Donald Trump en la consulta de mi padre
Cuando era un empresario en horas bajas, el futuro presidente dio con su maltrecho coraz¨®n en la consulta de un cardi¨®logo paquistan¨ª devoto de Sylvester Stallone. Su hijo, Ayad Akhtar, premio Pulitzer, ha escrito un libro para entender su relaci¨®n con Estados Unidos. Se titula ¡®Eleg¨ªas a la patria¡¯, Obama lo eligi¨® entre sus favoritos de 2020 y Roca editorial lo publica este jueves en castellano. Adelantamos un fragmento.
Mi padre coincidi¨® por primera vez con Donald Trump a principios de los noventa, ambos bien entrada la cuarentena ¡ªmi padre un a?o mayor¡ª y los dos saliendo de la pr¨¢ctica ruina econ¨®mica. De la rebelde devoci¨®n por la deuda de Trump y de sus problemas con el dinero prestado se daba buena cuenta en las p¨¢ginas salm¨®n de la ¨¦poca: en 1990, su empresa hom¨®nima se hund¨ªa bajo el peso de los pr¨¦stamos que hab¨ªa solicitado para mantener sus casinos funcionando, el hotel Plaza abierto y los aviones de su aerol¨ªnea en el aire. El dinero ten¨ªa un precio. Le hab¨ªan obligado a asegurar una parte, lo que lo convert¨ªa en un aval personal de m¨¢s de 800 millones de d¨®lares.
El verano de aquel a?o, un extenso perfil en Vanity Fair pintaba un retrato alarmante no solo de las finanzas de aquel hombre, sino tambi¨¦n de su estado mental. Separado de su mujer, hab¨ªa cambiado el tr¨ªplex familiar por un peque?o apartamento en uno de los pisos bajos de la Torre Trump. Se pasaba horas en la cama mirando el techo. No sal¨ªa del edificio, ni para asistir a reuniones ni para comer; subsist¨ªa a base de hamburguesas y patatas fritas que ped¨ªa a un restaurante de la zona. Al igual que su deuda, la cintura de Trump se infl¨® y el pelo largo se le riz¨® en las puntas, ingobernable. Y no era solo su aspecto. Se hab¨ªa vuelto extra?amente callado. Ivana les confi¨® a sus amigas que estaba preocupada. Nunca lo hab¨ªa visto as¨ª, y no estaba segura de que fuera a salir de aquella.
Mi padre, al igual que Trump, se pas¨® con las deudas en los a?os ochenta y acab¨® la d¨¦cada con un futuro econ¨®mico incierto. Era m¨¦dico y hab¨ªa dejado la investigaci¨®n en cardiolog¨ªa para abrir una consulta privada justo cuando comenz¨® la crisis de los rehenes. Cuando Reagan estaba en el gobierno, hab¨ªa empezado a ¡°acu?ar dinero¡±, como le gustaba decir a ¨¦l. (Su c¨®mico acento punyab¨ª siempre hac¨ªa que me sonara como si se refiriese a un pariente del dinero nuevo en lugar de al proceso de fabricarlo). En 1983, con tanto dinero que no sab¨ªa qu¨¦ hacer con ¨¦l, mi padre asisti¨® a un seminario de un fin de semana sobre inversi¨®n inmobiliaria en el hotel Radisson de West Allis, en Wisconsin.
El domingo por la noche, ya hab¨ªa hecho una oferta por su primera propiedad, un anuncio que uno de los profesores hab¨ªa ¡°compartido¡± con los participantes en una de las comidas: una gasolinera en Baraboo, justo a cinco manzanas del solar donde los hermanos Ringling montaron su circo. Para qu¨¦ quer¨ªa ¨¦l una gasolinera fue la pregunta perfectamente razonable que mi madre le hizo cuando nos dio la noticia la semana siguiente. Para celebrarlo, prepar¨® una jarra de lassi Rooh Afza; aquel sorbete con aroma de rosas era la bebida preferida de mi madre. ?l se encogi¨® de hombros por toda respuesta y le tendi¨® un vaso. Ella no estaba de humor para el lassi.
