera podido evitarlo, tampoco habr¨ªa tenido a esta.
Las dos se?oras soltaron la carcajada. Mi mam¨¢ acababa de salir de la piscina y chorreaba agua. Sinti¨®, me dijo, que le abr¨ªan el pecho para meterle una mano y arrancarle el coraz¨®n.
Mi abuelo llegaba del trabajo al final de la tarde. Abrazaba a mi mam¨¢, le hac¨ªa cosquillas, le preguntaba por su d¨ªa. Por lo dem¨¢s, ella creci¨® al cuidado de las empleadas que se suced¨ªan en el tiempo, pues a mi abuela no le gustaba ninguna.
En nuestra casa las empleadas tampoco duraban.
Yesenia ven¨ªa de la selva amaz¨®nica. Ten¨ªa diecinueve a?os, el pelo liso hasta la cintura y los rasgos bruscos de las estatuas de piedra de San Agust¨ªn. Nos entendimos desde el primer d¨ªa.
Mi colegio quedaba a unas pocas cuadras de nuestro edificio. Yesenia me llevaba caminando por las ma?anas y por las tardes me esperaba a la salida. Por el camino me hablaba de su tierra. Las frutas, los animales, los r¨ªos m¨¢s anchos que cualquier avenida.
¡ªEse ¡ªdec¨ªa se?alando al r¨ªo Cali¡ª no es un r¨ªo, sino una quebrada.
Una tarde llegamos directo a su cuarto. Un cuartico con ba?o y un ventanuco junto a la cocina. Nos sentamos en la cama, una frente a la otra. Hab¨ªamos descubierto que no conoc¨ªa las canciones ni los juegos de manos. Le estaba ense?ando mi favorito, el de las mu?ecas de Par¨ªs. En cada paso se equivocaba y nos revent¨¢bamos de la risa. Mi mam¨¢ apareci¨® en la puerta.
¡ªClaudia, hac¨¦ el favor de subir.
Estaba ser¨ªsima.
¡ª?Qu¨¦ pas¨®?
¡ªQue sub¨¢s, dije.
¡ªEstamos jugando.
¡ªNo me hag¨¢s repetir.
Mir¨¦ a Yesenia. Ella, con los ojos, me dijo que obedeciera. Me par¨¦ y sal¨ª. Mi mam¨¢ agarr¨® mi maleta del suelo. Subimos, entramos a mi cuarto y cerr¨® la puerta.
¡ªNunca m¨¢s te quiero ver en confianzas con ella.
¡ª?Con Yesenia?
¡ªCon ninguna empleada.
¡ª?Por qu¨¦?
¡ªPorque es la empleada, ni?a.
¡ª?Y eso qu¨¦?
¡ªQue uno se encari?a con ellas y luego ellas se van.
¡ªYesenia no tiene a nadie en Cali. Se puede quedar con nosotros para siempre.
¡ªAy, Claudia, no se¨¢s tan ingenua.
A los pocos d¨ªas Yesenia se fue sin despedirse, mientras yo estaba en el colegio.
Mi mam¨¢ me dijo que la hab¨ªan llamado de Leticia y tuvo que volver con su familia. Yo sospechaba que esa no era la verdad, pero mam¨¢ se ranch¨® en su versi¨®n.
A continuaci¨®n lleg¨® Lucila, una se?ora mayor del Cauca que no se met¨ªa conmigo para nada y fue la empleada que m¨¢s tiempo estuvo con nosotros.
Mi mam¨¢ hac¨ªa sus trabajos de ama de casa por las ma?anas, cuando yo estaba en el colegio. Las compras, las diligencias, los pagos
Mi mam¨¢ hac¨ªa sus trabajos de ama de casa por las ma?anas, cuando yo estaba en el colegio. Las compras, las diligencias, los pagos. Al mediod¨ªa recog¨ªa a mi pap¨¢ en el supermercado y almorzaban juntos en la casa. Por la tarde ¨¦l se llevaba el carro al trabajo y ella se quedaba en la casa a esperarme.
Al regresar del colegio la encontraba en la cama con una revista. Le gustaban las ?Hola!, las Vanidades y las Cosmopolitan. En ellas le¨ªa sobre la vida de las mujeres famosas. Los art¨ªculos tra¨ªan grandes fotos a color con las casas, los yates y las fiestas. Yo almorzaba y ella pasaba las p¨¢ginas. Yo hac¨ªa las tareas y ella pasaba las p¨¢ginas. A las cuatro empezaba la programaci¨®n en el ¨²nico canal de TV y, mientras yo ve¨ªa Plaza S¨¦samo, ella pasaba las p¨¢ginas.
Una vez mi mam¨¢ me cont¨® que poco antes de terminar el bachillerato esper¨® a que mi abuelo llegara del trabajo para decirle que quer¨ªa estudiar en la universidad. Estaban en el cuarto de mis abuelos. ?l se quit¨® la guayabera, la dej¨® caer al piso y qued¨® en camisilla. Grande, peludo, con la barriga redonda y templada. Un oso. Entonces la mir¨® con unos ojos raros que ella no le conoc¨ªa.
¡ªDerecho ¡ªtodav¨ªa se atrevi¨® a decir mi mam¨¢.
A mi abuelo se le brotaron las venas de la garganta y con su voz m¨¢s gruesa le dijo que lo que hac¨ªan las se?oritas decentes era casarse y que cu¨¢l universidad ni Derecho ni qu¨¦ ocho cuartos. La voz terrible retumbando como por un meg¨¢fono, casi la o¨ª, mientras mi mam¨¢, chiquitica, retroced¨ªa.
Menos de un mes despu¨¦s a ¨¦l le dio un infarto y se muri¨®.
En el estudio ten¨ªamos una pared con retratos familiares.
El de mis abuelos maternos era una foto en blanco y negro, con marco de plata. Fue tomada en el club, en la ¨²ltima fiesta de fin de a?o que pasaron juntos. Alrededor ca¨ªan serpentinas y la gente llevaba sombreros de papel y cornetas. Mis abuelos estaban separ¨¢ndose del abrazo. Se re¨ªan. ?l, gigantesco, de esmoquin, con gafas bifocales y un trago en la mano. Los pelos no se le alcanzaban a ver, pero yo sab¨ªa, por otras fotos y por mi mam¨¢, que le brotaban por todos lados. Las mangas de la camisa, la espalda, la nariz y hasta las orejas. Mi abuela ten¨ªa un vestido elegante de espalda descubierta, una pitillera entre los dedos y el pelo corto abombado. Era larga y flaca, una lombriz erguida. Al lado de ¨¦l se ve¨ªa diminuta.
La Bella y la Bestia, siempre pens¨¦, aunque mi mam¨¢ defend¨ªa a su pap¨¢ diciendo que ¨¦l no era ninguna bestia, sino un oso de peluche que solo se puso bravo aquella vez.
Los abismos
Editorial: Alfaguara, 2021
Formato: Tapa blanda. 256 p¨¢ginas. 18,90 euros.
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