El lado derecho de Esther Kinsky
La escritora recrea en ¡®Arboleda¡¯ el duelo por la p¨¦rdida de un ser querido con una prosa excepcional que la revela como una de las mejores voces actuales de las letras alemanas
Nos gusta pensar en el duelo como un periodo de par¨¢lisis y desamparo, pero a menudo es m¨¢s bien algo distinto, una extraordinaria exacerbaci¨®n de los sentidos que hace de todo objeto un testimonio, ¡°un peque?o trozo del entonces [que] recibe el cometido de amarrar el pret¨¦rito a la orilla rota del presente¡±, y de cada acontecimiento (un p¨¢jaro, las tormentas, los sue?os, el trabajo en el olivar, un gesto de despedida al partir el autob¨²s) un hecho extraordinario, fundacional, que reclama toda nuestra atenci¨®n porque es el primero sin la persona que ha muerto.
Dos meses y un d¨ªa despu¨¦s del entierro ¡°de M.¡±, Esther Kinsky (Engelskirchen, 1956) viaja a Olevano, un pueblo a 45 kil¨®metros al este de Roma, alquila una casa en las afueras, espera. ¡°Una vez pasada Bolonia, la luz, las vistas desde la autopista que recordaba de mi infancia e incluso las tiendas de las gasolineras con sus pomposas arquitecturas de chocolate ofrec¨ªan un extra?o consuelo¡±, escribe. ¡°Parec¨ªa que el mundo segu¨ªa siendo tan inocente y anecd¨®tico, tan inmutable pese al dolor como aquel paisaje claro que se deslizaba fuera: un escenario panor¨¢mico m¨®vil que, en mi cansancio profundo e inmune a cualquier sue?o, quer¨ªa convencerme de que s¨®lo se mov¨ªa ¨¦l, mientras que yo me quedaba siempre en el mismo lugar¡±.
Kinsky visita Palestrina, viaja a Roma, recorre Olevano y los alrededores, sube en autob¨²s a pueblos en los que ya ¡°s¨®lo viven los ancianos¡± (hay m¨¢s viajes, a Ferrara, a Comacchio y a Lido di Spina, en la segunda y tercera partes del libro); no est¨¢ haciendo turismo, una actividad para la que parece carecer de fuerzas, pero tampoco permanece ¡°en el mismo lugar¡±, como desea, excepto en el interior de un desconsuelo para el que todo es signo de algo, a veces de reconciliaci¨®n con el mundo: escucha (¡°se o¨ªan los autobuses remontando con fragor, se o¨ªan las campanas del pueblo tocando cada cuarto de hora¡±); ve (¡°los olivares en la niebla, las ovejas en la ladera, el barranco de las encinas¡±, los abedules de la arboleda a la que sube cada d¨ªa para contemplar el pueblo; a africanos que esperan su oportunidad mientras tratan de vender calcetines y ropa interior; a los ancianos que se desperezan al sol: ¡°sal¨ªan de sus casas, se sentaban [¡] y parpadeaban por la claridad. A¨²n estaban vivos¡±); documenta los cambios de clima y el transcurso de las estaciones; recorre algunos lugares que conoci¨® de ni?a con sus padres; saca fotograf¨ªas (¡°cada toma era un esfuerzo. Miraba fijamente por el visor y olvidaba lo que quer¨ªa ver¡±, dice), recuerda (a M. y, en la segunda parte del libro, a su padre, que le contagi¨® su amor por Italia y por el pasado, por el azul de Fra Ang¨¦lico y las necr¨®polis etruscas); sobre todo, y por ¨²ltimo, tropieza dondequiera que vaya con cementerios como el de Olevano, ¡°un palco p¨¦treo de marco oscuro con vistas al lacerado valle [desde el que] los muertos pod¨ªan contemplar c¨®mo se limpiaban las ambulancias al pie de la ladera, mientras los enfermeros hablaban por tel¨¦fono o fumaban; c¨®mo los chinos montaban sus puestos los lunes para vender enseres dom¨¦sticos, flores artificiales y ropa barata; y c¨®mo los domingos se celebraban los partidos de f¨²tbol en el campo de deporte aleda?o al mercado¡±.
Las ¡°ciudades de los muertos¡±, descubre Kinsky, est¨¢n repletas de vida, incluso de una vida de la conciencia en la que la percepci¨®n importa m¨¢s que el juicio, y la reconciliaci¨®n con la vida y la muerte reemplaza al duelo y a la petici¨®n de memoria; en la que el paisaje deja huella en nosotros sin que nosotros dejemos huella en ¨¦l y la belleza es un misterio, ¡°algo inherente a la relaci¨®n entre el ver y lo visto, entre el significado del ver y el de estar o ser visto en cuanto confirmaci¨®n reconfortante de la existencia, [¡] un enigma candente que se sustra¨ªa a toda denominaci¨®n. En cada una de las vertientes, los caminos trazaban una escritura distinta, las monta?as proyectaban sombras diferentes, las llanuras, los primeros y segundos planos, los trasfondos se dislocaban. Si, en aquella ladera, alguien me hubiese dicho que la incapacidad de resolver o siquiera nombrar ese enigma podr¨ªa ser causa de muerte, me lo habr¨ªa cre¨ªdo¡±, afirma.
Poeta y traductora, Kinsky ha conquistado varios de los premios m¨¢s importantes de la literatura alemana con s¨®lo dos novelas, Am Fluss (2014) y Arboleda (2018). Ambas est¨¢n narradas con una prosa excepcional, que Richard Gross reproduce notablemente en espa?ol, y quiz¨¢s recuerde a algunos lectores la obra de W. G. Sebald y de Peter Handke. Sin embargo, hay algo que hace diferente a Kinsky de ambos, una sensualidad y una capacidad evocativa enormes, que la autora pone al servicio de la tarea del duelo. Como narra, ¡°en las iglesias rumanas hay dos lugares, separados uno de otro, donde los creyentes encienden velas. Puede tratarse de dos nichos en la pared, de dos repisas o de un par de candeleros met¨¢licos con velas que flamean. El lado izquierdo alberga las velas para los vivos; el lado derecho, las velas para los muertos. Cuando fallece una persona por la que, en vida, se encendi¨® una vela en el lado izquierdo, la vela ardiente es trasladada a la derecha¡±. Arboleda narra precisamente ese gesto, con el que se restituye un orden a sabiendas de que ¨¦ste es provisorio, s¨®lo una cuesti¨®n de tiempo.
Arboleda
Traducci¨®n de Richard Gross
Perif¨¦rica, 2021
333 p¨¢ginas. 19,90 euros
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