¡ª?Qu¨¦ sabes t¨² de gasolineras? ¡ªpregunt¨® irritada.
¡ªNo necesito saber c¨®mo funcionan. Es un negocio s¨®lido. Hay flujo de efectivo.
¡ª?Flujo de efectivo?
¡ªDinero, F¨¢tima.
¡ªY si da tanto dinero, ?por qu¨¦ la venden? ?Eh?
¡ªSus razones tendr¨¢n
¡ªNo espero que lo entend¨¢is. No espero que me apoy¨¦is. Pero dentro de diez a?os, os acordar¨¦is de este momento los dos y ver¨¦is que hice una gran inversi¨®n. ?Ya ver¨¦is! ¡ªgrit¨® mi padre¡ª. ?Ya ver¨¦is!
Lo que vimos fueron las siguientes ¡°inversiones¡± en un centro comercial en Janesville; otro en Skokie, Illinois; un camping a las afueras de Wausau y una granja de truchas cerca de Fond du Lac. Si no ven ninguna l¨®gica en la cartera de propiedades, en fin, no son los ¨²nicos. Al final result¨® que aquellas compras azarosas las hac¨ªa todas siguiendo el consejo del profesor del seminario, Chet, que le hab¨ªa vendido la primera. Todas estaban hipotecadas, y cada propiedad funcionaba como una especie de aval de la siguiente en una extra?a configuraci¨®n de empresas fantasma que Chet se hab¨ªa inventado, y por las que ser¨ªa imputado tras la crisis de S&L. Mi padre tuvo la suerte de esquivar las consecuencias legales. Ah, y s¨ª, llegamos a tener nuestro ejemplar obligatorio de El arte de la negociaci¨®n de Trump en la estanter¨ªa del sal¨®n, pero eso fue unos a?os m¨¢s tarde.
Mi padre siempre ha sido un misterio para m¨ª: el hijo de un im¨¢n para quien los ¨²nicos nombres sagrados ¡ªHarlan, Far Niente, Opus One¡ª eran los de sus adorados cabernet de California; que veneraba a Diana Ross y a Sylvester Stallone y que prefer¨ªa el p¨®quer que aprendi¨® aqu¨ª al rung que hab¨ªa dejado atr¨¢s en Pakist¨¢n; un hombre de apetitos e impulsos impredecibles, muy dado a dejar propina por el mismo importe de la cuenta (y a veces algo m¨¢s); admirador irredento del coraje americano que nunca dej¨® de rega?arme por mi falta del mismo durante la adolescencia: ?ay, si ¨¦l hubiese tenido la suerte de haber nacido aqu¨ª como yo! ?No solo no habr¨ªa sido nunca m¨¦dico! ?Quiz¨¢s hasta habr¨ªa sido feliz!
Es cierto que no lo recuerdo tan contento como en aquellos a?os a mediados de la era Reagan cuando ¡ªcon la promesa del dinero infinitamente f¨¢cil del sistema¡ª se despertaba cada ma?ana y admiraba en el espejo el reflejo de un hombre de negocios hecho a s¨ª mismo. Pero la felicidad dur¨® poco. La crisis del mercado del 87 inici¨® una cascada de desafortunados ¡°eventos de cr¨¦dito¡± que, para principios de los noventa, hab¨ªan reducido sus ingresos a menos de nada. Yo acababa de empezar mi segundo a?o en la universidad cuando me llam¨® para decirme que iba a traspasar la consulta con el fin de evitar la bancarrota y que tendr¨ªa que dejar la universidad aquel semestre a menos que pudiera conseguir un pr¨¦stamo estudiantil (cosa que hice).
Fue la investigaci¨®n de mi padre sobre el s¨ªndrome de Brugada, una arritmia poco com¨²n y a menudo letal, lo que le llev¨® a conocer a Donald Trump
Si bien aquel rev¨¦s de la suerte no consigui¨® reformarlo del todo, mi padre escarment¨® durante una temporada. Recuper¨® su puesto de profesor de Cardiolog¨ªa cl¨ªnica en la universidad y se volc¨® de nuevo en la investigaci¨®n, para la que, a pesar de sus recelos, ten¨ªa sin duda talento. De hecho, despu¨¦s de tres a?os en el mundo acad¨¦mico, ya estaba otra vez a la vanguardia de su campo de estudio y subiendo a estrados para recibir premios; incluso le dieron una medalla por sus investigaciones recientes sobre una enfermedad poco conocida llamada el s¨ªndrome de Brugada.
Fue la investigaci¨®n de mi padre sobre el s¨ªndrome de Brugada, una arritmia poco com¨²n y a menudo letal, lo que le llev¨® a conocer a Donald Trump. En 1993, Trump segu¨ªa teniendo muchos problemas. Hab¨ªa recurrido a sus hermanos y les hab¨ªa pedido dinero prestado del fideicomiso familiar para pagar las facturas. (Volver¨ªa a hacerlo un a?o m¨¢s tarde.) Se vio obligado a prescindir de su yate, su aerol¨ªnea y sus acciones en el hotel Plaza. Los banqueros que vigilaban la recuperaci¨®n de sus valores le asignaron una estricta paga mensual. Y la prensa no le daba un respiro: su amante, Marla Maples, estaba embarazada de nuevo, y su por fin exmujer, muy dada a hablar con los periodistas, lo estaba destruyendo en el tribunal de la opini¨®n p¨²blica.
En resumen, que lo estaba pasando mal. As¨ª que no fue ninguna sorpresa ni para el propio Trump ni para sus m¨¦dicos que empezara a notar palpitaciones card¨ªacas. En palabras del propio Trump a mi padre, primero not¨® la alarmante sensaci¨®n mientras jugaba al golf una ma?ana inusualmente c¨¢lida en Palm Beach; algo extra?o en el pecho, como los golpes en un tambor lejano; luego se sinti¨® desfallecer. Cuando se sent¨® en el carrito de golf para descansar, los golpes se oyeron m¨¢s cerca y se intensificaron.
El coraz¨®n le golpeaba en el pecho como si estuviera dentro de un tambor vac¨ªo. Supo que algo no iba bien. Ten¨ªa que irse a casa
Unos d¨ªas despu¨¦s de las palpitaciones en el campo de golf, Trump estaba cenando en el Breakers, por aquel entonces el principal resort de lujo de Palm Beach. Odiaba el Breakers ¡ªo eso recuerda mi padre que le explic¨® con detalle durante su primera consulta¡ª, pero tuvo que ir a la cena porque hab¨ªa quedado con una persona del Ayuntamiento que, seg¨²n cre¨ªa Trump, sab¨ªa que ¨¦l odiaba el Breakers y probablemente hab¨ªa reservado mesa all¨ª adrede. La solicitud de Trump para convertir Mar-a-Lago en un club privado a¨²n estaba pendiente, y necesitaba todo el apoyo del Ayuntamiento de Palm Beach que pudiera conseguir. As¨ª que tuvo que ser en Breakers, aunque dijo que la comida era repugnante y car¨ªsima.
¡ªVer¨¢ cuando abra mi club. Vamos a enterrar al Breakers. Pidi¨® un costillar flameado.
¡ªSiempre muy hecho, Doc. Porque no conozco la cocina y no s¨¦ c¨®mo de sucia est¨¢. Ni qui¨¦n cocina qu¨¦. Qui¨¦n toca la comida. La ¨²nica manera de asegurarte, ya sea carne, pescado, lo que sea, es pedirlo muy hecho. A menos que sea en mi cocina, y mire que tendremos un restaurante buen¨ªsimo en Mar-a-Lago, el mejor, pero..., all¨ª tambi¨¦n lo pedir¨¦ muy hecho. Es que creo que es mejor as¨ª...
En cuanto les sirvieron la comida, Trump dijo que empez¨® a sentirse muy d¨¦bil. Se levant¨® y se excus¨® para ir al ba?o, donde se sorprendi¨® al ver lo p¨¢lido que estaba. Volvi¨® a sentir lo mismo que en el campo de golf: el coraz¨®n le golpeaba en el pecho como si estuviera dentro de un tambor vac¨ªo. Supo que algo no iba bien. Ten¨ªa que irse a casa.
Mar-a-Lago estaba cerca ¡ªa menos de cinco kil¨®metros¡ª, pero en cuanto el coche sali¨® del aparcamiento, empez¨® a encontrarse peor. Cuando enfilaron Ocean Boulevard le pidi¨® al ch¨®fer que detuviese el coche, y ya. Lo siguiente que recordaba era estar tendido en la acera oyendo las olas. El ch¨®fer le contar¨ªa m¨¢s tarde que se cay¨® de cara al suelo del coche en la parte de atr¨¢s. El hombre lo levant¨®, le dio la vuelta y vio que Trump ten¨ªa los ojos en blanco. No consigui¨® encontrar pulso ni en la mu?eca ni en el cuello, ni percib¨ªa latido alguno en su pecho. El ch¨®fer lo sacudi¨® con fuerza y entonces, tan abruptamente como se hab¨ªa desmayado, Trump volvi¨® en s¨ª. Su rostro recuper¨® el color; las venas de la frente le empezaron a latir. Aturdido, sali¨® del coche y se tumb¨® en la acera junto a la playa.
Las pruebas m¨¦dicas que le hicieron en los d¨ªas y semanas que siguieron apuntaban a un problema card¨ªaco, pero el coraz¨®n de Trump estaba sano
Las pruebas m¨¦dicas que le hicieron en los d¨ªas y semanas que siguieron apuntaban a un problema card¨ªaco, pero el coraz¨®n de Trump estaba sano, y sus arterias coronarias, libres de obstrucciones. Otra ronda de pruebas result¨® en un mont¨®n de tiras de ECG que mostraban un patr¨®n ocasional que el especialista de Palm Beach no hab¨ªa visto nunca. Ten¨ªa un contorno vagamente parecido a una aleta de tibur¨®n. Aunque corr¨ªa el a?o 1993, la mayor¨ªa de los cardi¨®logos no sab¨ªa que esa es la forma que suele presentar el s¨ªndrome de Brugada.
Enviaron los resultados del electrocardiograma al hospital Monte Sina¨ª, en Nueva York, donde un cardi¨®logo se los remiti¨® a mi padre en Milwaukee. Considerado el principal investigador del s¨ªndrome de Brugada en Estados Unidos ¡ªy el segundo en todo el mundo despu¨¦s de los hermanos Brugada, que hab¨ªan descubierto el s¨ªndrome en sus laboratorios en B¨¦lgica¡ª, mi padre estaba acostumbrado a recibir en su laboratorio electrocardiogramas y a pacientes de todo el pa¨ªs, y m¨¢s tarde tambi¨¦n de Extremo Oriente. De hecho, Trump ni siquiera era la primera persona famosa cuyo caso hab¨ªa llegado hasta ¨¦l. El a?o anterior, mi padre hab¨ªa volado en primera clase a Brun¨¦i, donde hab¨ªa examinado al mism¨ªsimo sult¨¢n en un laboratorio equipado seg¨²n sus indicaciones en el momento en que hab¨ªa puesto un pie en Bandar Seri Begawan.
Aunque Trump no era ning¨²n monarca ¡ªal menos todav¨ªa¡ª, ¨¦l tampoco iba a coger un avi¨®n a Milwaukee. As¨ª que mi padre vol¨® ¡ªotra vez en primera clase¡ª hasta Newark, donde lo esperaba el helic¨®ptero de Trump. Aterriz¨® en un helipuerto en el r¨ªo Hudson; all¨ª lo recogi¨® un coche que lo llev¨® al hospital Monte Sina¨ª. Lo condujeron a una consulta preparada para realizar determinadas pruebas y mi padre esper¨® all¨ª a su paciente. Pero Trump nunca lleg¨®. Aquella noche, en la habitaci¨®n del hotel Plaza que le hab¨ªan reservado, el tel¨¦fono que estaba sobre la mesilla de noche son¨® justo cuando mi padre se estaba quedando dormido. Era Donald. Lo que sigue es mi versi¨®n de la conversaci¨®n que mantuvieron, redactada en funci¨®n del recuerdo de mi padre de, ante todo, la diligencia de Trump:
¡ªNadie sabe decirme c¨®mo se pronuncia, doctor.
¡ªNo me sorprende.
¡ª?C¨®mo lo pronuncia usted?
¡ªAk-tar.¡ª¡°Ak¡±, como en ¡°actividad¡±.
¡ªAs¨ª est¨¢ bien.
¡ªPero no es as¨ª como lo pronuncia usted, ?verdad? ?De d¨®nde es? ?De d¨®nde son?
¡ªDe Pakist¨¢n.
¡ªPakist¨¢n...
¡ªY all¨ª pronunciamos el apellido de forma distinta
¡ªTengo facilidad. Puedo decirlo bien.
¡ªNosotros decimos Akh-tar. ¡ªMi padre emiti¨® la consonante gutural kh que no hab¨ªa o¨ªdo pronunciar bien a ning¨²n estadounidense blanco. Hubo un momento de silencio al otro lado de la l¨ªnea.
¡ªVaya, pues s¨ª que parece dif¨ªcil. No s¨¦ yo, doctor.
¡ªAk-tar est¨¢ bien, se?or Trump. Se echaron a re¨ªr.
¡ªMuy bien, vale. Ak-tar entonces. Y usted ll¨¢meme Do-nald. Por favor.
¡ªTrump procedi¨® entonces a disculparse por no haber acudido a su cita. Desarmado por su cercan¨ªa, mi padre no puso reparo alguno. Trump le pregunt¨® si la habitaci¨®n era lo bastante grande¡ª. Esto es Nueva York. Es dif¨ªcil sentir que uno tiene suficiente espacio. Pero les ped¨ª que le reservaran una buena habitaci¨®n. ?Le gusta? Reformamos estas habitaciones cuando compr¨¦ aquello...
¡ªSe?or Trump...
¡ªEl hotel es una obra de arte, doctor. La Mona Lisa. Eso es lo que es.
¡ªSe?or Trump...
¡ªLl¨¢meme Donald, por favor...
¡ªDisculpe, Donald, pero no he venido a Nueva York a dormir en un hotel bonito. He venido a ayudarle. Creo que no entiende lo grave que podr¨ªa llegar a ser su problema de coraz¨®n. Si tiene Brugada, no exagero si digo que es usted una bomba de relojer¨ªa con patas. Podr¨ªa morirse ma?ana.
¡ªHubo un silencio. Mi padre continu¨®¡ª: Me halaga recibir este magn¨ªfico trato, Donald. De verdad. Pero acabo de volver de Brun¨¦i, donde he tratado al sult¨¢n. Es un rey, y fue puntual a su cita. Porque comprendi¨® que, si no se trataba aquello, pod¨ªa morirse al d¨ªa siguiente.
¡ªDe acuerdo, doctor ¡ªdijo Trump, impasible, tras una breve pausa¡ª. All¨ª estar¨¦. ?A qu¨¦ hora?
¡ªA las ocho.
¡ªSiento no haber ido hoy. Lo siento mucho, doctor. Ha sido una falta de respeto por mi parte. He malgastado su tiempo. Lo siento mucho. De verdad.
¡ªEst¨¢ bien, Donald.
¡ª?Me perdona?
Mi padre se ech¨® a re¨ªr.
¡ª. Vale, eso est¨¢ bien. Se r¨ªe ¡ªdijo Trump¡ª. Siento lo de hoy, pero estar¨¦ all¨ª ma?ana. A primera hora. Prometido.
Al comienzo de la campa?a electoral de 2016, cuando estaba en marcha el an¨¢lisis exhaustivo de la personalidad y el estilo de Trump ¡ªy la especulaci¨®n sobre sus posibilidades reales¡ª, algo que se repiti¨® mucho era que Trump no sab¨ªa pedir perd¨®n. Con cada mentira y cada mala decisi¨®n que tomaba, se dec¨ªa una y otra vez que el tipo parec¨ªa incapaz de pedir perd¨®n, incluso cuando le habr¨ªa venido bien. Admitir que te has equivocado implica demostrar debilidad, y aquello al parecer iba en contra no solo de sus instintos empresariales, sino tambi¨¦n de sus principios. Lo que siempre he inferido de todos los despidos de El aprendiz que he visto ha sido un desprecio inconfundible por la debilidad. Sistem¨¢ticamente, al rival que era el punching ball en las batallas dial¨¦cticas contra Trump lo acababan poniendo de patitas en la Quinta Avenida, abandonado, y se lo llevaban ¡ªen una limusina negra¡ª lejos de la suite ol¨ªmpica junto a la Torre Trump donde los dem¨¢s aspirantes beb¨ªan champ¨¢n y celebraban la sabia elecci¨®n del se?or Trump; sistem¨¢ticamente, ese rival era el m¨¢s proclive a compartir la culpa, el m¨¢s proclive a admitir que un fracaso de equipo era probablemente eso, el fracaso de un equipo y no de un solo individuo.
El desconcierto que expresaba Trump ante aquel nivel de sensatez me resultaba extra?o. ?Era posible que creyera que culpar a otro era una estrategia de negocio leg¨ªtima?
En su papel en pantalla, el desconcierto que expresaba Trump ante aquel nivel de sensatez y camarader¨ªa me resultaba extra?o. ?De verdad era posible que creyera que culpar a otro para salvar la papeleta era una estrategia de negocio leg¨ªtima? Por supuesto, ahora sabemos que era mucho m¨¢s que eso, algo m¨¢s parecido al bien supremo de la cosmovisi¨®n trumpiana. Es muy probable que representara un papel aquella noche con mi padre al tel¨¦fono, al igual que la ma?ana siguiente, cuando lleg¨® al examen m¨¦dico a su hora y con dos tazas de caf¨¦ y una cajita blanca de regalo que conten¨ªa un pin en el que pon¨ªa ¡°love life!¡±, que esperaba que mi padre aceptara en se?al de disculpa. Mi padre nunca olvid¨® aquel gesto.
Pi¨¦nsenlo: solo hizo falta una baratija que probablemente Trump se llev¨® sin pagar de la tienda de regalos de la Torre Trump para que mi padre, a?os despu¨¦s, siempre que dec¨ªan que el tipo no sab¨ªa pedir perd¨®n, lo justificara. ¡°Ay, si lo conocieran ¡ªdec¨ªa cada vez que los comentaristas sacaban el tema en televisi¨®n. Y tambi¨¦n hac¨ªa referencia al pin¡ª: Si lo conocieran, no dir¨ªan estas cosas. Sabr¨ªan que no tienen raz¨®n¡±.
Traducci¨®n de Elia Maqueda.
Ayad Akhtar es escritor estadounidense de origen paquistan¨ª, premio Pulitzer por su obra teatral ¡®Disgraced¡¯. Su nuevo libro, ¡®Eleg¨ªas a la patria¡¯ (Roca Editorial), se publica este jueves.
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